Seres para la muerte

A pesar de que para cada individuo la muerte presupone y significa algo distinto, es un hecho que, sin importar la perspectiva, concierne a todos los seres humanos pues no hay quien no la enfrente. Este artículo reflexiona alrededor de lo difícil que es asimilar la nada, no sólo la propia sino la ajena, y sustenta que, al final, somos seres hechos para ese momento.
Por: María Alejandra Pérez Rodríguez. Estudiante de décimo semestre de Derecho, opción en Periodismo y miembro del Consejo Editorial. ma.perez11@uniandes.edu.co
La escultura del dios Crono es la imagen que recibe a los visitantes del cementerio central de Bogotá, un lugar en donde se ve la tradición funeraria heredada y transformada desde siglos atrás, combinada con creencias actuales. Fue hecha por el italiano Colombo Ramelli en 1906 y, debajo de ésta, dejó una inscripción en alto relieve con la expresión que al español traduce “Aguardamos la resurrección de los muertos”. Crono es símbolo del paso del tiempo: en su mano izquierda carga una guadaña, elemento de cosecha y símbolo de muerte, y en su mano derecha tiene un reloj de arena. Se dice que gracias a la alianza entre Crono y Ananké (diosa de lo inevitable) las fuerzas del destino y, del tiempo están eternamente unidas.
Crono, el ilustre anfitrión en nuestra última morada, da la bienvenida también a contemplar uno de los aspectos más enigmáticos de la vida del ser humano: la muerte. Se ve tan frágil e impotente dentro de la vastedad de este espacio en donde residen las almas de los muertos, que no es frecuente pensar en lo que simboliza. Es más bien, un elemento decorativo frecuentemente ignorado.
Martin Heidegger en su obra Ser y Tiempo, y con su famosa frase “Nadie muere en cabeza ajena”, refleja el paso inexorable de las horas y ese destino inevitable. A pesar de todas las preparaciones que llevemos a cabo en nuestra vida, vamos a reaccionar con angustia frente a la muerte, la propia y la ajena. La muerte, ese misterio eternamente incontestable nos causa curiosidad porque “al hombre no le basta con formar parte de la realidad: necesita además saber que está en un mundo y se pregunta inmediatamente cómo será ese mundo en el que no sólo habita sino del que también forma parte” (Savater, 1999). Si bien la propia muerte nos enfrenta a la idea de vacío al que pasaremos, la muerte de las personas que queremos nos enfrenta al vacío en vida, percibido por cada uno de los sentidos y en lo más profundo de nosotros. Nos hace pensar en las razones por las que el reloj de arena no se pausó para aquellos que, pensamos, nos acompañarían en nuestro propio viaje.
Con la muerte, no saltamos a ninguna otra parte más que a la nada, a un lugar donde guardamos la esperanza, quizás utópica, de que aquella dimensión sí sea como lo han enseñado culturas milenarias. Un lugar donde el alma, la risa, el amor y el sufrimiento encuentran un refugio seguro. Pero, a pesar de que intentamos consolarnos con lo que viene después de la muerte, es innegable la angustia que produce en la mayoría de las personas, no el acto de morir en sí mismo, sino el de enfrentarse a la nada, al vacío.
“Aguardamos la resurrección de los muertos”. Esta visión religiosa sobre la muerte podría dar una respuesta a la angustia del enfrentamiento con la muerte. Ya no estaríamos enfrentados a una nada que nos angustia, sino que llegaríamos al “destino final”, a nuestra recompensa. Sin pretender convertir esto en una reflexión religiosa, algo es seguro, y es que nuestra corporalidad desaparecerá y, con ella, nuestra existencia terrenal y física, dejando atrás nuestras acciones y huellas que algún día, al igual que nuestro cuerpo, serán parte del pasado y solo vivirán en la memoria de quien quiera recordarnos.
“(…) ni siquiera las religiones con mayor garantía post mortem aseguran la «vida» eterna: sólo prometen la eterna existencia o duración, lo que no es lo mismo que la vida humana”
(Savater, 1999).
Muchas personas pasan por la vida y algunos dejan recuerdos eternos. Dejan en las personas con quienes compartieron este efímero viaje, un recuerdo que tal vez transforma esa nada de la muerte en algo que puede darle todo el sentido a la existencia, que, aunque corta en tiempo, eterna en trascendencia. La muerte es una condición existencial y pensar en ella nos humaniza y nos hace pensar, no sobre la muerte en sí, sino sobre la vida y su significado. Sirve para reafirmarnos como humanos, como mortales, reconociendo que el poder que ejercemos sobre el fin de nuestra existencia es nulo, no lo podemos controlar y que por más que aplacemos la visita de este inesperado huésped, algún día llegará y nadie más que el yo podrá atenderlo. Deja un amargo sabor no en quien vive la muerte, sino en quien, en vida, piensa en el que se fue. En cualquier caso, a pesar de las explicaciones que intentemos buscarle a la muerte y a lo que pasa después de ésta, la vida después de la muerte resulta inaccesible a todo lenguaje que pretenda describirlo. Queda conformarnos con lo que hagamos en vida y con lo que podamos recordar de quienes nos dejan.
Por ahora, lo que podemos tener seguro es que el dios Cronos espera pacientemente, contabilizando las breves horas de nuestra existencia terrenal y los cristianos esperarán nuestra resurrección para pasar a la vida que ya no se verá amenazada por la muerte. Cronos espera ansiosamente el día en que daremos nuestro último suspiro y dejaremos atrás un gran camino que siempre supimos que iba a acabar, pero para el que nunca estaremos totalmente preparados. Debemos enfrentarnos a nuestra enorme deuda, la más grande que llegaremos a pagar todos, sin excepción alguna. Al final, somos los animales más avanzados, pero a pesar de lo avanzados que podamos llegar a ser, somos seres para la muerte, no somos eternos. Esto es, tal vez, lo más doloroso de entender.
Bibliografía
Heidegger, M. (1927). Ser y el Tiempo. Editorial Universitaria.
Savater, F. (1999). Las preguntas de la vida. En F. Savater, La muerte para empezar (págs. 7-12). Barcelona.
Imagen: https://es.wikipedia.org/wiki/Cementerio_Central_de_Bogot%C3%A1
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