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Espejito, espejito

Los trastornos alimenticios son un flagelo que pocas personas logran dimensionar. La autora anónima no escatima palabras para describir con sumo detalle cómo ha sido lidiar con ese espejo acusador, aquel del que pocas se atreven a hablar.

Por: Estudiante de Derecho anónimo.

Por mucho tiempo me levanté preocupada por la hora; no sólo porque tendía a dormir de más, sino porque gastaba más de la mitad del tiempo que tenía disponible antes de salir a la Universidad mirándome al espejo; contorsionándome para que mi clavícula y mis huesos iliacos se pronunciaran y sobresalieran de la figura que tenía de frente. Cabizbaja, caminaba por el campus sintiéndome sobredimensionada, balanceando un exceso de masa de manera torpe y poco agraciada. Cada vidrio, ventana y superficie brillante se transformaban en jurados criticones que, con dolor punzan- te, me recordaban la robustez excesiva de mis piernas, mi exceso de cachetes, mis brazos de tía y mi genérica obesidad. A cada momento del día libraba batallas internas: coexistía mi férrea jación por bajar de peso —de forma que me obligaba a hacer dieta—, con una ansiedad insoportable y latente que me impulsaba a comer todo lo que pudiera para distraer el sentimiento de insatisfacción conmigo misma. La incompatibilidad de mis dos alter ego me destruían, consumiéndome cada minuto del día, pues mi vida giraba en torno al deseo de ser flaca y a la imposibilidad de serlo por no lograr dejar de comer.

Hace poco hablaba con una amiga que, aunque asombra- da por la pregunta, muy amorosamente me explicó cómo lleva a cabo su proceso de alimentación diaria, que, como imagino le pasa a la mayoría, es inconsciente y sencillo: siente hambre, consulta con su apetito, evalúa la variedad de alimentos disponibles, decide y come hasta sentirse satisfecha. Vivir con un trastorno alimenticio es muy distinto; comer es deFInitivamente tortuoso. Independientemente del tipo de trastorno, prevalece en todo momento del día el miedo a comer, la sensación de culpa por el hecho básico y necesario de alimentarse, y, por el contrario, el no comer produce una sensación de éxito y recompensa. Sin entrar a explicar los extensos factores de riesgo genético, coexistencia con otras enfermedades mentales y las causas ajenas a la siguiente, uno de los miedos que sublevan a las mujeres y generan este trastorno irracional es aquel a engordar. No sé qué tan raro o absurdo sea tal miedo, pues sé con certeza que muchas mujeres se esfuerzan por mantener una dieta estable y rutina de ejercicios para estar “en forma”, aunque no sé qué las incentiva a hacerlo. Lo que sí sé es que independientemente de qué nos motiva, por la naturalización del estereotipo de belleza femenina que retrata a la mujer flaca como la mujer perfecta, muchas dedicamos gran parte de nuestras vidas a parecer más como las modelos y menos a ser únicas y auténticas.

Creo que la exposición a estadísticas e información sobre los riesgos y presencia de trastornos alimenticios en la población colombiana se quedó en charlas informativas sobre salud que se daban en el colegio. Sin embargo, puedo decir que los trastornos alimenticios y la obsesión con la delgadez afectan indiscriminadamente a mujeres de todas las edades y estratos socioeconómicos. Esto lo sé dado que, además de tener las cifras disponibles (que indican que el 9,8 % de la población colombiana recurre a métodos extremos para bajar de peso de acuerdo a la Encuesta Nacional Nutricional de 2015), compartí almuerzos e historias con mujeres desde los 12 hasta los 42 años en un programa ambulatorio para personas con trastornos alimenticios. Estuve impactada por un largo tiempo; no imaginaba que tantas mujeres vivieran con la misma carga autoimpuesta de verse perfectas todos los días.

Los estereotipos de belleza han existido desde las civilizaciones más remotas. Sin embargo, la altísima exposición a redes sociales a través de las cuales la industria de la moda y la estética nos bombardean con imágenes de vidas y cuerpos perfectos ha incrementado significativamente la susceptibilidad de las mujeres a consumir productos y a hacer esfuerzos sobrehumanos por encajar en el modelo social y ser aceptadas. Desde las curvas “normales” de crecimiento para los niños, pasando por los comentarios sobre los cuerpos de las mujeres de nuestro círculo social, hasta la innegable tendencia de la industria de la moda a contratar modelos excesivamente acas, nuestro entorno está constantemente mandándonos el mensaje de que no somos suficientemente perfectas, acas, tonificadas o voluptuosas y que por lo tanto, no somos normales o merecedoras de aceptación. Básicamente, muchas tenemos como axioma que ser acas y lindas es un prerrequisito para ser felices. Lo que no tenemos en cuenta es que los medios sociales muestran realidades parcializadas, ya que la mayoría de sus usuarios se dedican a mostrar las experiencias positivas, felices y envidiables que viven (muchas de las cuales, son montajes). Lo más paradójico del asunto es que, según un estudio realizado por la Royal Society of Public Health y la Universidad de Cambridge en 2017, el uso de Instagram —principalmente—, junto con otras redes sociales, genera altos niveles de ansiedad, depresión y deterioro de la percepción propia, incluso para los publicadores frecuentes.

Para mí es claro que dejar de usar redes sociales no es una opción viable. Sin embargo, creo que es importante que hagamos un consumo más crítico, filtrado y consciente de ellas, de forma que dejemos de replicar en nuestra cotidianidad la discriminación subliminal que se dispersa a través de la publicidad. Aunque no parezca relevante, las conversaciones que incentivan las redes sociales sobre dietas, peso, figura, cuerpos, modelos y lo lindo o feo de una mujer influyen en la importancia que empieza a cobrar para la receptora del mensaje su físico, su percepción sobre ella misma y su valor como persona derivado de ello. Es importante que entendamos que los cuerpos que vemos en publicidad, pasarelas o fashion shows de alta costura son elegidos por los diseña- dores porque, en palabras de Kristie Clements, exdirectora de Vogue Australia, su cuerpo es el esqueleto que mejor se asemeja a un maniquí en el que el diseñador le puede dar la caída que desea a su prenda, no porque sea aquella la única forma existente de belleza. Tal vez deberíamos empezar por dejar el culto al cuerpo perfecto para dar paso a la aceptación de todos los cuerpos. Es posible; yo lo logré.

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