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Yo también fui anti

Para Mateo.
Esta vez, una estudiante aborda el tema de la tauromaquia desde su propia experiencia, sin intención de persuadir o articular una apología de la fiesta brava. Este artículo relata la apasionante transición de anti a pro de una persona que se atrevió a ir más allá de los perjuicios y salir de su zona de confort.

Por: Valentina Castillo Barriga. Estudiante de sexto semestre de Derecho. v.castillo13@uniandes.edu.co

Cuando fui a la Plaza por primera vez sentí como si me estuviera traicionando a mí misma, pues siempre pensé que tenía cierta empatía con los animales, que estaba en contra de su maltrato, y que claramente todo lo que ocurría en una corrida, en especial matar al toro, era un perfecto ejemplo de eso que yo rechazaba. “¿Cómo no va a ser cruel clavarle cosas afiladas a un animal, permitir que se desangre y luego matarlo con una espada?”–, eso era lo único que yo pensaba al respecto, no tenía idea de qué eran esos artefactos, de cómo los usaban los toreros (yo pensaba que en el ruedo sólo estaban los matadores), ni en qué momento lo hacían. Incluso, recuerdo cómo más o menos un año atrás había quedado espantada con el vídeo de una faena que uno de mis amigos me había mostrado; sin llegar a la muerte, bastó para aterrarme la sangre que brotaba del morrillo del toro decorada con las banderillas que parecían celebrar semejante barbarie. En fin, es cierto que en mi cabeza era un espectáculo desagradable, pero nunca llegué a extremos: no se me ocurrió untarme pintura roja en el cuerpo y pararme al frente de la plaza a gritar eslóganes animalistas e insultos contra los taurinos. Por esto me causaba mucha curiosidad, no sólo lo que pasaba en la plaza, sino cómo iba yo a reaccionar cuando el torero entrara a matar y en efecto, matara.

Entonces, ¿qué era eso tan malo, tan reprochable que iba a hacer? Iba hacia la plaza de toros, gracias a la curiosidad que me causaron las protestas, y a la invitación de un amigo “pro”. Entré a la plaza, sonaron los clarines, más tarde la banda, y eventualmente la gente: el Olé. La plaza tiene una energía particular que no puede transmitir otra cosa distinta a la emoción, expectación y, hay que decirlo, felicidad. Pero no se trataba de una felicidad simple o tosca, sino una felicidad con ocasión a una ceremonia y parte de la misma. Todo el mundo sabía lo que estaba pasando, conocían el ritual y disfrutaban cada uno de sus momentos. Yo algo sabía gracias mis amigos y a una corta investigación. Sólo miraba o trataba de mirar alrededor, sin entender mucho. Son muchas cosas pasando al tiempo, que buscan ocupar la mente para que ésta les encuentre un sentido. Me gustaba lo que pasaba: los pasodobles que alegraban la tarde de sol, los trajes de luces de los toreros, los alguaciles y sus caballos, y no menos importante: la vista hermosa de La Santamaría desde adentro, con los cerros y las Torres del Parque completando el cuadro.

Tanto me entretuve con los banderilleros, los caballos, la banda, los movimientos de los toreros, que ni me di cuenta de cuando mataron al primer toro. Saltó el torero y la plaza aplaudió. “Ya”, “¿ya qué?”, “ya mató”. Me tomó un momento darme cuenta de lo que estaba pasando. Adentro la puntilla y salió el toro del ruedo arrastrado por las mulas. Así fue mi primera muerte de la tarde. “Bien, no entré en pánico, no hice el ridículo”, pensé. Murieron otros cuatro e indultaron a uno, lo que no es usual. Podía ser una buena señal. Es interesante el concepto mismo del indulto: se le perdona la vida al toro. Pero ¿la intención no era torturarlo y matarlo? Podía ver que no. El indulto es la muestra más clara (aunque no la única) de que lo que ocurre en la plaza es también una celebración de la vida y la bravura del toro de lidia, que si resulta ser “excepcionalmente bueno”, sale aplaudido del ruedo a la espera de curaciones y una adecuada recuperación.

Salí de la plaza, y en vez de sentirme menos culpable, me sentí peor. No solo había ido a una plaza de toros a ver una corrida, acto “despreciable”, sino que lo disfruté. ¿Estaba ahora del lado de “los malos”? ¿Cómo era que la muerte de un animal –realmente de cinco– podía resultarme agradable? No contenta con esto, volví el fin de semana siguiente. Ya no era la primera vez; podía concentrarme más, pues existía una cierta comodidad que, sin ser completa, trasmitía calma. Me volvió a gustar y el sentimiento de culpa desaparecía poco a poco: dos veces en la plaza y no me había ido al infierno.

Después de la última corrida ya era seguro: me gustó la fiesta brava y estaba no solo dispuesta a volver, sino ansiosa por hacerlo. Tenía que salir del clóset, ese que construyó la cultura de lo políticamente correcto, que tanto desprecio, pero que había llegado a afectarme. Y sí, fue un “U-turn”, un giro de 180º: de anti a pro. Y no me avergüenzo de haberlo vivido. Evitarlo significaba, de alguna manera, aceptar la ignorancia y reivindicar la soberbia antitaurina que había logrado contagiarse tras los esfuerzos de los políticamente correctos, y otros oportunistas que se apoderaron de la causa animalista (que tiene argumentos interesantes y mucha nobleza, pero no sabría qué tanta “razón”). ¿Rechazar ir a una corrida sólo porque algunos dicen que es “malo”? No me lo hubiera perdonado. Si uno cierra su mente a algo, lo que sea, basándose en perjuicios y simples opiniones que son “populares” o “las normales”, lo único que logra es dejar de aprender, encerrarse en una zona de confort, y dejar de crecer. Creo que no estaba dispuesta a eso.

En este momento me sigo sintiendo culpable, pero ya no por ir a una corrida, sino por dejar que otros en algún momento me dijeran qué pensar: la gente en las redes sociales, los medios de comunicación, incluso familiares y amigos “anti”. Para mí, el problema es afirmar categóricamente que la tauromaquia per-se está bien o mal. ¿Quién lo decide? Es un debate circular inundado de sentimientos, falacias y juicios de valor, y vaya uno a poner de acuerdo a personas que tratan de entenderse así. Sabía que la ida a la plaza me iba a costar reclamos, insultos, comentarios ofensivos e incluso “amistades”. Me dijeron que lo hacía por rebeldía, por moda –esto fue lo único que me molestó–, y por mala persona. Los taurinos no son criminales o malas personas por ser taurinos, aunque la policía de lo correcto así lo quiera mostrar. Y puede que en un principio, sí haya sido un “acto de rebeldía”: detesto la cultura de la corrección política. Las protestas y su intolerancia me llevaron a la plaza, no voy a mentir. Pero la fiesta me convenció y me hizo reflexionar, no sólo sobre el mundo taurino, sino sobre los debates que inundan la vida pública de nuestra sociedad, en los que todos los que opinan creen tener la razón. ¿En verdad la tienen? ¿Por qué la quieren tener? ¿Les es útil tenerla? ¿Por qué en esos temas? ¿Por qué usando violencia? ¿Qué hemos hecho mal para que tener una opinión contraria a la que es popular se haya vuelto tan reprochable? ¿Cuál es el problema de “dejar al otro ser”? Podría seguir con preguntas similares.

Como lo dije al principio, no quiero defender la tauromaquia, ni convencer a nadie de que vaya a una corrida, y mucho menos de que adquiera el gusto por ello. Prefiero vivir y dejar vivir a cada persona como prefiera. Considero que es de la mayor importancia respetar las opiniones y decisiones personales de otros, en especial si éstas no causan daño. Si hay aquí una invitación por hacer es a reflexionar. A pensar en el respeto, la tolerancia, el sano debate, la diversidad, etc. Tantos valores que muchos predican, pero que evidentemente no aplican.

Dicho esto, sólo me queda agradecer a aquellas personas y circunstancias que me invitaron a ser parte de la cultura taurina, a querer saber más al respecto y a disfrutar de todo lo hermoso que la tauromaquia trae detrás, además del hecho de conocer, de salir de mi ignorancia, y en especial de aceptar una parte de mí que no conocía. El arte, entendiendo la tauromaquia como tal, acerca al ser humano hacia sí mismo y a su ser más profundo, invita a aceptarse y a cuestionarse, permitiendo dar algunos pasos hacia la felicidad. No fue una coincidencia que la temporada taurina de la reapertura de La Santamaría se haya llamado “Temporada de la Libertad”, y no es una coincidencia que a tantos les moleste todo lo que significa el toreo. Así las cosas, quedará esperar con ansias la temporada 2018.

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Cultura

Un comentario sobre "Yo también fui anti" Deja un comentario

  1. Valentina

    Las nieblas grises y humedas de mis ojos y un nudo continuo en la garganta me impedian ver las hiladas palabras de tu reflexión.

    Tu motivado artículo constituye un diálogo necesario entre las generaciones y nuestra tradición.

    Pensaba mientras mi emoción me embargaba que la belleza que tu relato describe y su emoción es digna de ser admirada por cualquier ser humano. Y mas nuestros bellos y bellas jovenes.

    Esa sintesis bien narrada solo comparada con las hermosas columnas de Caballero será en adelante una de mis referencias mas queridas para argumentar que la humanidad puede perder la belleza del toro bravo para siempre por la paradoja tierna de preservarlo y perder para siempre el ritual de cada tarde de fista brava de celebrar la vida

    Gracias por la buena pluma

    Por los prejuicios

    Y los perjuicios

    Y nos vemos en cualquier plaza de tientas

    Ha sido mi hija Sara quien a la tierna edad de 9 años fue a la plaza y por la mala tarde de un diestro en la suerte de matar se decidió antitaurina y cada vez que ibamos a temporada se quedaba en casa quien me compartió tu artículo artículo y es ella misma que sin ser anti o se declara políticamente incorrecta.

    Como dijo un pensador frances en una sintesis bien lograda de la modernidad :los toros son el futuro

    Gracias

    Me gusta

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