Enseñanza, distopía e indiferencia

Por: Isaac Beltrán Bolívar. Estudiante de quinto semestre de Derecho y miembro del Consejo Editorial. i.beltran@uniandes.edu.co.
George Orwell, en su novela 1984, predijo el uso de la fuerza descomunal del Estado para moldear las mentes y el lenguaje de los ciudadanos, y así mismo asegurar la longevidad de la revolución; Aldous Huxley en Un mundo feliz anunció el uso de fármacos para aplacar los pensamientos subversivos bajo un manto de comodidad y compensaciones excesivas. ¿Por qué ambos ignoran el papel crucial de los profesores en aquel proceso de homogenización del pensamiento? Más importante aún, ¿cuál es el rol del profesor ahora y por qué sus gestos nos llevan a aquellas distopías que creía tan lejanas?
Margaret Atwood puede ser la única autora que en verdad trata el rol del profesor en una distopía. En la obra de Atwood El cuento de la criada, ciertas mujeres llamadas “tías” son responsables del adiestramiento de otras mujeres denominadas “criadas”, mujeres que serán violadas una y otra vez con el fin de quedar embarazadas y dar a luz a futuros miembros de la República de Gilead. Las futuras criadas son golpeadas por sus actos de rebeldía y elogiadas por su sacrificio, son despojadas de su verdadero nombre y escuchan mil veces la frase “(…) no nos importan ni sus manos, ni sus pies, solamente sus úteros”.
El salón de clase se ha convertido en un espacio de socialización muy similar a los centros rojos donde las criadas eran entrenadas. Quizás no seamos golpeados, pero algunas veces sí somos despojados de nuestros nombres. ¿Quiénes son aquellas 30 personas que se sientan frente al profesor? Son futuros abogados, seres que se dispondrán a perpetuar el imperio de la ley, a través del azote continuo de argumentos jurídicos autorreferentes sobre masas analfabetas, o a favor de aquel capitán de industria que pague los honorarios.
Somos elogiados por nuestro sacrificio y disciplina, pero nuestro ser es moldeado bajo el disfraz de una decisión libre. Somos entrenados para interpretar, aplicar y comprender las diversas fuentes del derecho, y para ser empleados ejemplares. Sin embargo, el salón se ha poblado de cuerpos muertos, hombres y mujeres que viven su vida como un libreto, y asistir a un salón solamente hace parte de otro acto. Se encuentran absortos en una cascada de placidez y comodidad que convenientemente permite la creación de un “individuo” aplacado y temeroso, que deriva el placer de su existencia de complacer las expectativas de los demás; primero sus padres, después sus profesores y amigos, y por último su jefe. Todo para obtener ese narcótico tan gratificante que es la aceptación.
Lastimosamente, la aceptación no asegura la construcción de relaciones significativas. Por lo tanto, la soledad en el proceso de formación de cada uno nos guía con sutileza a la capitulación de la ardua tarea de construcción del ser, nos acorrala a cada uno de nosotros en caminos solitarios, pero profundamente indiferenciados. Las manecillas de todos los relojes corren sin dar tregua, y los salones, al igual que nuestras vidas, se llenan de personas plácidamente dormidas, profesores desmotivados, talleres y lecturas carentes de cualquier sentido. Pero al menos, somos felices, exitosos y disciplinados.
La cercanía de la distopía también encadena a nuestros maestros que tienen el corazón desgarrado y su arte violentado. ¿Qué posee más impacto para la vida de un estudiante perdido en la soledad, un profesor que derrame gotas de sudor frente al tablero o un profesor elogiado por las revistas con índice de impacto superior? Considero que la universidad ya no es el espacio de enseñanza y reflexión que una vez fue. Ya no es un lugar para sumergirse en las profundidades de nuestras propias subjetividades. La universidad, así como la relación entre profesor y estudiante, es cada vez más lúgubre. Dado que, el peso de los cuerpos muertos, de los desmotivados e irreflexivos, asfixia a los pocos seres que aún ven en la universidad, no solamente un escalón más en la impalpable y engañosa escalera del progreso individual, sino un resguardo de la vida afanada y de la realidad explotadora.
Las imágenes de un aula hinchada con miradas inexpresivas y respiraciones sin sentido me llevan a observar más detalladamente las interacciones entre aquellas miradas. ¿Qué les importará más, la nota del encuentro efímero entre estudiante y maestro o las experiencias acumuladas diariamente que forjan la persona en la que se convertirán? Dado este escenario, el arte de los maestros también sufre golpes devastadores. Muchos intentan nadar contra la corriente de la masificación de la educación. Otros intentan luchar contra el intento de crear una línea de ensamblaje en cada salón. Los menos ceden frente a la inmensa presión ejercida por los estudiantes conservadores, ya complacidos con la línea de ensamblaje, los directivos enganchados en las publicaciones y los colegas ya derrotados, que ante los ojos de todos son exitosos intelectuales.
Creía lejanas las distopías de mis autores amados. No obstante, no fueron fármacos lo que se necesitó para alejarnos de las chispas y las luchas de sable que implica vivir. Al mismo tiempo, creía imposible la masificación de un proceso tan personal como la educación. No obstante, las masas burguesas reclaman que el mundo exterior les dé sentido a sus vidas y la educación como paso previo para una vida de acumulación inevitablemente lleva a su masificación. Es por esto por lo que la distopía más cruel con las sensibilidades humanas no es ni la de Orwell, ni la de Atwood, es el día a día de una vida sin reflexión.
Imagen: http://www2.ual.es/RedURBS/BlogURBS/utopia-y-distopia-de-la-ciudad-espectaculo/
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