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Historia de dos ciudades

Desde un viaje introspectivo, ¿cómo Venezuela pasó de ser el país más rico de América Latina a vivir una de sus peores crisis? Un mensaje de esperanza de cara al futuro, en una oda de romanticismo a la solidaridad.

Por: Carlos Fernando Beltrán Alarcón. Estudiante de séptimo semestre de Derecho. cf.beltran@uniandes.edu.co

Nací en Cúcuta el 22 de septiembre de 1998, dos meses y catorce días antes de que Hugo Chávez fuera electo, con el más alto respaldo popular en cuatro décadas, como presidente de Venezuela. No lo sabía entonces, pero la lotería de la cuna me permitiría vivir de cerca el macabro devenir del entonces país más rico de América Latina. Bienvenidos, así es como mueren las democracias.

Cuando tuve edad para estudiar, y empecé la etapa preescolar, Venezuela resultaba mucho más atractiva para los nortesantandereanos que el interior del país. No porque no nos sintiéramos colombianos, como algunos han querido insinuar, sino como una consecuencia del azote del conflicto y la violencia (en su variante más cruda y sanguinaria) en el Catatumbo. Desde que en 1999, por orden de Mancuso y Castaño, y con la complicidad de las Fuerzas Militares, desembarcaron en el departamento los paramilitares al mando de alias “El Iguano”, se desató tal ola de violencia que las carreteras más seguras para transitar eran las que conducían al Puente Simón Bolívar, con destino al estado Táchira.

Pese a que para entonces (2002) Chávez ya había impulsado una nueva Constitución, iniciado expropiaciones agrarias colectivas y sobrevivido a un golpe de Estado, la despampanante Venezuela conservaba todo el encanto de su época dorada. En el monumental Sambil (una especie de Unicentro) de San Cristóbal encontrábamos Zara, McDonald’s, Farmatodo, Adidas y los últimos lanzamientos de libros, videojuegos y electrodomésticos, cuando Cúcuta no tenía aún un centro comercial.

Entre 2005 y 2007, las cosas empezaron a cambiar. Chávez revalidó su victoria electoral y ganó un tercer período que le otorgó el poder (y el tiempo suficiente en el cargo) para empezar a configurar el aparato estatal a su imagen y semejanza. Se dio inicio a sus acciones más estridentes, como sus famosos “¡Exprópiese!” y la nacionalización de las principales empresas de la economía, entre ellos la mítica RCTV, perfectamente equiparable a nuestras RCN y Caracol.

Cuando ExxonMobil y ConocoPhillips se negaron a entregar sus acciones al Estado, y Hugo Chávez las expropió, consolidó para el Estado un monopolio hegemónico en la industria petrolera, columna vertical de la riqueza venezolana. Para nosotros, esto se traducía en que los precios de la gasolina se volvieron mucho más bajos que en Colombia, así como los de los alimentos principales de la canasta familiar, resultado de la política populista de subsidios desbordados implementada por el gobierno de la “Revolución Bolivariana”.

No se confundan, nunca fuimos una especie de venezolano- los (si es que la palabra existe), con esquizofrenia colectiva, despreciando el país al que pertenecemos. Amamos profundamente a Colombia y jamás hemos dejados de sentirnos hijos suyos. Pero quien que no ha vivido nunca en una frontera internacional terrestre (cualquiera en el mundo), es incapaz de comprender la dinámica sociocultural de lo que allí ocurre. ¿Realmente son tan diferentes San Diego (California) y Tijuana (Baja California), sabiendo incluso que antes todo el territorio pertenecía administrativamente a México?, ¿serán drásticamente distintas las economías de Dundalk (República de Irlanda) y Newry (Ulster británico)? El Puente Simón Bolívar es nuestro Kilnasaggart Bridge.

Cuando se comparte historia (Simón Bolívar liberó ambas naciones del yugo español y juntas formaron parte de la Gran Colombia), relieve (nuestra frontera oriental, para quienes no la conocen, es una combinación entre terreno desértico y orografía montañosa) y geografía (que nos condena eternamente a ser vecinos, y a entendernos, nos guste o no), el sentido común nos lleva a concluir que si queremos tener éxito como sociedad, necesariamente habrá que convertir las diferencias en oportunidades. Y así lo hicimos. Nos convertimos en comerciantes expertos. Nuestra industria de la construcción y el sector hidrocarburos floreció; muy pronto empezamos a exportar ladrillos, arcilla y cerámica, así como carbón de la más alta calidad (sí, es verdad, existen carbones mejores que otros). Tuvimos un boom económico que catapultó la ciudad como la frontera más activa de América Latina.

No obstante, damas y caballeros, nosotros sí sabemos de “castrochavismo”. En Febrero de 2009 se aprobó la Enmienda No. 1, que eliminó la limitación a los mandatos presidenciales. En 2010, con la excusa de la crisis hidroeléctrica, Chávez obtuvo poderes especiales de la Asamblea Nacional. En 2012, el mismo mandatario ganó su cuarto periodo presidencial contra Henrique Capriles, en medio de fuertes acusaciones de fraude electoral. En 2013, ascendió Maduro a la cima del aparato totalitario, y entonces inició la parte de la historia que seguramente ya conocen.

Todo aquel que tuviera edad para ayudar, y suficiente corazón como para conmoverse con lo que sucedió aquel agosto negro de 2015 (fecha de inicio de la peor crisis migratoria y humanitaria de nuestra historia), acudió en auxilio de la gente que cruzaba la frontera. Soy incapaz de describir con palabras el profundo dolor y la impotencia que sentimos al ver lo que pasaba: madres con hijos en brazos, niños extraviados tratando de encontrar algún familiar perdido en la inmensidad de la crisis y el flujo de personas, ancianos desesperados y enfermos que habían viajado más de 15 horas seguidas en un bus sin comida ni agua para intentar llegar a la frontera, familias que habían salido de sus hogares con lo que llevaban puesto, cual Noche de los Cristales Rotos. Todos ellos tratando de cruzar un río embravecido, en ocasiones incluso bajo los disparos de la Guardia Nacional Bolivariana. Testigos de excepción de la crueldad del totalitarismo que forzó ésta crisis, los cucuteños jamás olvidaremos las semanas de angustia que pasamos en vela, entendiendo finalmente lo que sienten tantas y tantas familias alrededor del mundo, cuya única posibilidad para escapar de la violencia y la pobreza es emigrar.

Cada vez que vuelvo a la ciudad, me encuentro frente a frente con la desolación, retratada con siniestra maestría en los caminantes al margen de la carretera, sin otra certeza que la fortaleza que llevan en su corazón. Plasmada en los niños que piden dinero en cada semáforo, tratando de sobrellevar el día a día, reflejada en profesionales con pos- grados de otrora prestigiosas universidades venezolanas, forzados a trabajar como camareros y barrenderos por un salario mínimo.

Sin embargo, he visto también la pujanza característica del tesón santandereano, la verraquera que nos impulsa a no rendirnos. Hemos hecho todo lo que podíamos por los inmigrantes, combatiendo la xenofobia lo mejor que nuestras circunstancias lo permiten y aplicando con generosidad la máxima: “Donde come uno, comen tres”. Esta es la cronología de una enorme crisis desde la óptica de dos ciudades hermanas, de un bravo pueblo que no se rinde. Aun así sabemos, como Víctor Hugo, que incluso la noche más oscura terminará y el sol saldrá. Ya tenemos planes para el nuevo amanecer.

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