Lo sé: ni agua ni pescado

Por: Javier Felipe Pachón Velasco. Estudiante de séptimo semestre de Derecho y Gobierno y Asuntos Públicos y miembro del Consejo Editorial. jf.pachon@uniandes.edu.co
Empiezo este texto exponiendo brevemente el porqué del título con el que la bauticé esta columna.
Esta semana estuve leyendo Mujeres en la Guerra, un libro escrito por Patricia Lara hace algunos años y que contiene reportajes absolutamente fantásticos, dentro de los cuales me deslumbró el caso de La Desplazada, Juana Sánchez. Juana es una mujer campesina que durante toda —reitero — toda su vida ha sufrido los estragos del conflicto armado. A sus nueve años ya era desplazada, su padre y su familia se vieron obligados a vender su finca y retirarse hacía un territorio al que no pertenecían. Esta sería la primera de muchas otras veces que debió desplazarse forzosamente para preservar su vida. “No somos agua ni pescado”, así se autopercibió el padre de Juana, queriendo decir que ni su familia ni él eran guerrilleros, ni “paras”, ni miembros del ejército, pero que justo por eso debían irse de allí. Luego de narrar su titánica experiencia de vida, Juana concluye que aunque no son agua ni pescado, los que pagan el pato [una expresión muy utilizada por los colombianos] son justamente los que no tienen nada que ver con esas pugnas, llámense como se llamen.
Nada más cierto. Esta semana, el pato lo pagaron varios inocentes, muchos más de los que nos imaginamos.
El asunto, más bien desventura, de Hidroituango parece salido del Universo Marvel. ¿De qué manera puede explicársele a un país entero que una de sus fuentes hídricas más valiosas, como lo es (¿o fue?) el Río Cauca, estuvo al borde de la muerte, así, sin más? Y la desinformación en los medios es impresionante. Hoy salen “reconocidos” expertos a pronunciarse respecto al tema, y la mayoría profiere diagnósticos no solo distintos, sino radicalmente opuestos. ¿Quién rayos dice la verdad? Para ser sincero, lo que se vislumbra en este caos es que las personas que verdaderamente conocen el trasfondo del tema no salen a dar explicaciones por televisión, ni están interesadas en que los colombianos conozcamos la magnitud real de lo que allí está ocurriendo. Algo está claro: no somos agua (ojalá aquella vuelva al río, y el daño ecológico sea menos del esperado) ni somos peces (se cree que 50.000 morirán por este episodio), pero somos los 10.000 habitantes aledaños que están afectados por las malas decisiones ambientales que toman quienes gobiernan el lugar en el que vivimos.
Legarda, un joven cantante que vivía en Medellín, cuya existencia, debo reconocer, desconocía hasta esta semana, murió como consecuencia de una bala perdida. Su caso es exponencialmente alarmante: en medio de un intento de hurto, una de las víctimas, que además era escolta, disparó contra los asaltantes, sin imaginarse que uno de los proyectiles, según parece, impactaría en el joven. Tristemente, falleció tan solo unos minutos después. No soy seguidor de Legarda, la verdad es que nunca he escuchado su música, ni siento interés especial por sus producciones, pero su caso es ver la vida de un muchacho que hoy paga el pato por un trance que en ningún momento protagonizó, que así termina su vida y empieza el duelo para su familia.
Lo sé, en este país la mayoría no somos agua ni pescado, y desconozco si eso esté mal o esté bien (aunque, seguramente, habrá algunos que se consideren activistas de grandes causas y se sientan moralmente superiores, lo suficiente como para dar un juicio radical al respecto), pero creo que el asunto es el siguiente: en Colombia estamos acostumbrados a pagar el pato por asuntos que pocas veces podemos anticipar, y en los que poca incidencia podemos ejercer, y esto tiene que parar. Pero, ¿qué hacer? Aquí es donde empieza su labor, estimado lector, justo enseguida del punto con el que termino esta columna.
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