LOS RINCONES DE LA GUERRA

Por: Lady Natalia Gutiérrez Tovar, estudiante de cuarto semestre de Literatura. ln.gutierrez@uniandes.edu.co
Después de todo, mañana es un nuevo día
Margaret Mitchell
“¿Qué? ¿Este ya está muy herido? Ya toca es terminarlo de matar…” Era una de las tantas frases que alcanzaba a escuchar desde el otro lado de la puerta Yesenia Tovar, una niña de 14 años que en ese entonces cuidaba todas las noches a Doña Felisa, una vecina de avanzada edad. Ahora, 18 años después, es la misma niña que relata con voz fuerte y segura la amarga noche del 16 de noviembre de 1999 en el municipio de Baraya, Huila.
El verano no cesaba hacía seis meses y como de costumbre Yesenia se dirigió a la casa de Doña Felisa. Todo transcurría normalmente a pesar de que hacía algunas semanas corría por el pueblo el rumor de una posible toma guerrillera.
Se acostaron ambas al llegar la noche pensando que abrirían sus ojos con la luz de un nuevo día. No fue así. “El primer cimbronazo me mandó al suelo”; dice mirándome fijamente. La casa se movía tras cada explosión como si se fuese a caer. Las puertas se abrían y cerraban a su antojo y como toda una misión titánica, aquella niña de 14 años las sostenía para que los guerrilleros no fueran a entrar…
En ese mismo instante, tres casas más abajo, Maira Tovar escuchaba entre sueños lo que serían disparos y la voz aterrada de su madre llamándola: “Maira, Maira… Escuche, escuche, se metió la guerrilla” y Elvia Cardozo caminaba hacia su casa cuando el primer “totazón” la sorprendió. Este es tan sólo el principio de la noche más aterradora en la vida de estas tres mujeres.
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A su corta edad, Yesenia Tovar ya ayudaba con el aseo en la Alcaldía Municipal de Baraya, un municipio ubicado al norte del departamento del Huila. Siempre notaba que, entrada la noche, tres o cuatro policías resguardaban el lugar desde el 16 septiembre de 1999, cuando mataron en su propia casa ubicada en el barrio Turbay a Jorge Eduardo Medina, el alcalde del pueblo, dejando con ello temor, zozobra y la advertencia de una toma guerrillera pasados tres meses.
Como de costumbre, Yesenia dormía todas las noches fuera de su casa para cuidar a Doña Felisa, una ancianita cachaca, delgada y elegante que vivía a pocas casas de la suya. Esa noche, como todas las demás, se acostaron temprano.
Hoy, a sus 32 años, está dispuesta a contar su historia. Habla fuerte, claro y cada palabra que dice la enfatiza. Es corpulenta y su corto cabello rubio la hace sobresalir de las demás mujeres.
—El primer cimbronazo me mandó al suelo—, dice sin quitarme la mirada. Eran aproximadamente las diez de la noche. Un montón de disparos se empezaron a escuchar a lo lejos y cilindro tras cilindro hicieron que la casa amenazara con caerse. El constante repiqueo de docenas de botas de caucho al frente de la casa aumentó el temor de esta niña que no encontró más salida que sostener la puerta para que no se fuera a caer ante ellas, mientras que, Doña Felisa se aferraba en oración bajo la cama.
Toda la noche los pensamientos de Yesenia sólo podían evocar a su familia. —Tengo un hermano policía, en el pueblo todos lo saben y mi mamá y mis hermanos tenían el riesgo de sufrir un atentado—, expresa mientras mira sus manos, creo yo con la misma angustia e impotencia que sentía en aquel momento.
Faltan palabras para describir el segundo a segundo que se viven en momentos como este. Todo lo que pudo hacer esta niña fue guardar silencio toda la noche, sostener las puertas de esa casa a medio caer y esperar a que todo terminara. Así, sin más. Esperar.
La mañana siguiente vino acompañada de imágenes perturbadoras que hacen que Yesenia cierre sus ojos cada vez que trata de recordarlas. “Al otro día se encontraban las cabezas de los guerrilleros en el parque central porque se mataban entre sí pensando que eran el enemigo”, manifiesta con cara de desprecio y un tono de voz más bien singular. —¿Cómo así que se mataban entre sí? —, dije un poco sorprendida. —Sí, resulta que la guerrilla reclutó en otros pueblos muchachos como de 15 años para la toma de esa noche —, me dice esta vez con cara de tristeza.
Comprendí que aquellos jóvenes también fueron víctimas de la guerra. El dolor y el terror siempre han estado en los dos bandos.
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—Yo estaba muy china, tenía 19 años en ese tiempo. Lo que más me gustaba era pasármela en el parque con mis amigas—, dice entre sonrisas que denotan picardía. Hacía dos semanas, Maira Tovar escuchaba rumores que en cualquier momento la guerrilla se podía meter y como precaución era mejor no salir a altas horas de la noche.
Pese a las advertencias, Maira salió con sus amigas ese 16 de noviembre, pero no demoró mucho porque en casa tenía un hijo de apenas 2 meses esperándola. Al llegar habló un rato con su mamá y se acostó al lado de su bebé, David. No había indicio alguno de que esa noche se convertiría en la peor de su vida…
Aún hoy en día no lo cree. Su voz y apariencia me hacen creer que sigo hablando con aquella muchacha que le gustaba salir al parque con sus amigas. Esa noche no logró robarle la alegría. Es risueña y muy habladora. Bajita, delgada y morena.
“Maira, Maira… Escuche, escuche, se metió la guerrilla”, la llamó su madre entre susurros y sacudones. —Cuando logré entender lo que sucedía quedé privada. El cuerpo no me daba para levantarme porque tenía mucho miedo—. Los cilindros estallaban uno tras otro y parecía que la casa fuera a desplomarse en cualquier momento.
En el patio de la casa se escuchaba mucha gente. “Guerrilleros que se comunicaban con otros por medio de radios”, asegura. Sentían tanto miedo Maira y su mamá que no hablaban. Todo era silencio. Silencio y señas.
—Hacía mucho tiempo no llovía en el pueblo, había un verano tremendo y por ese tiempo teníamos un muy buen padre, el padre Carlos Alirio Parada—, manifiesta ahora con cierta tranquilidad en su voz. La gente empezaba a preocuparse por la sequía que vivían y el cura rogaba a Dios en cada misa que la lluvia volviera. —Recuerdo tanto que esa noche cuando empezó la toma, cuando empezaron a sonar las bombas, empezó a llover tan fuerte que no se sabía si eran las balas o los truenos que sonaban—, explica como si de un milagro se tratara.
Uno de los mayores objetivos del frente 17 de las FARC esa noche en Baraya fue acabar con el barrio Guarocó, ubicado detrás de la estación de policía del pueblo. Cientos de cilindros lo rodeaban esperando a ser detonados. Y como un milagro divino (o al menos así lo piensa la mayoría), la lluvia ayudó a mermar las consecuencias del ataque apagando las mechas de los cilindros.
Tal como lo recuerda Maira, pasadas las dos de la mañana empezaron a llegar refuerzos militares vía aérea. —El avión fantasma llegó y eso fue sólo bala corrida— dice —Llegó y en cierto modo nos tranquilizó.
La noche avanzó entre disparos, truenos y luces de bengala que alumbraban el patio y la cocina como si fuese de día hasta que todo cesó a eso de las seis o siete de la mañana. Se acercaron a la puerta en busca de respuestas: ¿Habían muertos civiles?, ¿Cómo estaban los policías?, ¿Cómo se encontraba su hermana de 14 años?, ¿Y la señora Felisa?…
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Al otro lado de la bocina, ese 16 de noviembre a eso de las 7 de la noche, Elvia Cardozo escuchaba a su hermana envuelta en llanto desde Bogotá. Los frentes 21 y 25 de las FARC se habían tomado ese mismo día el municipio de Dolores en el departamento del Tolima. Allí se encontraba su esposo y su hermano.
Al colgar, Elvia, así como estaba, se dirigió hacia la estación de policía del pueblo para buscar información sobre el ataque guerrillero en Dolores. —Llegando a la esquina de la estación empecé a ver a muchos policías ir y venir como… Como prevenidos—. Le respondieron que aún no sabían nada, que se fuera para la casa y que de camino por favor les llamara al policía León, que lo necesitaban de turno.
Ya llegando, a pocos pasos de su casa, Elvia sintió un fuerte sacudón seguido por múltiples disparos… —Cuando llegué a la casa me asomé por un pedazo de vidrio roto que había en la ventana—, dice acentuando cada palabra con movimientos rápidos en las manos.
—Mire, mire, hay mucha policía—, le dijo a su marido.
—Qué va, esa no es la policía. Es la guerrilla—, le respondió con temor en su voz.
—¿Y usted cómo sabe eso?
—¿Acaso no ve? Tienen botas de caucho.
18 años después, Elvia se ha convertido en toda una señora de 50 años que ve la vida pasar desde una silla mecedora. Parece que nada le roba la calma. Usa pantaloneta y una camiseta amarilla que resalta a lo lejos. Habla despacio, despacio pero fuerte. Cada vez que habla me mira a los ojos, aunque de vez en cuando le echa una mirada al televisor y se excusa diciendo que la novela que pasan a esa hora, después del almuerzo, es muy buena…
—Las balas sonaban cada vez más duro— continúa —Y nos metimos debajo de las camas con los niños. Los disparos y los cilindros nunca dejaron de sonar. Cada vez eran más fuertes. Miles de trozos de madera volaron por los aires. Un cilindro cayó cerca y la puerta de la casa se destruyó por completo. Las ventanas se rompieron y todo el suelo quedó cubierto por una fina capa de vidrios rotos.
Alrededor de la media noche varios guerrilleros entraron a la casa; la tomaron como trinchera. Llovía, llovía como nunca antes. Desde el cuarto, Elvia temblaba del miedo. —De lo que más me acuerdo es del sonido que hacían los guerrilleros al juntar con sus botas todos los pedazos de vidrio regados en el suelo. Creo yo para no cortarse—, y esta vez su voz temblaba.
No tenía nada que decirle a Elvia en ese momento. Esperé. Ella ya no me miraba, tampoco al televisor. Miraba a la nada. Creo yo que reunía las palabras correctas para decirme lo que nunca olvidará de esa noche.
—Buenas noches, ¿durmiendo?, le dijo el guerrillero cuando entró al cuarto donde se encontraban.
—Sí, sí señor. Estamos durmiendo; contestó el marido de Elvia.
El furtivo diálogo entre el guerrillero y la familia Cardoso se dio en la madrugada. Después de eso todo se basó en la espera. La casa siguió siendo utilizada como trinchera hasta las seis de la mañana. Los disparos cesaron y todos empezaron a salir sus casas.
Las calles del pueblo relataron lo que había sucedido la noche anterior. Sangre, cuerpos mutilados, cilindros y muchos costales fueron encontrados en algunas esquinas de Baraya. El ataque dejó un saldo de dos policías muertos y uno herido gravemente.
Durante más de un año Elvia y su familia no pudieron dormir en su casa. Todos los días a las seis de la tarde se iban para la casa de unos familiares en un barrio cercano a dormir y al amanecer volvían al barrio Guarocó, donde se encontraba su casa. —Psicológicamente queda el miedo y la zozobra de que en cualquier momento esta escena vuelva a repetirse—, me dice esta vez con la voz quebrada.
Imagen obtenida de http://www.bbc.com
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