Ritos para sobrellevar el adiós irremediable

Las diferentes etapas de la vida dejan incontables reflexiones. Tal vez la etapa que más nos hace pensar es la muerte, y mucho más cuando se trata de un ser cercano. Esta estudiante nos comparte un poco de sus conclusiones a partir de una de estas reflexiones.
Anónimo.
Según el ciclo de la vida los seres humanos nacen, crecen, se reproducen y mueren. Lo anterior no es cierto. Los seres humanos nacen, pero no es seguro que crecerán o se reproducirán antes de morir. La muerte puede ser entendida de muchas formas. Los católicos y los musulmanes la consideran un tránsito entre la vida terrenal y la vida eterna con Dios, mediada por un juzgamiento que dirige al cielo o al infierno. Los hindúes creen en la reencarnación en otro ser vivo luego de la muerte y en la búsqueda del cielo o “nirvana”. A fin de cuentas, la muerte puede significar varias cosas al mismo tiempo, un enigma, una oportunidad o una causa de temor. Lo cierto es que es un suceso difícil de comprender y de manejar.
El primero de enero de 2017 mi abuelito paterno falleció en Bogotá luego de haber caído en un grave estado de salud en República Dominicana, donde nos encontrábamos de vacaciones, luego de haber sido trasladado en aeroambulancia a Colombia el 27 de diciembre, pese al alto riesgo de no soportar el trayecto. A final de año también falleció un amigo del colegio que rondaba mi edad. A partir de estos sucesos, lo segundo que creo cierto alrededor de la muerte está relacionado con un verso de la Biblia: “Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora”. Aquello, aunque obvio, implicó la conciencia real de que hoy se está vivo y con salud. Mañana no lo sabemos.
El 31 estuvimos de visita en la clínica, esperanzados. En la mañana del primero fui yo quien contestó la llamada de la clínica. Iba bajando unas escaleras, buscando a mi papá para que pasara al teléfono. No alcancé a encontrarlo, cuando el lugar se fue haciendo más pequeño; la persona en la línea me explicaba la epicrisis y terminé de pie en una sala, petrificada y en frente de mi tía, su esposo, mi primo y mi mamá. Sólo enclavé mi mirada en los ojos de mamá buscando que me ensañara qué decir ante la noticia, buscando en su ser lo que me dio y ahora perdía mi abuelito: vida. Sólo pude decir: sí, sí.
Todavía en shock fuimos a recibir el cuerpo en la clínica. Luego nos trasladamos a la funeraria mientras hacían el arreglo del cuerpo (tanatopraxia) y correspondía escoger el féretro y decidir lo relativo al velorio y las exequias. Hoy, al volver atrás en tales ritos, viene a mi mente el letrero de entrada del cementerio de Aguazul, Casanare, el pueblo de donde es mi familia paterna y a donde nos dirigimos para desarrollar las ceremonias fúnebres: “aquí terminan las vanidades del mundo”. En este sentido, lo tercero que creo cierto sobre la muerte es que quizás para el que deja de ser, terminan las vanidades del mundo, pero para los que quedan en la tierra a su despedida y aún dentro del cementerio, perduran.
Como parte del rito mortuorio, al velorio fueron llegando paulatinamente los arreglos fúnebres. Al final fueron cuarenta y siete arreglos florales: de parte del gobernador, del alcalde, de los diputados, de las empresas agropecuarias, de los profesores que fueron sus compañeros de trabajo, de los amigos, familiares…flores que se tuvieron que botar a los tres días del entierro. Ninguna de las cuales fueron un presente, ni motivo de alegría para mi abuelito en vida.
Las vanidades no se acaban en el velorio ni en el cementerio tampoco. Aguazul, por ejemplo, el “campo santo”, parece estar divido por estratos. A la entrada están las bóvedas sólo en cemento raído o sin este, con el nombre del difunto escrito en pintura. Una de las sepulturas que me llamó la atención se componía de un círculo hecho con rocas sobre la arena, algunas plantas y cintas que colgaban de un palo. Otra tenía nada más a la cabeza un poco de cemento con un corazón hecho a dedo. Más hacia el centro aparecen unos mausoleos similares a la entrada de una iglesia, en concreto, con vitrales y marcos, con rejas altas recubriéndolos y chapa incluida; los encabezan letras en hierro donde se pueden leer los apellidos de las familias, varias de las más adineradas del pueblo. Allí entonces reúnen los restos del grupo familiar y las llenan de flores e imágenes religiosas como la del Divino Niño o Jesús crucificado. Intercaladas se encuentran unas más moderadas que parecen el antejardín de una casa, igualmente con rejas, pero sin vitral, la bóveda recubierta de baldosa en su mayoría, con grandes lápidas. Algunas lápidas contienen fotos del difunto y están grabadas con epitafios junto a símbolos como balones de fútbol o caballos, que seguramente hacían parte de los gustos de quien falleció. Entre estas, encontré dos peculiares decoradas con guirnaldas de navidad, bolas, campanas, bombas y cintas. Finalmente, lo más común en la mayoría fue encontrar un vaso, una copa con agua e incluso cerveza. Esto me recordaba el vaso que pusieron debajo del cofre de mi abuelito en su velorio. Según la tradición, se pone para que el alma del difunto pueda refrescarse cuando venga.
En medio de las visitas al cementerio quise indagar con una persona cercana sobre cómo se hacían los rituales fúnebres llano adentro. Ella me contó que cuando era pequeña y vivía en una finca cerca de Tauramena (Casanare) perdió a dos seres queridos: su abuelo y su tía. A ninguno de los dos alcanzaron a llevarlos al hospital y entonces murieron en la finca. Su tía falleció mientras daba a luz y su abuelo murió de cáncer. Recordó que su abuela, junto a otros adultos de la familia, tomó el cuerpo de quien había muerto y lo sacaron al patio y lo bañaron de espaldas y de frente. Luego le inyectaron formol, le buscaron la ropa más bonita que tenía, lo vistieron y lo acostaron sobre unas tablas de madera al aire libre. Alrededor del cuerpo pusieron flores, velas y un vaso de agua. Luego del velorio, a los dos días más o menos, venía una volqueta con el ataúd; llevaba tanto el cuerpo como a los familiares hacia la iglesia del pueblo para luego hacer el entierro. Cuando quien fallecía era un menor, era común que no fuera trasladado al pueblo sino enterrado en el patio de la finca.
Al cabo del novenario por la muerte de mi abuelito debo confesar que pasé por tener muchas dudas sobre el sentido de los rituales que seguimos. Ahora, creo que la cuarta certeza a la que llegué es que los ritos fúnebres, sin importar la religión, o la no creencia, son muy importantes para, por un lado, sobrellevar el dolor y lo inexplicable de la ausencia para siempre del ser querido; por el otro lado, para mantener el acervo cultural, tener gestos de solidaridad con quienes viven la pérdida y para homenajear en comunidad la vida de quien ha partido.
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