Malos hábitos

Por: Lina Munar. Estudiante de noveno semestre de Derecho y Opción en Literatura. lm.munar10@uniandes.edu.co.
Cuando me llegó la carta, lo primero que pensé fue en la llamada. Para cuando recibí la llamada, la hermana Claudia llevaba cuatro días desaparecida. Las monjas no desaparecen, me había advertido la hermana Genoveva, desde Quito. Era la directora de las Hijas de la Perpetua Misericordia de María en toda Latinoamérica y la primera persona a la que llamé el martes en el que la cama de la hermana Claudia amaneció vacía. Me parece entrar en aquella habitación ahora. La cama tendida, con las cobijas de lana dobladas, el armario y la mesa de noche vacías, las ventanas cerradas con las cortinas marrones encima, de tal forma que solo un finísimo rayo de luz entraba y caía sobre el piso de losa.
Cuando llamaron era viernes y de la hermana Claudia no se sabía nada. Había llamado a la familia que le quedaba en Cali, un hermano, que ni siquiera sabía que Claudia había entrado al convento. No pareció importarle cuando le conté, así como poco se inquietó cuando pregunté por el paradero de su hermana. Sin embargo, me dio un par de números de teléfono. Uno desconectado y otro que nadie contestó.
Era viernes y no tenía nada. Había esperado todo lo que había podido, y sabía que ya tendría que llamar a la Policía. ¡Un policía entre las Hijas de la Perpetua Misericordia! La sola idea parecía desquebrajar los cimientos de nuestra ya precaria institución. Cuando me convertí en abadesa supe que aceptaba una situación delicada, pero no supuse que sería yo quien le diera la estocada final. Sin embargo, ese mismo día llegó la llamada.
—¿Madre Superiora?
Sentí como si se hubiera bajado la temperatura en la habitación. La llamada no estaba entrecortada y no había estática, pero tenía que haberla, porque de lo contrario, aquella voz…
—Madre Superiora, no se preocupe más por mí. Yo, yo estoy bien.
Presioné el auricular contra mi oreja. Me sentía sin palabras, sin aliento.
—Lo que pasa es que no, mirá, esto no era la mío. Nunca lo fue. Ahora estoy bien, me fui para la costa, lejos de ese frío de las montañas. Pero quiero que sepa usted, usted y todas, que estoy bien. Que les agradezco de todo corazón. Que no me busquen más.
Y colgó. Me quedé quieta, con el auricular en la mano. Me latía el corazón como si acabara de correr una maratón. Habíamos encontrado a la hermana Claudia.
Tendrá que entender que eran otras épocas, no tenía forma de devolver la llamada ni sabía desde dónde se había hecho. Lo único que podía hacer era buscar posibles conocidos de la hermana Claudia que vivieran en la costa. Alguien que me dijera que ella estaba bien. Le pregunté a las hermanas.
—Seguro tenía amigos por allá —dijo la hermana Rosa—. La hermana Claudia tenía amigos por todos lados.
—Amigos —refunfuñó la hermana Brígida—. ¿Así les vamos a decir ahora?
Había sido tajante, como lo era siempre que se mencionaba la vida de la hermana Claudia antes de entrar a la orden.
—Se sabía que esto iba a pasar tarde o temprano —continuó Brígida—. Una vez entregada a la vida del pecado, no hay salida. Y mejor así, que se haya ido antes de que pudiera meternos en un escandalo. Por mi parte prefiero no saber nada de ella, que siga por allá entregada a sus vicios y a sus amigos, que por acá estamos me—
—Creo que es suficiente, hermana —intervine antes de que Brígida siguiera con la diatriba.
La hermana Brígida estaba a punto de cumplir los ochenta años y había sido la abadesa anterior, lo cual la había convertido en mi mayor crítica. Era quizás la mayor crítica de todas, pues en sus cincuenta años de vida en el convento, no había ni una sola monja, novicia o abadesa que no hubiera sido objeto de sus furias. Sin embargo, se había ensañado especialmente con la hermana Claudia, incluso antes del incidente con el padre Jorge.
—Si se les ocurre algo —continué—, quizás algo que la hermana Claudia comentara, un nombre, lo que sea, por favor búsquenme. Mientras tanto, espero que todas me acompañen a rezar un rosario por ella.
Una hora más tarde estaba en mi oficina cuando alguien llamó a la puerta.
—Adelante.
La hermana Ana se asomó tras la puerta entreabierta.
—Pasa, pasa, hermana.
—Gracias, Madre Superiora.
Traía la cabeza gacha. Ana, que siempre se le veía sonreír como si hubiera recordado un buen chiste, traía la mirada lúgubre de alguien a punto de compartir una mala noticia. Cerró la puerta tras de sí y caminó hasta mi escritorio. Bajó la mirada.
—Es sobre la hermana Claudia.
Asentí en silencio.
—Yo…yo no creo que haya huido.
Al terminar la oración alzó la mirada para verme a los ojos.
—¿Por qué lo dices, hermana? —le pregunté.
—Todas sabíamos que la hermana Claudia llevaba una vida…bueno, que no era muy piadosa antes de venir, pero, Madre Superiora, ella era feliz aquí.
Le indiqué que tomara asiento.
—Creo que la mayoría de las hermanas no la conocen como yo—continuó, sentándose—. Nosotras teníamos servicio de limpieza juntas. Sé que no deberíamos hablar durante el servicio y me disculpo por desobedecer, pero la hermana Claudia y yo solíamos conversar. Me hablaba mucho de sus viajes, de lo bueno de su vida de antes… pero también de lo malo.
—Continúa.
—Un día estábamos trapeando el pasillo y la hermana Claudia me contó que el día en que sintió que había tocado fondo iba caminando por la calle. Se sentía tan mal que, si hubiera encontrado un puente, se hubiera lanzado, así me lo dijo, que se hubiera lanzado, pero que lo que encontró por casualidad fue una carpa de una fundación que pedía contribuciones. Les dio algunas monedas y le regalaron un lápiz con una frase de esperanza. No recuerdo qué decía, pero la frase le llegó a la hermana Claudia. Me dijo que fue su momento de claridad, ¿sabe? Ese momento en que uno recibe el llamado, en que uno oye Su voz. Supo qué hacer y vino acá, a buscar el Señor y se quedó con el lápiz para no olvidar.
Hizo una breve pausa, miró por la ventana de la oficina y me miró de nuevo.
—Tal vez no suena como mucho, Madre Superiora, pero la forma en que me lo contó era sincera. La verdad es que ninguna de nosotras sabía quién era realmente la hermana Claudia afuera del convento, pero sí sabemos quién era la hermana Claudia de aquí. Madre Superiora, usted sabe cómo era ella, quizás cometía algunas faltas al hablar en momentos inapropiados o por no ordenar su habitación, pero nunca incumplió sus deberes, nunca. Compartía la fe, la celebraba.
—Lo sé.
—Y aunque se hubiera querido ir, no lo habría hecho así, en la mitad de la noche, sin decir nada.
—Le agradezco que haya venido, hermana. Por ahora, rece por ella.
Era lo que yo hacía, rezar por horas. Rezaba para que apareciera o para que el Señor me diera la claridad necesaria para encontrarla. Cuando no rezaba, hacía llamadas. Las Hijas de la Perpetua Misericordia de María de Santa Marta, las de Riohacha, Barranquilla, Ciénaga, San Bernardo del Viento y las del Cali natal de la hermana Claudia, pero nadie sabía. Nada, hasta que recordé el número que me había dado su hermano. Esta vez hubo respuesta.
Fue un hombre. Sin entrar en detalles le expliqué que estaba buscando a María del Carmen Hurtado.
—Me dieron su número —le dije— porque tal vez usted sepa dónde puedo encontrarla.
—María del Carmen… ¡ah, Mencha! Hace rato no pensaba en ella.
—¿Pero sí la conoce?
—Cómo no —dijo, con un largo suspiro—, si nosotros salíamos. Pero de eso ya N años. No supe más de ella. ¿No seguirá con el Pilas?
—¿El Pilas?
—Álvaro Bernal, él…ella se fue con él.
—¿Tendrá usted su número?
—No, pero mi señora, incluso si lo consigue, mejor no llamar.
—¿Por qué?
—Esa no es gente de fiar…es gente de cuidado, ¿me entiende? Yo siempre le dije a Mencha que no se enredara con el Pilas, pero en fin, ya sabe cómo es con Mencha, hace lo que quiere y punto. Bueno, la dejo mi señora, que la comida está servida.
Le agradecí.
Bajé el auricular invadida por una idea aterradora: ¿y si la hermana Claudia no había salido a buscar su vieja vida, sino que su vieja vida había venido a buscarla a ella? Y como si aquella idea no fuera martirio suficiente, a los pocos minutos la hermana Rosa irrumpió en mi oficina. Estaba roja y por debajo de hábito se le escurrió una gota de sudor por el rostro.
—¡Madre Superiora! ¡Madre Superiora!
—Hay que llamar antes de entrar, hermana.
—Lo siento… Madre Superiora —dijo casi sin aliento—, pero… es la hermana Catalina…
—¿Qué pasó?
—Creo que se desmayó.
—¿Crees?
No había sido un desmayo. La hermana tenía los ojos abiertos como platos y se había quedado petrificada en uno de los bancos del comedor. Catatónica. Apretaba en la mano derecha la cuchara de la sopa con tanta fuerza que le saltaban las venas. Me acerqué con cuidado y puse dos dedos sobre su cuello para sentir el pulso.
—Está acelerado —concluí, sin dejar de sentirlo—. Inesilla, ve a traer a la enfermera. Hermana Rosa, un vaso de agua. Mientras tanto que nadie la mueva.
La hermana Catalina respiraba de forma frenética, su pecho subía y bajaba unas tres veces más rápido de lo que debía y se estaba enterrando las uñas de la mano derecha por la fuerza con la que sujetaba la cuchara. Para llegar a la enfermería había que cruzar el patio y salir, de tal forma que tomaría un tiempo antes de que llegara la enfermera.
—Todo está bien, hermana, respira. Todo va a estar bien —le dije con suavidad, sin poder sacudir la impresión de que me hablaba a mí misma—. Todo va a estar bien. Padre nuestro, que estás en el cielo…
Las demás presentes se unieron a la oración. Al cabo de un rato, el pulso de la hermana Catalina se empezó a normalizar. Poco a poco fue soltando la cuchara en su mano y me miró. Inés regresó con la enfermera y una silla de ruedas. Con cuidado, sentamos a la hermana Catalina en la silla. Ella misma ayudó y en el proceso la cuchara que había estado sosteniendo cayó. La enfermera emprendió el camino hasta la enfermería.
—Si quiere, yo la puedo acompañar, Madre Superiora.
Inés ofreció mientras levantaba la cuchara. Me la entregó, y sentí que tenía las manos heladas.
—No te pusiste la capa para salir —la regañé.
—En el afán lo olvidé, Madre Superiora.
Inés agachó la cabeza y se sonrojó. Era novicia y cada vez que le reprendía bajaba así la cabeza, como preparándose para que pasaran el hacha. Se preocupaba sin razón porque en el convento no había nadie tan entregado como ella. Era una entrega distinta a la de monjas como la hermana Brígida, porque no había rastro de amargura en ella. Imagínelo así, si se tropezara por tener los cordones sueltos, ambas lo ayudarían, la diferencia está en que la hermana Brígida lo regañaría por su irresponsabilidad y le obligaría a escribir tres planillas de “debo amarrarme los zapatos”, mientras que Inesilla lo levantaría, le secaría las lágrimas y se regañaría a sí misma por no atraparlo a tiempo.
—No te preocupes Inés, yo acompaño a la hermana Catalina. Ve, termina de comer.
La enfermera insistió en que la hermana Catalina debía descansar, así que, cualquier pregunta que tuviera sobre lo sucedido tendría que esperar. Pero los eventos de la mañana siguiente me obligarían a postergar la visita incluso más.
He vivido mi cuota de dificultades. Dificultades dentro y fuera de la orden, y de tipos variados. Pero solo en una ocasión sentí que el Señor me mandaba algo con lo que no tenía fuerzas para lidiar. Era la mañana del sábado y Mateo el jardinero había encontrado un zapato. Mateo venía cada quince días desde el pueblo y, en vez de ir por el camino pavimentado, se ahorraba unos veinte minutos atravesando el bosque.
—Lo encontré botado por el camino, hermana —me explicó, sosteniendo el zapato en cuestión—, cerca de unos arbustos.
Me lo pasó. Lo tomé con cuidado, como si fuera una paloma herida y no el zapato marca ELIS que coincidía con los que todas usábamos.
—¿S-solo uno? —le pregunté.
Asintió.
Miré el zapato en mis manos, era del pie derecho.
—Sígame y le muestro dónde lo encontré.
Salimos al bosque. No había llovido en días, de tal forma que la tierra estaba seca y sobre la tierra se acumulaban agujas de pino y hojas secas de eucalipto. Algunos pájaros trinaban, había amanecido hacía menos de una hora y a medida que avanzábamos, el sonido del río crecía más y más. Seguí a Mateo serpenteando entre los árboles, ocasionalmente saltando sobre grandes rocas sueltas y raíces gruesas, hasta que llegamos a un pequeño claro. Avanzamos un poco más y señaló unos arbustos.
—Al pie de esa mata.
Miré el lugar. Sin decir nada, me volví hacia la derecha, hacia una saliente pedregosa, un risco de unos cinco metros que daba al río. Mateo entendió y me siguió hasta el borde. Entonces la vi. Me cubrí la boca. Me temblaban las piernas, quería llorar, pero no tenía aire para hacerlo. No se veía el rostro, pero no hacía falta, desde el risco se podía ver el cuerpo, cubierto por el hábito negro, abajo, a orillas del riachuelo.
Habíamos encontrado a la hermana Claudia. Y en ese momento, repentino como el flash de una cámara, se me ocurrió que en la llamada que había recibido habían usado “usted” en vez de “vos”.
Imagen: https://sergioleonencinas.wordpress.com/tag/conventos/
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