La recursividad que libera en la Cárcel Modelo de Bogotá

En nuestra última edición publicamos los dos primeros subtítulos de esta interesante crónica sobre la situación en una de las cárceles más sobrepobladas de Colombia. En esta versión digital continúa leyendo más sobre esta realidad.
El dinero
Tener dinero en la cárcel Modelo de Bogotá es un delito, pero sin él no se podría sobrevivir. A Juan Manuel Mongui le quitaron los veinte mil pesos que cargaba desde la URI cuando apenas entró. Sin embargo, de ahí en adelante le tocó ingeniárselas para conseguir la plata que lo mantendría a flote.
Mientras teje una diadema de nailon azul con fucsia, me cuenta cómo funciona el imperio de la cárcel. Si hay plata uno se puede comprar una celda por dos millones de pesos, o si no comprar una colchoneta que oscila entre los quince y veinte mil pesos. Cualquier comida que se les antoje la pueden conseguir en el ‘expendio’ a precios altos. El kit de aseo, que debería entregarles la cárcel y que muchas veces no llega e igual les toca firmar que lo recibieron, también les toca financiarlo. Si quieren lavar algo, son 500 pesos por prenda.
“Uno paga una condena al Estado y la otra a los pasilleros”, acusa Juan con resignación en los ojos. Después de un momento, alza la mirada, revisa que nadie esté cerca para escucharlo y cuenta que los ‘pasilleros’ son la gente que manda en los pasillos y que se ganan ese puesto peleando o ‘chuzando’ a otros. Estas personas son las encargadas de poner el precio sobre las celdas, las colchonetas e incluso la cuota mensual de ‘aseo’ que es de ochenta mil pesos y que nadie sabe de qué aseo es que se habla ni para quién.
«Uno paga una condena al Estado y la otra a los pasilleros»
Construir una reputación como la de los pasilleros no es trabajo fácil tampoco. Para esto es necesario andar armado y sacar cuchillos y ‘pernillas’ de los ángulos de las rejas o de las varillas. Así, logran sacarles a todos no solo la cuota de aseo sino también la cuota semanal de las celdas que es de cinco mil pesos por persona (teniendo en cuenta que son cuatro personas por celda, serían veinte mil pesos lo que se echan los ‘pasilleros’ al bolsillo cada semana porque sí). Por el ‘balseo’(*) mensual son siete mil por celda y cuatro mil mensual para los que duermen en los pasillos. Este es el imperio que han montado los ‘pasilleros’ y para sobrevivir en él es que Juan Manuel se la pasa tejiendo diademas de colores a quince mil y haciendo manualidades con las bolsas personales de café Águila Roja. Todo esto puede venderlo a los mismos presos o con la ayuda de su hermana, por fuera de la cárcel. Al final, así es que consigue la ‘platica del mes’.
En medio de la conversación, pasa un hombre calvo, gordo y bajito vestido con un delantal blanco que lleva un pedido de arepas a uno de los internos. Juan Manuel le pide unas, y el calvo dice que le descontará tres mil del TD que es la cuenta que tienen los internos en el banco.
La cárcel está obligada a servir tres comidas ‘gratis’ al día. El desayuno es a las 6,el almuerzo a las 10 y la comida a las 3 de la tarde, porque a las 4 ya deben estar todos en sus celdas y pasillos. Por eso no es raro que después de las 5 tengan que recurrir a comprarle al gordito que también vende perros, pollos, hamburguesas y tortillas de huevo. Al final, eso termina siendo de mejor calidad que el faisán duro que les preparan al almuerzo la mayoría de las veces.
“Si no tuviera plata, seguro me trasladarían al cuarto piso”, cuenta sonriendo con ironía. Según él, ese piso es más malo que los de abajo porque ahí “le dan mala vida al preso”.
“Uno paga una condena al derecho y otra al imperio de la cárcel”, sobrecogido de rabia por lo que él mismo cuenta, repite una y otra vez. Vestido con unos tenis Adidas particularmente limpios, y una camisa a rayas negras me recalca que él no es ningún sapo, preocupado de lo que vaya a pensar.
Cuando mira la expresión en mi rostro de que no tiene de qué preocuparse, continúa. El ‘Pluma’ es el máximo jefe en la cárcel, y es el que determina a quién sacan del patio por ‘pelión’ o por no pagar. ‘La segunda’ se le denomina a los ‘pasilleros’ que son los segundos al mando y actúan cuando el Pluma no está. En cada puerta hay un ‘llavero’ pendiente de cuando vienen los guardas.
* Balceo en la jerga carcelaria se re ere a un privilegio al que acceden algunos de los presos para que los guardas los cuenten arriba en las celdas y no bajen a la contada normal, o también cuando están en otro pasillo que no les corresponde.
El entretenimiento
Para los internos de la Modelo, la palabra ‘motor’ se ha redefinido. Ya no hace referencia a lo que hace andar el carro sino a lo que los hace andar a ellos prendidos los fines de semanas, sobre todo los viernes de rumba: una chicha bien fuerte. Después de dejar fermentando por quince días gaseosa, azúcar y levadura, sus chichas están listas. Si quieren también las pueden hacer a base de cáscaras de naranja, arroz, peto o mazamorra. Eso sí, cuando se deciden por algo más sofisticado, lo correcto es tomar extracto de aguardiente.
El consumo de pepas está prohibido, pero no la marihuana y el perico que son lo que pueden entrar las mujeres en las vaginas los domingos.“El pene queda como una mazorca” dice uno de lo que trabaja el porcelanicrón insinuando que lo de la vagina no es tan grave y refiriéndose a una de las nuevas modas en la cárcel. Cuenta que los internos cogen el acrílico de los cepillos de dientes y una cuchilla, y con eso hacen unas perlas que se meten en el pene para sentir más en el acto sexual. 80 de cada 100 internos se exponen al procedimiento con uno de los presos que dice ser enfermero y tener anestesia. Se meten de a seis y siete canicas por los lados y por debajo. “Herencia de la cultura china y japonesa”, agrega el calvo después de unos minutos.
Uno de los días más esperados aparte del de la libertad, es el de las visitas los domingos. Los que no tienen pareja que los visite, contratan prostitutas por 30 o 40 mil pesos. “Aunque antes era mejor”, me cuenta el instructor de porcelanicrón, Alexander Linares, “cuando [estaban] los paras y la guerrilla”. Las mujeres se podían quedar hasta ocho días, había galleras, jacuzzis, y cuatro discotecas en donde se vendía buen trago. Ahora, toca tener pico y placa en las celdas para meter por turnos a las mujeres. Si se quiere algo de privacidad entre tantos compañeros de celda, toca hacer ‘cambuches’ de ropa y sábanas.
Ahora, si se prefiere recurrir a planes más tranquilos, está Dubán, el interno que lee las cartas. Si no, el gimnasio que han construido con unas pesas hechas de palos de escoba de las que amarran botellas de agua, arena, o cuando hay, cemento. También, están los masajes reductores que hace uno de los travestis, o la clínica esteticista de Karen. En ella les hacen manicure y pedicure por 5 y 10 mil pesos. El instructor cuenta riéndose que para una buena peluqueada toca con “una negra que tiene las nalgas operadas”.
Después de reírnos un rato, noto lo que han estado haciendo sus manos mientras charlamos. Un preso le ha entregado una foto con su esposa y él los ha retratado perfectamente con el porcelanicrón. “Estos son encargos” dice, “todos los días tengo cientos de encargos de otros internos y de los guardas”. Para él, lo importante es ocupar su tiempo en la que ya es la quinta vez ahí dentro.
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El matrimonio y la música
En medio de una evacuación sorpresa para los funcionarios de la cárcel, espacio que aprovechamos varios para chismosear, uno de los guardas del INPEC me cuenta que antes se les descontaba tiempo a los internos por casarse. “Eso había un poco de matrimonios” me cuenta en medio de una risa contagiosa.
Cuando termina el sermón de la evacuación, me dirijo hacia la capilla de la cárcel. Cruzo las cuatro puertas de seguridad blancas, las oficinas de Investigación interna y Diligencias judiciales, y el pasillo de hospital que lleva hacia un cubículo de vidrio blindado abaleado con siete tiros de hace diez años. Los huecos y las grietas recuerdan a todo el que pasa, el oscuro pasado de las casas de pique en la cárcel y la riña entre los paras y la guerrilla cuando ellos la controlaban.
Cuando entro a la capilla de la iglesia está adornada para un matrimonio. Adrián, integrante del grupo de teatro había decidido dar el salto en la cárcel y proponerle a su novia con la que llevaba 22 años de relación intermitentes, que fuera su esposa. El pasado miércoles, en pleno escenario de un auditorio de la Universidad de los Andes, había hecho llorar a toda la audiencia con su emotiva propuesta. Le había sacado a Liliana en frente de más de doscientas personas un anillo ‘canero’ hecho con una moneda de 100 y una de 200. El color dorado y plateado que no tenía nada que envidiarle al oro de verdad, brillaba en su mano mientras ella lloraba.
De regreso en la capilla el día del matrimonio, se siente la misma emoción. Las sillas están adornadas con tulipanes blancos y amarillos, y las paredes llenas de Vírgenes y santos. El coro, conformado por los mismos internos, dos micrófonos y un órgano practican en una esquina de la iglesia. El mismo ingeniero artista que me había mostrado sus manualidades unos días atrás, trata de arreglar el sonido que tiene interferencia. Apenas lo logra, entran Liliana y Adrián cogidos fuertes de la mano.
En la recepción que han preparado en el cuarto del teatro, se encuentra esperando para amenizar la fiesta, un grupo de vallenato conformado por una voz líder, un señor con una guacharaca de caña, uno con una caja vallenata acrílica y un acordeonista. Neil, el cantante de Valledupar, de tez morena, alto y acuerpado, canta alegre a los invitados canciones compuestas por él. “Contigo”, es el nuevo tema que está grabando en el estudio improvisado que está al lado de la capilla.“El matrimonio no es para que todos los días sea luna de miel”, exclama el padre mirando directamente a los novios. “No es para darle rienda suelta a sus pasiones”, repite en un tono más fuerte. “El hombre es el que provee los bienes y las riquezas del hogar, y la mujer los debe administrar”, repite de mil maneras distintas, una y otra vez. Puedo darme cuenta que sus regaños nos aluden a muchos, pues todos lo miramos atónitos mientras cuchicheamos con los de al lado.
En él, hay dos computadores, un técnico de sonido, un profesor de música y varios instrumentos donados. El cuarto lo divide una pared de plástico negro que tiene un hueco transparente en el centro para ver al que esté grabando. En el lado de los músicos, las paredes están recubiertas de icopor negro y el techo de cartones de huevos para mejorar la acústica. El día que había ido, estaban un señor del bajo y Neil terminando de grabar la cuarta canción del CD que sacarán al público dentro de poco. “Mis noches son largas y me quemo en soledad”, cantaba el del bajo que estaba practicando.
Normalmente, el grupo de vallenato practica afuera en el jardín en un cubículo abandonado donde hay una planta eléctrica amarilla. En medio de trastes viejos, mugre, y tierra, se escucha la voz fuerte de Neil y las letras melancólicas del vallenato. No hay más público que un amigo de ellos costeño y yo, pero bailan y cantan con el entusiasmo de un rockero que está frente a 500 mil personas. “¡Así es la vida y qué le vamos a hacer!” cantan todos en coro.
Juan Manuel también ha encontrado un espacio en la música norteña para cantar y desahogarse. “Partimos pa’ Calamar pueblo que no se me olvida, pues allá viven mis padres, una finquita tenían…”, me canta al oído, mostrándome una de las canciones que ha decidido componer sobre su vida antes de la cárcel.
De regreso en el matrimonio, veo que la gente ya está parada bailando al ritmo del vallenato. Uno de los del grupo de teatro me saca a bailar y después de unos minutos siento que me dejo llevar al son de su talento, sus pasos libres y sus sueños.
El tiempo, el arte y el teatro
“Cucho, hágame un favor, présteme una extensión”. Subo la mirada y observo que al lado mío hay un señor con un enterizo amarillo y una mirada triste. Los rezagos de la falta de sueño se hacen evidentes en sus parpados arrugados mientras los abre y los cierra esperando a que en el cuarto de los equipos y tecnología, le pasen el cable.
Frente a él y de unos asientos azules acomodados en forma de auditorio, hay unos retazos de tela negra que cuelgan del techo y de alambres que lo atraviesan de lado a lado. Como parte de la escenografía, de uno de ellos cuelga una ventana de cartón improvisada, con un marco que tiene colores rosados, verdes, blancos y dorados. Después de un momento, entra un hombre con maquillaje rosado, lápiz de labio rojo y una peluca rizada amarilla, y empieza a acomodar unos palos de escoba en la ventana tratando de simular los barrotes de las celdas de la cárcel.
“Todo es donado, los telones, el maquillaje, la ropa”, me cuenta ‘el trenzas’ que ya no tiene trenzas porque se las hicieron ‘motilar’ después de que entró a la cárcel, según él, dizque por cuestión de mejorar las apariencias. Él es uno de los pocos reclusos que tiene permiso de salir de su pabellón para realizar actividades artísticas en uno de los espacios más agradables de la cárcel. “Desde chiquito me gustó la actuación,” agrega sonriente.
Estamos en el jardín, que queda justo en frente del teatro y de la capilla, mirando hacia uno de los pabellones que tiene vista directa hacia él. Detrás de las rejas, de la ropa y de las ‘mochilas’ que han hecho con camisas y pantalones en donde arrumazan sus implementos personales, esconden las caras varios curiosos que nos miran al ‘trenzas’ y a mí como si quisieran ‘parchar’ con nosotros.
Mientras observo detenidamente las rejas-tendederos del pabellón, ‘el trenzas’ cambia de tema y me cuenta sobre su llegada a la cárcel. “Las vueltas son así, 150 mil para dormir cuando llegué por una plancha”. Afirmó que cuando había llegado a la cárcel hacía cinco años, le había tocado dormir en el baño porque no había donde más. Tocaba acostarse a las nueve de la noche para dormir algo porque a las tres de la mañana más o menos “lo iban despertando a uno para orinar”. Ahí, se había rebuscado una colchoneta donde le había tocado dormir por un buen tiempo.
El tema del tiempo me inquieta pues mientras él habla muy tranquilamente de eso, yo no puedo evitar pensar que estando ahí ese debe ser uno de sus enemigos más temidos, incluso más que los ‘malandros’ que se han dedicado al matoneo y al abuso de ‘la pacha’, el líder de la comunidad LGBTI en la cárcel.
Hablando con ella después, me di cuenta que incluso el tiempo le estaba haciendo más daño que el que alguna vez le habían causado sus abusadores. Me contaba que llevaba cinco años en esa cárcel y que ese era el tiempo que le había tomado hacerse respetar y construirse una mejor vida. Ahora le quitarían todo porque tenían que trasladarla a una cárcel en Huila para que terminara su condena porque no podía hacerlo en una cárcel que debía ser solo para sindicados. El tiempo juega en su contra, pienso.
Volviendo a la conversación con ‘el trenzas’ me cuenta, sin que yo tenga que preguntar, cómo combaten el tiempo él y algunos de los otros reclusos. “Con un pedazo de varilla, o una lámina de cuchilla de afeitar se pone en el cepillo de dientes y se hace una ceguetica”. Con esa frase empieza su cuento sobre la fabricación de armas y herramientas en la cárcel para tallar, hacer arte y para el vicio. Me dice que utilizan las ‘cegueticas’ para tallar las bolas de billar y hacer con ellas dados ‘caneros’* y fichas para jugar parqués, adornos o incluso las ‘matanzeras’ (una especie de pipa) para fumar marihuana. Otras herramientas filudas también las fabrican con la lata de los corta uñas, desarmándolos, sacándoles filo y encabándolos o con latas de sardinas y de fríjoles. Las monedas pintadas también se pueden utilizar como fichas en los juegos de parqués. El tiempo y la escasa libertad con la que ‘el trenzas’ mueve sus brazos y sus palabras, parecen jugar a su favor.
En un momento de silencio, vuelvo a mirar al frente, y observo que a través de las rejas se asoma la cara morena de algún recluso. Puede ser el número 42, 82, o 6800, no importa, todos nos miran en lapsos de tiempo distintos, pero siempre de la misma manera.
De repente aparece un hombre de ojos claros vestido con un enterizo amarillo que se para cerca de nosotros a fumar. En medio de mi confusión en varias partes de la jerga carcelaria que utiliza ‘el trenzas’ para contarme sobre las actividades que realizan dentro de la cárcel, el ojiclaro interrumpe para explicarme el significado de algunas de esas palabras. “¿Cacho?”, pregunto y ahí mismo él me responde que así se le llama al intercambio o venta de objetos en la cárcel. “El cacho es venderlo para la traba”, dice ‘el trenzas’ más explícitamente y me cuenta además que muchos de los objetos que fabrican los utilizan para intercambiarlos por vicio o por otras cosas que necesiten en el momento.
Después de unos minutos, vuelve el ojiclaro y me muestra una de sus obras de arte hecha con una bola de billar. Antes, cuenta que lleva ocho meses en la cárcel, que es ingeniero electrónico y que ayuda en todo lo que es sonido para cualquier actividad dentro de la cárcel. Después, mira hacia abajo y de una bolsa de tela saca una bola de billar y una especie de copa con una fresa y me las muestra orgulloso. La bola tiene Un Isabel te amo tallado en la franja roja, y la copa la ha tallado de forma que sirva de apoyo para la bola. Me cuenta que es para su hija pero que todavía le falta trabajarla más. Su imaginación parece hacerlo libre por un momento.
En frente, detrás de las rejas diamantadas e inamovibles, y de una tela que han colgado para proteger los televisores de los estragos del sol y de la lluvia, se asoma el mismo rostro moreno. Por un momento parece que mira el jardín, me mira a mí, mira a los otros reclusos, siente su escasa libertad y nos envidia.
“Lucho por mi libertad a través del arte” dice Juan Bernardo uno de los integrantes del grupo de teatro. Después de presentarse en Los Andes, supe través de su familia que su potencial actoral solo se desarrolló realmente estando en ahí como recluso. Afuera se había dedicado a la jardinería como su padre quien fue el que le enseñó todo sobre podar y sembrar. Ahora, se presentaba frente a doscientas personas interpretando a diversos personajes en el auditorio de Los Andes. Entre ellos, un papá borracho, una abuelita, una esposa, todos personificados con mucho rigor y detalle. Después de la presentación y de haber estado libre por unas horas, era duro para él volver a estar otra vez recluido. Sin embargo, él sentía que esta experiencia lo estaba edificando como persona.
Yo misma veía cómo la personificación, los tiempos de ensayo y las oportunidades de presentarse a públicos del Teatro Nacional, los hacía sentirse cada vez más vivos.
Para muchos ahí los muros y las rejas más que obstáculos se han convertido en sueños libres, “en sueños vigentes”. “Hay personas afuera que están más presas”, dice Juan Bernardo finalmente. En ese momento dudo de mi propia libertad aunque en minutos vaya a salir de ahí y él sea el que se quede adentro.
* Canero se refiere a la palabra ‘cana’ que es cárcel.
Laura Gutiérrez Cadena
l.gutierrez10@uniandes.edu.co.
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