Entre el Escapulario y la Paleta

Un miembro del Consejo Editorial cuenta la historia de Johnny Bravo, un hombre sencillo quien emprende por su cuenta una labor titánica: regular el tráfico en una zona crítica de Bogotá.
Por: Javier Felipe Pachón Velasco. Estudiante de sexto semestre de Derecho y miembro del Consejo Editorial. jf.pachon@uniandes.edu.co.
Para Johnny y para todos los que viven del rebusque, con mi respeto y cariño.
Han sido varias las veces que voy camino a casa y lo veo en la esquina; a decir verdad, suelo tomar intencionalmente ese camino para poder cruzármelo. Supe de él hace un par de meses cuando, por primera vez, lo vi bailando en los andenes de Bogotá: ni su particular coreografía ni su efusivo timbre de voz logran pasar desapercibidos para quienes caminan o conducen por la carrera 69 con calle 79 de la capital colombiana. Hemos cruzado un par de palabras antes; siempre se acerca, me hace alguna broma y sigue cada uno su camino.
Apenas es medio día pero parecen las seis de la tarde. Como siempre, el clima en Bogotá es tan impredecible, y si llueve es probable que ya no esté para cuando llegue a verlo. Aun así, he tomado la decisión de intentarlo.
En el camino pienso en qué le diré cuando lo vea, cómo debo abordarlo para hacerle saber que sólo quisiera conversar un rato y entender la labor que ejecuta a diario. Para ser honesto, me he preparado mentalmente para ser insistente, pero reconozco que está en su derecho de negarse al acercamiento de un extraño. Falta poco para llegar y el cielo comienza a despejarse. Ojalá no se haya ido.
El tráfico está colapsado, estoy a un par de cuadras y he tomado la decisión de bajarme de mi transporte y seguir por mi cuenta, no hay tiempo que perder. Aunque mi visión es reducida, vislumbro a un par de metros un personaje con un chaleco verde en medio de los carros, sin duda debe ser él. Efectivamente, ahí está, obstaculizando a un SITP con una pequeña paleta roja que dice “Pare”, mientras permite que unos cuantos carros puedan entrar al trancón que se hace a falta de un semáforo. Todo pasa muy rápido, pero me da la sensación de que tiene más experiencia que muchos policías en este arte de regular el tráfico.
Lograron cruzar unos seis vehículos, se hace a un lado y se apresura a alcanzar al primero para recibir una pequeña retribución por la ayuda brindada, luego al segundo y así sucesivamente. Después de reclamar el dinero, regresa sonriente a su punto de inicio, va cantando y bailando con la alegría de un niño al comer helado.
— Buenas tardes, señor. ¿Qué tal va su día? — le dije un poco prevenido al acercarme.
— ¡Quiubo, hermanito! Yo aquí, haciendo plata como siempre, ¿y usted?
— [Risas] Muy bien, gracias. Me preguntaba si tiene tiempo para conversar un rato.
En su rostro pude entenderlo, ambos ya sabemos más o menos por dónde va el asunto de haberlo abordado. Logro verlo de cerca: mide un poco menos que yo [1.70m], es de contextura delgada y tez morena, quizá tiene unos cuarenta y tantos. Lleva puesto un chaleco verde, una gorra negra y en su mano el instrumento clave de su trabajo: la paleta del “Pare”.
— ¿La conversación es sobre marihuana? Porque yo sí fumo, pero no me boleteo por ahí — dice con su sonrisa pícara mientras aguarda mi respuesta.
— [Más risas] No se preocupe, no es sobre drogas, solo quiero conversar acerca de su trabajo.
— ¡Ahh bueno, así sí!
Johnny Bravo, así le gusta que lo llamen y así lo conocen en el sector. La explicación es “sencilla”: la seguridad con la que se expresa y lo que Rubén Blades llamaría “el tumbao que tienen los guapos al caminar”, lo hacen, según él, idéntico al galán animado con el que muchos reímos en nuestra infancia. Es evidente que este personaje no conoce el pánico escénico ni le genera el más mínimo temor hablarle a uno o a treinta transeúntes de cualquier estrato social. Tiene una retórica impresionante, tal vez de lo poco que aún conserva de aquellos semestres de Derecho que estudió en la Universidad Nacional. Aunque suene trágico, para Johnny no lo es, más bien lo dice con orgullo cada que le dan la oportunidad de revelar su faceta universitaria.
Su trabajo comienza a las 8:00 a.m. En la mañana se despierta, se arregla y toma los rudimentarios implementos de trabajo que necesita para desempeñar su labor: un silbato, la paleta del “Pare” y su chaleco reflectivo. Nada del otro mundo. Camina un par de cuadras y llega hasta aquella caótica intersección de la que todos se quejan, pero que para él representa una mina de oro que nadie ha querido explotar. De lunes a sábado, hasta las 9:00 p.m, por más de 19 años, aquella intersección lo ha visto imponer el orden entre el salvaje tráfico bogotano. No es una tarea fácil, sus pulmones no responden igual al frío de las madrugadas, ni sus piernas parecen resistir del mismo modo al intenso calor de las tardes como cuando era joven. Pero hay algo peor y es lidiar con los cerriles conductores:
— Todos los conductores son difíciles, pero si estuviera en mis manos, ¡los amigos amarillos [los taxistas] no deberían estar circulando por las calles! A toda hora con su afán, creyéndose los dueños de las vías, pasando por encima de los demás, sin cuidado de que uno está trabajando honradamente.
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Me dispongo a entender su trabajo y la escena se torna un poco cómica. Lo veo atravesándose con total naturalidad entre buses, motos, camiones, carros y, por supuesto, taxistas. Sin duda alguna es todo un experto, lo hace con tal seguridad que parece sencillo. No presta atención a los pitos de los carros porque sabe que hace parte de su trabajo. Para Johnny la seguridad social no ha sido ni es una de sus prioridades, el único seguro que necesita es el escapulario que lleva colgado en el pecho, con eso le basta y le sobra. En su trabajo es su propio jefe, hace décadas que no firma un contrato laboral y no tiene pensado hacerlo. Es feliz con su vida, los vecinos lo conocen y le brindan la ayuda que eventualmente podría necesitar. Además tiene un trabajo estable, vive cerca de este y recauda una muy buena cantidad de dinero al día, mucha más que un salario mínimo:
— Las buenas ideas siempre producen plata, yo tengo buenas ideas y eso me permite vivir como quiero y ganarme toda la plata que necesito. Mire [menea sus bolsillos y la pequeña mochila que lleva colgada en la cintura, al instante suena como si tuviera unas tres alcancías llenas] por plata yo no me afano, aquí está el negocio que necesito… y esto es apenas lo de hoy.
Realmente no me atrevo a preguntarle de cuánto dinero estamos hablando, pero entre risas me dice que cobra y recibe dólares, euros, yenes y oro, y que de 50 en 50 pesitos se han venido llenando sus bolsillos para vivir bien. Tiene un excelente sentido del humor, es sincero y extrovertido como pocos. Al mal tiempo buena cara; Johnny sabe que no todos tienen tantas monedas como él, y a los conductores que no retribuyen su trabajo les toma del pelo un rato.
— Una vez, Víctor Carranza [el famoso esmeraldero boyacense] pasó con sus camionetas y sus escoltas, le abrí camino y se mostró muy agradecido. Bajó la ventana y se disculpó porque no tenía plata en ese momento. Le dije que no había problema, le hice un par de chistes y seguimos como si nada, pero se notaba que el hombre estaba muy apenado. A los quince días volvió a pasar, no sabía que era él hasta cuando bajó la ventana y me extendió dos billetes de cincuenta mil, me agradeció y se fue. ¡Imagínese!
La conversación continúa y me deja saber que la tiene clara: el trabajo formal sólo lo necesitan aquellos que no tienen las suficientes buenas ideas o los que no quieren ganar más plata. Me presenta muchos ejemplos, entre ellos volvemos a Víctor Carranza y David Murcia Guzmán [el cerebro de la pirámide DMG], todos ellos “millonarios y sin un título académico”. No lo quiero interrumpir, él se refiere a estos personajes como a unos héroes y la convicción con la que lo hace está muy cerca de convencerme de que hay que buscar una buena idea antes que un trabajo.
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Ya ha pasado un tiempo y se está oscureciendo Johnny me dice que debe volver al trabajo porque está dejando ir la plata; toma su paleta, su silbato y retoma sus quehaceres. En la noche el ambiente parece todavía más caótico, los conductores, impacientes por llegar a sus casas, tocan el pito de sus carros sin escrúpulos. A los buses llenos de gente tampoco les gusta la idea de que este personaje se atraviese para que otros pasen, pero esto poco parece importarle; al fin y al cabo, alguien debe imponer el orden.
— No me va a creer, hace unos días pasó un coronel de la Policía, todo escoltado, y me vio trabajando y me admiró. ¡Un coronel de la Policía! Ellos saben que uno se la gana limpiamente y no le ponen problema y, que si yo no estuviera, esta cuadra sería peor de terrible.
Tal parece que se ha posicionado como un experto en temas de tráfico vehicular, eso sin mencionar que tiene respuesta para cualquier tema que uno le proponga. La experiencia que ha ganado entre los carros le permite comprender otros dilemas que aquejan a la ciudad: el tema de los colados en Transmilenio le parece vergonzoso, no tolera la gente que irrespeta las filas y está completamente seguro de que si hubiera más agentes del cambio, como él, esta ciudad sería un lugar mejor.
Ha llegado el momento de despedirnos, no negaré que siento satisfacción y un profundo agradecimiento, pero también me embarga una leve nostalgia a la que no le encuentro razón. Me dice que me acompaña a cruzar y ambos pasamos hasta una de las tantas cafeterías que hay en el sector. Se saluda con todos y me dice que cuando no viene a trabajar, los vecinos y los conductores se ponen bravos, la ciudad se enloquece y entonces, reconocen la importancia de su trabajo.
El apretón de manos fue más dramático de lo que pensé; además, le insistí para que pidiera unas onces y me permitiera mostrarle mi agradecimiento, pero se le notó algo escéptico a la idea y prefirió rechazarla. En fin, nos hemos despedido calurosamente y voy de camino a casa pensando en lo sucedido en el día de hoy. Reviso mi teléfono y me divierto escuchando un par de videos en los que sale Johnny hablando con la naturalidad de un actor de la farándula colombiana; incluso da la sensación de que le gusta que lo filmen y le hagan preguntas, habla directamente a la cámara y parece todo un profesional.
Por otra parte, ha sido un momento de reflexión profunda en lo concerniente a las prioridades y al concepto de felicidad que cada quien construye a su manera. El trabajo no es deshonra, suele decir mi papá, y quizá la informalidad no sea la alternativa más atractiva (no aportan a pensión, ni a salud, ni tienen un seguro de vida, etc.), pero tal vez Johnny Bravo tiene los pies en la tierra. Si hubiera más personas con chaleco bien puesto, escapulario en el pecho y paleta en mano, no sería todo perfecto, pero nuestras calles sí serían un lugar menos perturbador, más ameno, mucho mejor.
— Mi motivación muchas veces son los niños, los veo en las rutas escolares y nadie les cede el paso. No nos digamos mentiras, los policías están pendientes de colocar partes, pero de servir a la comunidad… de esos caballeros hoy quedan muy pocos.
Imagen: http://www.filmingbogota.gov.co/?q=es/node/2565. Plaza de mercado del barrio Las Ferias, calle 74B con carrera 69Q.
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