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Crónica de una paz anunciada

Por Andrés Ortiz, Estudiante de Pregrado en Derecho de la Universidad de Los Andes/ Especial para AlDerecho.
Cientos de personas levantaron en la plaza de bolívar un campamento para mostrar al gobierno su inconformidad con respecto a la incertidumbre que vive el país.
“Uy parce, ya toca reubicar las carpas” – me dice Mario con ese tono galloso y gentil
que lo caracteriza. “¿Se le mide a ayudarme a correr la mía que es re-grande?” Los lentes de sus gafas reflejan la luz que tenebrosamente ilumina la plaza. Lleva un abrigo pomposo que lo cubre hasta las canillas y un gorro al mejor estilo peruano. Su cara, pálida, es decorada por una barba desarreglada. “Sí, hágale”, – le respondo. Con sus compañeros, dos gemelos de barba y pelo cogido, la movemos desde el frente del Palacio de Justicia hasta la esquina entre el Palacio Arzobispal y el Congreso de la República. Fue ahí, en un espacio de 150 metros cuadrados, donde el distrito autorizó el levantamiento el campamento. Confiado de que puedo mover la mía solo, la agarro de la base y comienzo a caminar hacia el sur. “Puta, esta vaina pesa” – me digo a mí mismo soltando la carpa a mitad de camino. Imitando a un hombre que pasa a mi lado, la sujeto de la cruz formada en la parte superior por las varas que la estructuran y sigo. Avanzo 15 metros y oigo un crujido al tiempo que siento un pinchazo en la palma de mi mano. Frustrado y maldiciendo, logro llegar a la esquina de la plaza. Con la luz de una linterna, usando cinta transparente y un pedazo de cuerda que de milagro traía Mario, remiendo la vara rota. Mi mayor preocupación era la posibilidad de que la carpa colapsara con la lluvia bogotana. Según el pronostico del clima, tormentas eléctricas eran de esperarse. “Pues perro, en últimas puede dormir con nosotros que ahí hay harto espacio”, – sugiere Mario entre risas. A mi alrededor, carpas grandes, pequeñas, improvisadas y profesionales van consolidando el campamento permanente por la paz. La gente, aunque cansada ya por el largo día, se ve feliz, esperanzada. Se nota en sus miradas que están convencidos de lo positiva y significativa que es su causa. Están dispuestos a aguantar frío, lluvia, sol, hambre e incomodidad. No se moverán hasta que salga de La Habana un nuevo acuerdo.
Eran ya las 11 de la noche. No había visto jamás la plaza tan tranquila, ni nunca imaginé que pudiera estarlo. Además de nosotros no pasaba ni un alma, ni siquiera el indigente ocasional o las palomas que durante el día abundan. El frío empujó a la mayoría de los campistas a sus carpas. Germán, mi vecino de carpa, decidió quedarse. Se encontraba sentado en un pequeño banco de madera, leyendo el periódico.
–Buenas– le digo. Es un hombre de unos 60 años, poco pelo, expresión seria y piel oscura.
–Buenas, cómo me le va– me responde con tono acogedor y una pequeña sonrisa.
–Andrés
–Germán, mucho gusto.
Compartimos razones por las que estamos en el campamento, qué nos motiva y qué opinamos de todo esto. “Me gusta mucho que los jóvenes están tomando las riendas del país. Yo fui del movimiento estudiantil del 90, el de la séptima papeleta. Estaba un poco mayor que usted, pero también contribuí a la lucha”– me dice mirando al vacío.
–¿Ya tiene manilla pa la comida?
–No -le respondí sin saber de qué hablaba.
–Vaya mañana por la mañana a la carpa de logística que allá se la dan, pa que pueda comer algo. Yo me voy a dormir ya, fue un día largo. Estuve haciendo unas vueltas y también cosí un rato en el evento de hoy… además, está haciendo mucho frío”– me dice mientras frota sus manos una contra la otra para calentarse.
Sumando Ausencias. Así bautizó Doris Salcedo, reconocida artista colombiana, el homenaje que realizó hoy. Telas blancas con los nombres de más de 2000 víctimas del conflicto escritos en ceniza, cosidas a mano por miles de voluntarios. El resultado; una gran alfombra sobre suelo de la plaza entera.
Chaquetas, gorros y bufandas comienzan a perder utilidad. La brisa helada serpentea y aprovecha cualquier agujero para clavar sus dientes en mi piel. Su veneno la eriza y hace que mi mandíbula vibre haciendo que mi dientes choquen sin parar contra sí mismos. Pienso en matar la noche pero veo a una señora sentada a tres carpas de la mía.
–¿Qué tal? ¿Cómo va todo?– le pregunto
–Pues no sé. La verdad estoy sintiendo un aire como a negatividad– me responde frustrada y levantando las cejas.
Parece tener unos 50 años, lleva una ruana blanca que contrasta con su pelo negro. Sus labios siempre sonrientes le dan una expresión amable.
“Ahorita le di una vuelta al campamento y trabajé un poco en lo de Doris, y todo bien. Pero ahora me entra esta energía medio incomoda. A veces siento que aunque acá todos estamos por la paz, en realidad no hay mentalidad de paz. Todos quieren ser mejores que los otros. Siempre hay que sobresalir a costa de la humillación del otro”. No me da tiempo para preguntarle su nombre. Se despide tan pronto termina de hablar. Me dejó pensando aquello que dijo sobre la mentalidad de paz. Pueden firmarse todos los acuerdos del mundo, pero si no comenzamos a pensar en paz, jamás podremos alcanzarla.
Con el frío ya insoportable y mi cuerpo entero rogando por un poco de descanso, decido ir a dormir. Las gotas de lluvia que golpean mi carpa me despiertan. Ni el frio, ni el suelo de la plaza obstaculizaron mis horas de sueño. Son las 6:00 am. Afuera se escuchan llamados de algunos miembros del campamento. Piden ayuda para trasladar la comida y otras cosas que se quedaron frente al Palacio de Justicia. Intento volver a dormir pero mi conciencia me lo impide. Me pongo la chaqueta que durante la noche me sirvió de almohada y abro la puerta de mi carpa. Las paredes mojan mis dedos y cuando estoy saliendo, cae sobre mi cuello un chorro de agua helada que había estado acumulándose sobre el protector de lluvia. Más efectivo que cualquier alarma, el baño inesperado termina de despertarme. Hay ya bastante gente afuera. Entre todos organizamos una
cadena humana para agilizar el proceso de traslado. De vez en cuando se nos cae algo de las manos dada la constante llovizna. Frutas, pan, enlatados, té, chocolate, gaseosa, agua, ollas y hasta papel higiénico pasa por cada eslabón de la cadena. Pensé que me adelgazaría un par de kilos durante mi estadía. Sin embargo, las donaciones de la gente parecen llegar con relativa frecuencia. Al terminar, la lluvia estaba peor que antes. Decidí seguir la corriente y refugiarme en mi carpa. Ya comenzaba a cultivarse un olor extraño allí dentro, como a queso sin refrigerar, o a pecueca acumulada. “Bah, ni modo”–me dije. A un lado está mi aislante térmico y el sleeping bag. Al otro, mi maleta. Las paredes rozan mis brazos y mi espalda constantemente. Quitarme los zapatos o cambiarme de camiseta son procesos complicados. Es obligatorio dormir de medio lado con las piernas acurrucadas.
Pocos minutos después de que escampara, una voz femenina grita: “¡a desayunar!”. “Uy perrito, camine por pancito y chocolate”, dice uno de los gemelos en la carpa de al lado. Con mi estómago rugiendo, me acerco al puesto de logística. Es una de esas típicas carpas de mercado de las pulgas. 4 palos de metal que sostienen la estructura de un techo blanco triangular. Sobre una mesa hay vasos de plástico transparente con chocolate caliente que humea.
–Vea, acá hay pancito. Coja uno– me dice un hombre bajo, de barba y pelo oscuro. Hay pan blandito, de rollito, mogollas y mojicones.
–Gracias– le respondo cogiendo uno blandito. –¿Habrá frutica?–
Sí, claro. Ahí está– me responde una mujer de unos 55 años señalando una nevera azul en el piso.
Me retiro después de coger una pera y un banano. Desayuno parado y observo a los demás campistas que van llegando a comer. Hombres, mujeres, negros, blancos, mestizos, estudiantes, campesinos. Todos sonríen y se saludan. Nadie coge comida en exceso pues sabe que hay más gente que también necesita alimentarse. Exigimos paz y actuamos con paz. El campamento tiene 3 reglas fundamentales. No alcohol, no drogas y no sexo. Nadie las cuestiona. Al fin y al cabo vinimos a manifestar inconformidad, no a rumbear. Son las 9 y pronto debo salir a la universidad. De mi carpa saco una mochila con mi cuaderno, un par de esferos y un libro. Justo antes de salir, me doy cuenta de que
en la carpa de logística están registrando a los nuevos
campistas.
–Nombre– me dice una joven española con gafas y trenzas que parecen hechas en la playa de Cartagena.
–Andrés Ortiz
–Cédula
–1020815528
–¿Eres alérgico a algo?, ¿tienes algún tipo de enfermedad o necesitas algún tipo de medicamento específico?
– No
–Nombre y teléfono de un contacto de emergencia
– Maria Claudia Guzmán. 3158691315
–Listo
Me entrega una escarapela que tiene el logo del campamento, mi nombre, cédula y el número 62. Al respaldo, el contacto de mi mamá. Además, me da un protector de plástico que tiene un cordón verde para colgarla. “Tienes que llevar esto puesto siempre, si no, no puedes entrar al campamento”. Por último me dan un sticker con el mismo número de la escarapela. “Pégale esto a tu carpa donde se vea. Es para saber cuál carpa es de quién”. Al salir del campamento veo un letrero enorme que pintado en letras rojas dice CAMPAMENTO POR LA PAZ. Las vallas que encierran el campamento llevan puesta una bandera de Colombia en donde los transeúntes dejan mensajes de apoyo. No puedo evitar sonreír y tomarle una foto.
Hoy será un día agitado. Hay una marcha por y con las víctimas programada a las 3:30. Indígenas, afros, gitanos, raizales y campesinos. Todos llegarán hoy luego de días de viaje se congregaran en la Plaza de Bolívar. Como ciudadano que nunca ha vivido el conflicto en carne y hueso, tengo el deber ético de darles el reconocimiento que se merecen. Porque fueron ellos quienes durante 52 años dieron sus vidas, las de sus familias y las de sus amigos, por nosotros. Por unas horas ofreceré mi más sincero agradecimiento por el sacrifico que por más de medio siglo hicieron ellos.
Con la plaza a reventar, rendimos un sentido homenaje a todas las víctimas allí presentes. Estas responden con sonrisas y un par de lágrimas. Me siento hermano de toda esta gente. Siento que tengo su misma sangre y que somos hijos de una misma tierra. “¡Que viva Colombia! ¡Que viva la paz! ¡No más guerra!” – gritan al unísono miles de personas mientras suena una cumbia en los parlantes instalados para el evento. Escuchar la diversidad cultural y étnica de Colombia gritando por esta causa, materializa la esperanza de paz que creímos perdida. “La paz es con las mujeres, con las víctimas, con los campesinos, con los estudiantes y con el pueblo colombiano. Los políticos no pueden negociar nuestra paz, la paz es nuestra y nosotros debemos comenzar a construirla”– dijo uno de los líderes indígenas durante la ceremonia. Con la plaza ya hacía y la oscuridad alrededor, los campistas fuimos retornando a nuestro hogar. “Amigos y amigas, por favor todos dirigirse al centro del campamento para dar inicio a nuestra asamblea multitudinaria” – repetía a través de un megáfono la misma joven española del registro. Iván, un hombre de unos 30 años, bajo, con barba y gafas, dio inicio a la asamblea. Llevaba una ruana café y un sombrero del mismo color. “Llevamos casi dos semanas acá y hemos estado muy generales con nuestras exigencias. Tenemos que ser más concretos mañana en la rueda de prensa. Los medios están perdiendo interés. Propongo una precisión de los puntos en nuestro manifiesto”. La gente comenzó a sacudir sus manos en el aire. ¿Será que así se aplaude? –me pregunté. Continuaban las intervenciones, aparecían nuevas señas y yo más confundido. Finalmente una voz femenina y dulce le recordó a Iván que había nuevos integrantes por lo que debía recordar el significado de las señas. Así, aprendí que agitar las manos en el aire significa “totalmente de acuerdo”; hacer O.K. con la mano significa “suficiente discusión en cuanto a un tema”; girar los brazos, cambio de tema. Había señas incluso para vetar la decisión. Democracia del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Se procedió luego a la rendición de cuentas por parte de los comités. Comité de pedagogía, de seguridad, de comunicaciones, de logística y de convivencia. Cuentan sus planes para los próximos días  y lo que han hecho en los pasados. Atento, el campamento escucha. Pareciera como si la mismísima asamblea griega se llevara a cabo en el centro de Bogotá.
Es ya más de la una de la mañana y el frío golpea como nunca. Es difícil creer que hace unas horas a la plaza no le cabía una persona más y ahora, silencio absoluto. “Es importante descansar y cuidar el sueño – dijo Iván cerrando una pequeña libreta– por ello, doy por terminada la asamblea. Muchas gracias y que descansen.” Esa noche volví a dormir con almohada y sin chaqueta. Los ronquidos de un vecino, que parecían más bien graznidos de un oso pardo, y el frío, me impidieron pegar el ojo. Solo podía pensar en mi cama, o en algo que no me hiciera doler los huesos como el piso de la plaza. “ Parce, usted está muy cascado”–me repetían en la universidad.
A las 4 de la tarde había caído un aguacero torrencial que me preocupaba mucho. “Voy a encontrar mi carpa acabada” – pensé. Tan pronto acabé mi jornada universitaria me dirigí hacia la plaza. Caminaba cual competidor olímpico de marcha. Como quien siente al ladrón y mira de reojo al tiempo que acelera el paso. Mi carpa, aunque chueca, seguía firme. Fue ahí cuando conocí a Juan de Jesús Blanco, el dueño de la carpa frente a la mía. Un campesino que con su acento y su apariencia, no niega la tierrita. Como de 1 metro 60 y 52 años, a Juan se le nota la humildad y la confianza en la mirada. Tiene las manos gruesas de arar la tierra. Pegando la lengua al paladar al pronunciar la “c” y la “s”, Juan comienza a contarme su historia. “ Yo soy nacido en el municipio de Cáchira en Norte de Santander. Me considero una persona aventurera, luchadora y trabajadora. Tengo ideales de paz y de justicia social para todos los seres humanos”– me dice orgulloso. “El sueño mío– cuenta Juan con su cara iluminada por sol de las 6 de la tarde– es que todos tengamos igualdad de condiciones, no la discriminación que está. Quiero conocer gente para recoger ideas para mi formación personal y para llevar a mi municipio.” Me contó de su “ proyecto ambiental campesino”, que pretende algún día presentar ante el congreso. Una empresa de reciclaje auto sostenible y amigable con el ambiente. “ En el futuro la empresa también se enfocará en el cuidado del agua. Limpiar y rescatar las partes medias y bajas de los ríos, donde el agricultor ha irrespetado el espacio de siembra. Lo que el campo necesita es que el gobierno invierta en la parte agrícola, debe buscar diversidad de cultivos y traer tecnología. –agregó Juan.
Esa noche no hubo asamblea ni había ninguna reunión programada. Conocí un par de estudiantes. Santiago, de la Javeriana y Andrea, del Rosario. “Me alegra ver gente de mi edad, acá todo el mundo es mayor y no tengo muchos amigos”– les dije entre risas.
–Cuánto tiempo van a estar? –les pregunté
– Sólo hasta mañana- me respondió Andrea, de gafas, pelo corto y huequitos en los cachetes al sonreír– ¿tú?
– También hasta mañana, pero estoy acá desde el martes– Ush, mucho loco– intervino Santiago, sonriendo. Lleva una cámara profesional colgando. Toma fotos constantemente.
Llegaba la noche y con ella el cansancio, decidí ir a mi carpa temprano e intentar dormir un poco. A eso de las 10 recibimos la excelente noticia de que el presidente había anunciado la extensión del cese bilateral hasta el 31 de diciembre. “¡Tenemos navidad en paz!”– escuché gritar a alguien en el campamento. “No fue en vano toda esta semana”–pensé. Por la lluvia, salieron muy pocos a celebrar la noticia. Decidí permanecer en mi carpa y esperar al sueño.
Viernes 14 de octubre. Hoy termino mi estadía en el campamento. Siento que hice parte de un movimiento que pasará a la historia. Uno del cual le hablaré a mis hijos y a mis nietos, y que recordará el país entero. Me llegaron mensajes de mis amigos y de mi familia durante toda la semana. “Perro, si necesita cualquier cosa me avisa, qué chimba que esté allá”, “¡Te felicito mucho, Andresito!”. Incluso la abuela de una amiga me mandó una nota de voz expresándome su apoyo. “ Hola Andrés. No te conozco, pero ¡te felicito! por tu participación en esta hermosa… eh m, ¿cómo se llama?… iniciativa, que sigas para delante porque es el futuro de ustedes lo que vale, por lo que tienen que luchar”. Escuchar la voz ronca y sincera de una desconocida de unos 75 años, me llenó el corazón. Me confirmó aún más que si los jóvenes no asumimos la dirección de nuestro propio país, NADIE va a venir a salvárnoslo, decía Jaime Garzón. Son las 8:00am y con mi maleta al hombro, abandono el campamento.
“Impedid, señor Presidente, la violencia. Sólo os pedimos la defensa de la vida humana, que es lo menos que puede pedir un pueblo. En vez de esta ola de barbarie, podéis aprovechar nuestra capacidad laborante para beneficio del progreso de Colombia.”
Imagen obtenida de: RCN Radio

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