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Matar la esperanza: 24 Horas con un Líder Social Amenazado 

Escrita hacea crónica de resistencia, sobre la supervivencia en los lugares en los que el Estado no garantiza la supervivencia de sus ciudadanos. La historia de «Carlota», expone la situación de indefensión y vulnerabilidad que viven los líderes sociales, constantemente amenazados por luchar por sus comunidades.

Por: Carlos Beltrán, estudiante de Derecho y miembro del Consejo Editorial. cf.beltran@uniandes.edu.co

Confieso que viajaba a aquella región (de la que, sólo puedo decir, está ubicada al sur-occidente del país) con la mente en blanco. Sólo había leído algunos informes sobre el número de muertos, pero honestamente no entendía por qué los amenazaban; cuál era la finalidad; ¿qué ganaban con amenazar líderes sociales? Esos fueron los interrogantes que me propuse despejar al pasar el día con Carlota.

Nos recogió puntualmente a las 7am en el Hotel, conduciendo con firmeza una camioneta que aparentemente le había otorgado la Unidad Nacional de Protección. Por el camino pasamos a comprar pan en el pueblo; más tarde lo entregaríamos a los niños con quienes trabajamos esa mañana (los niños eran los hijos de las asociadas de la organización que dirige Carlota).

Carlota pasó la mañana de aquí para allá entre la oficina y el salón comunal de la vereda -donde se encuentra la sede de la asociación-, aproximadamente a 45 minutos del pueblo más cercano (allí están ubicados el Hotel y la panadería). Nosotros, como investigadores, nos encargábamos de comprar la comida y ellas se encargaban de preparar los alimentos como mejor les parecía; encimándonos su valioso tiempo que usamos para poder interrogarlas sobre todo lo que traíamos.

Mientras tanto, observé lo que siempre me ha sorprendido: la diversidad de las poblaciones afro y cómo su riqueza cultural va más allá de la forma de hablar o de vestirse. Ellos han convertido la resiliencia, la tolerancia y la capacidad de sobreponerse a las circunstancias más adversas en rasgos distintivos de su multiculturalidad, tan valiosos como los turbantes de colores (cuyos preciosos nudos y amarres intentaron enseñarnos sin éxito) y la gastronomía variopinta (y deliciosa).

 Después de poder disfrutar de la cultura, volvimos a la labor investigativa cuando, en la tarde, la líder nos presentó a las coordinadoras locales de su organización y nos permitió hablar un poco con ellas sobre sus historias y sobre el camino que habían recorrido para llegar a donde se encontraba.

A partir de ese momento, empecé a comprender realmente la gravedad e inmensidad del asunto en el que estábamos inmersos: el conflicto lo permeaba absolutamente todo en la región. La mayoría de ellas eran mujeres campesinas que se dedicaban tranquilamente al cultivo y el arado antes de la llegada de los paramilitares. Este grupo no sólo desplazó y torturó sin piedad a quienes se resistían, sino que tomó posesión de vastos territorios por medio de las armas; territorios a los que nunca más le permitieron volver. Como resultado del desplazamiento, los miembros de la comunidad formaron veredas en la marginalidad del pueblo: chozas de tabla y plástico que les permitieran sobrevivir un día a la vez.

En este punto ya tenía una cantidad de preguntas. Esperé pues, a la noche, para la cena con Carlota. Para llegar a esta tendríamos que recorrer, a oscuras y sin escapatoria, los 45 minutos de carretera que nos separaban del pueblo. El silencio al interior del carro era apabullante; el día nos había dejado tan exhaustos y tan impresionados por sus historias de vida, que nadie se atrevía a decir mucho. Sin embargo, yo, que no estaba dispuesto a irme sin entender todo y, convencido de que esta era una historia que valía la pena contar y visibilizar (por el berrenque y la valentía con la que habían vivido la vida estas mujeres), me armé de valor y empecé a preguntar. Por lo sensible del tema, resultó que, como me confesaron unos momentos más tarde mis acompañantes, mis preguntas los habían llenado de temor.

Lo primero que pregunté fue quién mandaba en la zona antes de que todo lo trágico sucediera y si realmente el Estado era quien impartía el orden. Carlota respondió que el Estado nunca ha sido ni es actualmente un interviniente determinante en cuanto a lo que el monopolio legítimo de la violencia se refiere, pues ha sido incapaz de establecer el Estado de derecho en el territorio. Además, me confesó que antes del auge paramilitar de finales de los noventa y toda la primera parte de los 2000, quienes mandaban eran los guerrilleros de las FARC. Si alguien tenía un problema con el vecino o había alguna deficiencia en la comunidad, tenían que apelar a su autoridad.

Me narró también cómo, desde al ascenso al poder de Álvaro Uribe Vélez, los paramilitares llegaron a la región con un pie de fuerza y un nivel de armamento nunca antes visto, en evidente y abierto connato con la Fuerza Pública, sin pudor. Ellos se ubicaron en lo que Carlota llama “el Cerro”, que, entiendo yo, es donde quedan ubicadas las minas de oro y carbón de la zona, junto al nacimiento del rio. Desde entonces, me relata, actuaron en connato con la Fuerza Pública hasta el año 2006, aproximadamente. Más tarde, haciendo referencia a la tan famosa desmovilización de los bloques paramilitares, cuenta que prevalecieron en la zona los mismos actores, con los mismos integrantes, pero “cambiando de uniforme”. Así, se quedaron en el Cerro, guarnecidos, protegiendo lo que les interesaba (los hidrocarburos), ahora bajo el nombre de BACRIM.

Pasé entonces a preguntarle qué era lo que les interesaba del Cerro y si el Estado no hacía nada al respecto. Carlota cambio a un tono de voz desesperanzado y resignado. Lo que los paramilitares -ahora BACRIM- hacían en el Cerro, era minería de oro ilegal a cielo abierto. Era un conflicto por recursos: ellos se desbocaban a contaminar el rio (vertiendo mercurio en alarmantes y peligrosos cantidad a la cuenca) en su afán por extraer la mayor cantidad de oro posible y lucrarse desmesuradamente. Por su parte, los otros “ellos”, el pueblo afro, se había intentado organizar para hacer oposición a esa explotación tan perversa que estaba acabando con los cultivos y con su salud; he ahí el comienzo de la historia de las amenazas.

Los miembros de la comunidad formaron consejos comunitarios y asociaciones que tenían la intención de permitirles la defensa legal de sus territorios. Como toda agrupación, tenían líderes que coordinaban las acciones y, a su vez, empezaron a interponer recursos judiciales. Esto marcó el inicio del calvario. El modus operandi, según me cuenta, es el conocido: sacan panfletos donde señalan individuos directamente y les dan un tiempo determinado para abandonar el lugar, so pena de una muerte dolorosa. Aun así, los líderes no abandonan, no solo porque allí tienen sus casas y sus familias y fuera del territorio estarían condenados a la indigencia, sino porque, además, son conscientes de que, si abandonan, sus compañeros perderían el impulso moral, la batalla por lo que es correcto en este mundo de absurdos, y nadie se atrevería a continuarla.

Así, se quedan impertérritos, trabajando sin descanso día tras día, en una crónica de muerte anunciada. Hasta ese momento (finales del año pasado), en ese territorio específico ya iban 3 líderes asesinados y, además, Carlota está amenazada. Según entiendo, la única defensa civil que ha funcionado en ese departamento es la Guardia Indígena, que, con un mayor o menor grado de efectividad, ha mantenido a raya a los alzados en armas al tiempo que gobierna con cierta eficacia sus territorios. Desafortunadamente, la Guardia Indígena no es suficiente para protegerla, ella no es “una de los suyos” y no habita en su territorio; debe arreglárselas sola.

Al final, concluyó con lo más espeluznante de todo, aquello que me negaba a creer pese haber visto clase con Julieta Lemaitre y haber leído a Stathis Kalyvas2: la siniestra mano negra no está dirigida de forma autónoma por paramilitares, aquí los terceros y los privados tienen una responsabilidad incuestionable. Carlota está convencida de que las petroleras y las grandes empresas mineras financian a los armados, que fungen como guardaespaldas privados que les protegen de otros actores, les garantizan estabilidad y duración de calidad de la explotación del territorio, mientras acallan forzosamente a todo aquel que se atreva a hablar en contra de lo que sucede.

Los líderes no son asesinados al azar, me comenta, son eliminados deliberada y estratégicamente por los armados que actúan en complicidad con las mineras que explotan de forma fraudulenta los recursos sin importarles los “daños colaterales”. Además, actúan bajo la aprobación tácita de un Gobierno que se cruza de brazos, observando cómo caen, uno a uno, como moscas, todos aquellos que se atrevieron a levantar la voz y luchar con lo poco que tenían, por lo mucho que estaba en juego: su territorio y el bienestar de su comunidad, su pueblo, sus hijos.

Hoy en día, he aceptado las afirmaciones de Carlota como ciertas, no solo porque son las más razonables y plausibles, sino además como resultado de un proceso de profunda reflexión después de todo lo que observé y viví en el territorio. Tengo miedo, me invade el terror, porque he llegado a la conclusión que tanto había evitado: el texto que estás leyendo en este momento, a menos de que hagamos algo real para detenerlos, no es más que la crónica de una muerte anunciada. Al reloj le queda ya muy poca arena

El nombre original ha sido  cambiado  con  el  fin  de  proteger  a  la  líder  social  protagonista  de  esta  historia  y  el  lugar  ha  sido  dejado  en  la indeterminación,  de  forma  deliberada,  con  el  mismo  propósito.  El presente documento  es  resultado  del  trabajo  de  campo  personal  realizado por  el  autor  en  Noviembre  de  2017,  como  investigador  del  Centro  de Investigaciones  Sociojurídicas  de  la  Facultad  de  Derecho  de  la Universidad  de  Los  Andes,  estudiante  del  Semillero de  Investigadores. Agradezco profundamente al CIJUS, a María Angélica Prada y a Sthepania Yate por la maravillosa oportunidad.

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Zona Crónica

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