Inmutabilidad

Un recorrido por los síntomas de la enfermedad carcelaria que padecen varios países latinoamericanos. A través de Dolores Guerra estos autores hacen una radiografía de nuestra política criminal.
Por: Valentina Niño Campos, v.nino11@uniandes.edu.co
Juana Valentina Parra Escobar, jv.parra@uniandes.edu.co
Juan Felipe Molano Ramírez jf.molano@uniandes.edu.co
y Estefanny Güiza Pinzón, e.guiza@uniandes.edu.co
estudiantes de tercer semestre de Derecho.
Son las cuatro de la mañana, Dolores Guerra, una doña nadie abre los ojos en el centro penitenciario el Buen Pastor en Bogotá, Colombia. El cuerpo de Dolores está tendido en el suelo, no ha sido tan afortunada como otras reclusas en el cuartel para comprar una cama de madera o para acceder a una celda individual, aun así, por este espacio en el suelo le corresponde pagar a una de las reclusas un arrendamiento. El hambre le hace gruñir las tripas y ésta, sumada al frío, le hace ponerse en pie y caminar hacia el lugar del centro penitenciario donde temprano en la mañana reparten la comida. Empero, la comida no alcanza para todas las reclusas. De unos barriles sacarán unos huevos a mal hacer y los darán a las presas en lo que sea que estas encuentren: platos, pocillos, sus manos. Pero Dolores Guerra (que es una categoría genérica de una minoría, de mujer desposeída, de clase marginalizada y condenada por hurto y microtráfico) despierta también en la cárcel Piedras Negras, en México; y en la prisión de Santan, al norte de Sao Paulo, Brasil.
En esta crónica-artículo expondremos cómo el Derecho es una peligrosa herramienta que permite la inmutabilidad del status quo, tomando por ejemplo a Dolores Guerra, que, como ya hemos dicho, es una mujer cualquiera, la encarnación perfecta del concepto de doña nadie. La(s) Dolores de Bogotá, de Piedras Negras, de Sao Paulo son similares y diferentes, son una y tres a la vez; Dolores es una abstracción conceptual genérica ideada para acercar los términos y los debates académicos, que tan fríos parecen al lector y así hacerle sentir empatía, por una mujer, que no existe, pero que es la mayoría de las mujeres que conforman la población carcelaria latinoamericana.
¿Punición focalizada? Quiénes son los procesados del sistema penal
Según Ariza e Iturralde (2012) “el perfil socio-económico de los reclusos latinoamericanos muestra con claridad que son los hombres jóvenes, desempleados, con bajos niveles educativos y que viven en centros urbanos” (p. 24). En sentido estricto, Dolores Guerra cumple con las condiciones que definen el perfil del recluso latinoamericano común, excepto por el género. Ella es un número más en lo que a estadísticas se refiere.
Hasta el mes de junio de 2016, en Colombia hacía parte de la “población carcelaria y penitenciaria intramural de 121.230 personas; 93,1% (112.907) hombres y 6,9% (8.323) mujeres”. (INPEC, 2016). En México, era una más entre las 13.267 reclusas (CNDH México, 2016) y en Brasil, era parte de “la población presidiaria […] de 579.781 personas, de las que 542.401 eran hombres y el resto mujeres” (El Espectador, 2015).
Por tener 28 años, Dolores se ubica en el grupo de reclusas que hace parte de la mayoría, es decir, tanto en México como en Colombia, está contenida dentro la mayoría de la población penitenciaria, es decir, el 20,5% con un rango de edad de entre los 25 y 30 años (INPEC, 2016) y (México Evalúa, 2013) mientras que, en Brasil, ella hace parte del “54,8% de los encarcelados” (Maciel, 2014). Además, como Dolores sólo cursó hasta grado séptimo en un colegio público, según estudios del INPEC (2016), Dolores pertenece al grupo aproximado de 117.232 personas, es decir, al 97,7% de la población carcelaria que carece de título de bachiller.
Además, Dolores se encuentra recluida por el delito de hurto y microtráfico de estupefacientes, delitos que han sido calificados en Brasil, México y Colombia como los delitos cometidos con más frecuencia. Por ejemplo, según el Ministerio de Justicia y Sistema Penitenciario de Brasil, el 68% de las mujeres condenadas se encuentran en la cárcel por tráfico de estupefacientes (El Espectador, 2015); según la Organización México Evalúa (2013), en ese país el 46,6% de los sentenciadoscometieron el delito de robo y, aunque el 16,7% de los sentenciados están por narcomenudeo, el 83,3% de sindicados están detenidos por ese delito. Según el INPEC (2016), en Colombia el índice de comisión del delito de hurto fue del 6,9% mientras que el de tráfico de estupefacientes fue del 51,4%. Esto muestra que los delitos que más procesa la justicia corresponden a los eslabones más bajos de la cadena del narcotráfico.
Pero, ¿de dónde ha surgido este perfil y por qué es el que más se castiga en los sistemas jurídicos y penales latinoamericanos? Como consecuencia de la implementación el modelo neoliberal en algunas naciones latinoamericanas, se permitió la apertura del mercado, el beneficio de la propiedad privada y de las libertades individuales. Sin embargo, este modelo ha abierto más la brecha entre las personas con capital económico y social (élites) y las personas que no tienen los mismos recursos. En ese sentido, se ha configurado una cultura del control social y un perfil oficial en los cuales las personas de las clases marginales empiezan a ser vistas como potenciales delincuentes calculadores que cometen crímenes de bagatela sólo para satisfacerse y para causar daño a la sociedad. Por lo tanto, las penas que se les aplican a las personas con este perfil suelen tener un carácter más punitivo, represivo y severo. Por eso “el sistema penal se convierte en una herramienta fundamental de control social, que tiende a prevalecer sobre las instituciones de seguridad social del Estado en el tratamiento de grupos sociales marginales” (Ariza e Iturralde, 2012, p. 28).
El giro constitucional y social y sus efectos contradictorios: Características y cambios en el espectro político, jurídico y económico de las últimas décadas.
La justicia penal en América Latina tiene como características que es represiva con las clases marginadas (Ariza e Iturralde, 2012, p. 19), hay un predominio por castigar delitos como la Bagatela (INPEC, 2016), existe un populismo punitivo que considera que el único castigo válido es la cárcel (Fernández, 2012) y carece de medidas efectivas para generar cambios, pues las tasas de reincidencia son altas (Caicedo, 2008, p. 8). Estas características no corresponden a un momento histórico en específico, sino que parecieran ser una constante.
En las últimas décadas en América Latina se ha venido modificando el sistema penal a través de cambios económicos, políticos, legales y sociales (Ariza e Iturralde, 2012, p. 17). Sin embargo, la adopción del neoliberalismo, del nuevo sistema penal acusatorio y las nuevas brechas sociales no han logrado mejorar la realidad de sujetos como Dolores (Ariza e Iturralde, 2012, p. 19).
La adopción del neoliberalismo se dio paralelamente en países de América Latina. En Colombia, por ejemplo, la apertura del mercado empieza en 1990 con el gobierno de Cesar Gaviria, quien redujo los aranceles del 33,5% al 14,6% (Revista Dinero, 2013). Más adelante, se perfecciona la nueva política con bloques comerciales como Mercosur, ALCA, CAN, entre otros. En México la apertura inició en 1986 con el ingreso al Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT). No obstante, el grado más alto de libre mercado lo consigue con la formalización del Tratado de Libre Comercio para América del Norte (TLCAN) (Dinero en Imagen, 2013). El neoliberalismo generó desigualdades entre sujetos como Dolores y los que han sido históricamente propietarios (Ariza e Iturralde, 2012, p. 19). El libre mercado predica igualdad, pero en realidad crea desigualdad, pareciera que los derechos individuales prevalecieran sobre los sociales (Ariza e Iturralde, 2012, p. 40).
Dolores no solo sufre hoy, ha sido víctima desde la colonia. A pesar de que hace poco se hizo un cambio, de un modelo inquisitivo a uno acusatorio, el sistema penal latinoamericano nunca ha beneficiado a Dolores. El modelo inquisitivo se caracterizó por tener una estructura jerárquica vertical, donde el juez concentra las funciones de investigar y juzgar, hay una limitación de los derechos, desigualdad de armas entre acusados, y tiene una visión paternalista del conflicto social (Oré & Ramos, 2008, p. 2). Por otra parte, el nuevo modelo social promueve la presunción de inocencia, los principios de oralidad, publicidad, celeridad, concentración e inmediación (Oré & Ramos, 2008, p. 6). Si bien la reforma ayuda a la protección de derechos, naturaliza la creencia de que la única solución a la criminalidad es la prisión – “populismo punitivo”. Si algo deja el sufrimiento de Dolores, es el entendimiento de que el castigo en cárceles no es la mejor alternativa para mejorar el problema; quizá se deba plantear una cultura de prevención de los delitos. Hay una voz que pide medicinas, no paños de agua. Las clases marginadas están cansadas de sufrir las injusticias del sistema, gritan ¡no más! Ellos no tienen la culpa de vivir en la bagatela.
Reflexiones en torno al panóptico general, a propósito del problema
La justicia penal en Latinoamérica implica contradicciones que dificultan un análisis simple que permita ver la diferencia entre el Derecho en los libros y en acción. En las últimas décadas procesos constituyentes han tenido lugar en Latinoamérica (Ariza e Iturralde, 2012), lo que algunos teóricos han llamado la tercera ola constituyente. En esta ola las Cartas Políticas han sido en principio democratizadoras en todos los ámbitos en los que un individuo social puede desarrollarse. Sin embargo, en el ejercicio de la justicia penal latinoamericana las cosas no han salido como lo habían esperado los constituyentes. El principio de igualdad de armas no es más que una ficción jurídica de individuos que parecen hormigas ante la maquinaria institucional que juzga delitos de bagatela de personas cargadas de estereotipos en función de los cuales proceden sus juicios.
La justicia penal en Latinoamérica está enferma, y parece estar quebrantándose cada vez más. Algunos aventajados, con capital social o económico, cuentan con los medicamentos para extirpar sus síntomas, esto es, presionar la administración penitenciaria. Otros menos afortunados, consiguen escasamente remedios para sobrellevar su padecimiento, pero están subyugados; es decir, están bajo la discrecionalidad los poderes internos de la prisión (Ariza e Iturralde, 2012). Finalmente está Dolores Guerra, está en aquellas personas pobres y desposeídas segregadas al interior de los muros (Ariza e Iturralde, 2012).
Dolores es víctima y victimaria de las fallas del sistema penal. Víctima de un sistema que a pesar de invertir $5.490 millones, entre los años 2013-2015, en el establecimiento carcelario de Bogotá (según Minjusticia, 2016, para la adecuación de infraestructura generando 168 cupos para el mes de junio de 2016, según lo muestran las cifras del INPEC), presenta un índice de hacinamiento de 55,3%, lo que permite deducir que la solución no se puede limitar a crear más cupos. Para entender el problema, es necesario retornar a la situación según la cual Dolores realiza una conducta desviada. Aquí, toma el papel de victimaria ya que naturaliza, quizá inconscientemente, los intereses neoliberales en pro de fortalecer los mercados.
Entonces, es posible situarla en tres momentos del proceso penal. En la fase de investigación, Dolores es capturada porque fue elegida para descargar el peso de la justicia sobre ella. No hay diligencia en la investigación de los casos, por el afán de las autoridades de mostrar resultados numéricos. En este mismo escenario, se ve a una Dolores que no conoce sus derechos, no entiende el funcionamiento del sistema y se limita a conciliar para buscar el perjuicio menor.
Más adelante, durante el desarrollo del juicio, Dolores está frente a un sistema penal acusatorio latinoamericano bastante prematuro, que ha dejado de lado el modelo inquisitivo pero que, pese a la reforma, presenta crecimiento del índice de hacinamiento debido a que, según Yesid Reyes, “si la política criminal está centrada en meter gente a la cárcel, los cupos nunca serán suficientes”. Lo que permite afirmar que el problema va más allá del desarrollo de legislación y conjuntamente, que la contrariedad radica en la naturalización que los presos, los policías, los abogados, el Ministerio Público y los jueces otorgan a las inconsistencias del sistema. Como lo diría Arendt (1963), Dolores ha banalizado los deslices del sistema. Si bien no los comparte, los acepta sin mayor reparo.
En un último momento, cuando Dolores ha sido encontrada culpable por el juez, es condenada a pagar pena de cárcel por este delito, convirtiéndose en una interna más que contribuye al hacinamiento. Por su escaso capital, será recluida junto a todas las demás Imagen: tinta guerrerense Dolores, y sometida al régimen del “Cacique”, es decir, del jefe interno declarado de la cárcel. Como resultado de todo lo anterior es posible que Dolores recaiga en la categoría de una cifra, en el 42,4% de reincidencia para junio de 2015 (INPEC). Por oposición, si Dolores hubiera podido cumplir su pena por medio de trabajo social u otra modalidad, sus posibilidades de resocialización aumentarían, pues estaría siendo capacitada para realizar una función productiva para la sociedad.
Reflexión final
El sistema penal es un síntoma de la enfermedad que padece América Latina, a ciencia cierta, diagnosticar y recetar una medicina es un ejercicio absurdo pues en el mundo no hay dos casos iguales, y pretender implantar las soluciones que en el norte global le han dado a estos problemas podría traer efectos aún más negativos. Empero, es importante comenzar por ajustar ciertas falencias claras y evidentes como las que hemos probado y denunciado en este documento: la focalización en ciertos grupos sociales por parte del sistema penal, el populismo punitivo, la disparidad entre partes en el momento del litigio, el entender que “si en las cárceles no se puede proteger al delincuente como hombre, no se podrá curar al hombre como delincuente” (Tovar, 1968).
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