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El Basilisco

Para entender el presente es necesario mirar el pasado. En este texto descubriremos a uno de los líderes conservadores de mayor relevancia en el Siglo XX y cómo su discurso adquiere relevancia a raíz de los acontecimientos que actualmente vive el país.

Por: Pablo Mejía, Estudiante de cuarto semestre de Derecho. pablo.m2016@gi.edu.co

A menudo me encuentro pensando en el eterno retorno. Su fórmula me parece aterradoramente sencilla: con materia finita y tiempo infinito, las configuraciones de materia se repetirán en algún punto del tiempo. Pareciera que la historia sí está condenada a repetirse.

El 17 de junio de este año (a menos de que milagrosamente alguno de los candidatos arrase en la primera vuelta), estaremos celebrando una vez más la fiesta de la democracia. El pueblo será convocado a las urnas y elegirá un presidente. Este proceso, la transición pacífica del poder, nos recuerda que en algún punto la sucesión entre gobiernos estuvo contaminada por la violencia. Pocos recordarán que, por esas fechas, el 13 de junio de 1953, el general Gustavo Rojas Pinilla derrocó, en un golpe militar, a Laureano Gómez. Este último fue forzado al exilio, desde donde años más tarde decidiría el futuro del país en la pequeña ciudad española de Benidorm.

Gómez, apodado El Hombre Tempestad, inició joven su carrera política. A sus 20 años ya era vitoreado en las manifestaciones estudiantiles por sus fervorosos discursos en oposición al gobierno de Reyes. En 1911 fundó el diario La Unidad, desde el cual se decantaría en críticas al régimen de turno. Pues, si bien Laureano era un conservador, ideológico y de partido, nunca dispensó ataques contra sus copartidarios. En un discurso durante su época parlamentaria dijo: “Sólo me importan los intereses permanentes de la república. Por eso, hoy como ayer, mi voz se levantará contra las cosas grandes y las pequeñas que impliquen un atentado contra las instituciones, sin pensar en los amigos o los enemigos, porque en ese caso podría decirse que obré impulsado por el amor o por el odio”. Tal era que, junto con el liberal Alfonso López (su futuro rival), emprendió desde el Congreso una dura campaña contra el presidente Marco Fidel Suárez, que culminaría con su renuncia y con la consolidación de Gómez como una figura nacional.

Desde allí fue creciendo la leyenda detrás del hombre. Su habilidosa forma de hacer política y su brillante capacidad oratoria lo convirtieron en el líder indiscutido del partido Conservador. Impuso disciplina en las filas de la concentración que había perdido su hegemonía con la llegada de Olaya Herrera al poder. Quince años esperó paciente la jugada que le permitiría al partido regresar a la primera magistratura. Para las elecciones del 46 apoyó desde el periódico El Siglo la candidatura de Jorge Eliécer Gaitán en contra de la de Turbay, lo cual dividió al liberalismo. En una entrevista ese mismo año, El Hombre Tempestad dijo haber sostenido una conversación con Gaitán en la que afirmó que consideraba “profundamente nocivo y perjudicial para el verdadero goce de la libertad, que yo deseo para Colombia, el que se establezca una violencia tumultuaria que seleccione los que puedan salir a una tribuna pública a decir sus opiniones”. Gómez sabía que si aceptaba la candidatura que su partido le ofrecía, uniría definitivamente a los liberales. Por eso propuso como candidato a Mariano Ospina, pues no infundía sentimiento alguno así para las elecciones, los liberales entraron divididos y Ospina les arrebató el poder.

Pero el momentum que le había dado tal despliegue de estrategia no duró mucho. Con el asesinato de Gaitán, las relaciones entre él y Ospina se enrarecieron y Laureano dejó el país en medio de una ola de violencia sin precedente. No regresó hasta el 25 de junio de 1949, cuando fue recibido en la plaza de Berrío por una masa de ciudadanos que le aclamaban. En el discurso que pronunció aquel día, y en relación con la muerte de Gaitán, dijo:

“El basilisco era un monstruo que reproducía la cabeza de una especie animal, de otra la cara, de una distinta los brazos, y los pies de otra cosa deforme, para formar un ser amedrentador y terrible del cual se decía que mataba con la mirada. Nuestro basilisco camina con pies de confusión y de ingenuidad, con piernas de atropello y de violencia, con un inmenso estómago oligárquico; con pecho de ira, con brazos masónicos y con una pequeña, diminuta cabeza comunista, pero que es la cabeza; y así tenemos que el fenómeno mayor que ha ocurrido en los últimos tiempos, el 9 de abril, fue un fenómeno típicamente comunista, pero ejecutado por el basilisco. La cabeza pequeña e imperceptible lo dispuso, y el cuerpo lo llevó a cabo para vergüenza nacional”.

Gómez fue elegido presidente en 1950, pero su resquebrajada salud lo obligó a entregarle el poder a un designado. Cuando retornó airado, con la intención de poner el país en línea frente a matanza fraternal en la que estaba sumergido, el general Rojas se lo impidió desde el cuartel. Viviría desterrado hasta que Alberto Lleras lo sacó de su melancolía para proponerle el acuerdo del que nacería el Frente Nacional. Falleció en 1965, a sus 76 años, y fue enterrado, a petición suya, sin honores ni homenajes. Su tumba en el Cementerio Central de Bogotá, al lado de la de su esposa, está cubierta por una lápida sobria que sólo lleva su nombre.

El tiempo y la materia se confabulan para reproducir la historia: la tensión, la polarización y el rencor que en un pasado no tan lejano fueron la base de la gran violencia resurgen en víspera de elecciones. Aunque para Gómez el basilisco era comunista, sus palabras resuenan más allá de la simple ideología. No hay que temerle a la izquierda o a la derecha, como muchos pregonan a cada oportunidad. Hay que temerle al odio.

Veo hoy que la sombra del basilisco se asoma. Nuestro basilisco camina con pies de ignorancia y de mentiras, con piernas de indolencia y de arrogancia, con inmenso estómago populista, con pecho de ira, con brazos manipuladores y con una pequeña, diminuta cabeza belicista. No espero para estos comicios ni un ruido de sables ni el asesinato de un caudillo, pero me atemoriza la criatura que aún acecha en los corazones de muchos colombianos separándolos del camino de reconciliación cuyos visos apenas empezamos a esbozar. El odio es el basilisco y la espada es el perdón.

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