Caridad: ¡Quién da más!

Este estudiante nos comparte su opinión acerca de la forma en que la caridad
se encuentra en nuestras vidas y cómo hemos sido criados para ver entender
la realidad de cierta manera.
Por: Juan Simón López Cruz, estudiante de Historia y Derecho, js.lopez12@uniandes.edu.co
Los campos se incendian, niños mueren por desnutrición, municipios sin agua, en Bogotá niños desaparecen… El país entero se conmueve, se solidariza con la tragedia. Miles se
pronuncian, gritan, denuncian, claman por soluciones, manifiestan su incredulidad
y disgusto, se despierta ahora la indignación y la misericordia en los corazones de los justos y piadosos.
La tragedia se convierte en la noticia que más vende, la de más audiencia. Manifestar solidaridad e indignación se vuelve un delirio colectivo, lava las conciencias, exculpa las indiferencias precedentes. Pocos quieren donar para el indigente, pero todos comparten la iniciativa en sus redes. Pocos reciclan y cuidan el ambiente, pero todos se manifiestan preocupados por los cerros ante el desastre. Pocos sienten el dolor del prójimo pero todos se dicen consternados. ¡Piedades por montones! Caridades en promoción; la oportunidad de salvar el alma y ganar indulgencias, aprovechando las tragedias al por mayor.
La tragedia se repite incansablemente en todos los medios de difusión. La del momento eclipsa a las demás y le da a cada cual su cuarto de hora para declarar cómo aquella es la expresión máxima de una sociedad que ha tocado fondo. Desfilan los ambientalistas, luego
pasan los animalistas, los humanistas, pasan los pacifistas y los guerreristas tomados de la mano, los socialistas, los nihilistas y los nadaístas. Todos de alguna forma nos hacemos presentes en el circo mediático, unos por curiosidad, otros por falta de programa y otros por la necesidad de mostrar ante el colectivo su gran corazón y su filantropía.
Somos un pueblo que ha vivido de desgracia en desgracia, pero ante la tragedia nuestras respuestas son débiles y superficiales. Un pueblo fundado en el catolicismo y en la idea del sufrimiento como redención, del sufrimiento como pena que debe ser aceptada con resignación, expía nuestras culpas y encontrará su recompensa una vez llegada la muerte.
Sufrimiento en la tierra, felicidad para después de la muerte.
Fuimos adoctrinados para ver con normalidad el sufrimiento del otro, para entenderlo como parte de un orden natural y un designio divino. Y fue así como nos convertimos en una sociedad hecha para ejercer la caridad y la limosna; no por los otros sino por nosotros.
La caridad es una práctica que alivia transitoriamente los sufrimientos y limpia las conciencias, una reacción efímera frente una realidad enloquecida; consuela pero no resuelve. Pero ante los problemas fundamentales, la dignidad y la justicia, somos indiferentes, incrédulos y reaccionarios. Más que como necesidad son vistos como conceptos idealistas, como ideas lejanas de soñadores, o como palabras de las que no
está bien visto hablar.
Nuestra solidaridad social reacciona con cada torrente de publicidad y, en la coyuntura aparecen las voces clamando acciones, cuestionando, señalando, condenado. Pero luego, cuando llega al final el circo mediático y desaparece la embriaguez colectiva que hizo posible la caridad, todo es puesto a un lado y todo vuelve a la “normalidad”; todo menos los problemas, que siguen estando allí.
La caridad detesta la justicia y la igualdad, pues sólo puede existir mientras los problemas existan y permanezcan. Nunca es una solución, pero es un bálsamo y un éxtasis momentáneo que borra las culpas, un arrepentimiento tardío del indiferente, del desdeñoso, del ciego; un motivo para sentirnos buenos y magnánimos. Al final, aprovechamos la oportunidad que nos da la tragedia para sentirnos más humanos.
Brotan y relucen los corazones piadosos, hacemos del escándalo y del horror un show de televisión en el que desfilan con sus sonrisas piadosas presidentes, ministros, senadores y toda la alta sociedad.
Una masa de indignados ciudadanos se toma Facebook y sus parecidos. No se actúa en la calle, no se abraza al desgraciado, no se arropa al desprotegido, el prójimo sólo existe en la publicación que se comenta, que se comparte, que se vuelve importante hasta el próximo inicio de sesión.
Como diría un viejo poeta: “¡Irrisión, pura bazofia la tal caridad, exhibicionismo en baratillo para sonreír con dientes postizos, con alma postiza, para ganar el cielo con tarritos de leche Klim y calzones viejos”.
Cuando pasa la avalancha de publicaciones de “indignados”, cuando la atención se pasa al próximo partido de fútbol, al escándalo de la celebridad, a la vaca que nada en la piscina, al boom mediático del momento que hipnotiza el alma de millones de televidentes, ya no habrá botellitas de agua para la Guajira, ni campañas por los cerros, ni más caridad, ni más indignados. Todo volverá a la normalidad (esa que sólo es normal aquí), o sea, a la injusticia del día a día, a una sociedad que consume y destruye a un ritmo desaforado, que
se vende como equitativa, diversa, y abierta, pero que es excluyente desde sus más profundos cimientos y con la doble moral como principio rector. El país llamado del “sagrado corazón”, un apelativo para disfrazar de forma folclórica y menos cruel la hemiplejía moral (y mental de algunos dirigentes) que es pan de cada día.
Y hasta aquí apreciados lectores, gracias por su amable compañía. Se acaban el regaño, las palabras, y el espacio en esta aburrida discursiva; espero que tengan ustedes una feliz vida.
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