De la guerra espléndida y otro par de delirios

Por: David Felipe Ramírez Pabón. Estudiante de séptimo semestre de la Universidad de la Sabana. davidrapa@unisabana.edu.co.
Lo que leerá a continuación, es un abrebocas alusivo a un libro cuya lectura, honestamente, disfruté profundamente. Espero que este sea un espacio propicio para hablar un poquito acerca de muchas cosas, tal vez. Pido disculpas, de antemano, por la subjetividad en mis apreciaciones, y hago énfasis en que las hago consciente de su insipiencia. Pero, al fin y al cabo: ¿qué podría decirnos un libro de literatura del siglo pasado sobre nuestro futuro?
“Guerra: espléndida palabra, fuerte y viril, cual golpe de lanza. Yo, sin embargo, he nacido viejo, con mi mente de siglos” (p. 82). Esto fue lo que pensó Alí tras el emocionante ingreso de Azerbaiyán en la Primera Guerra Mundial. Es una frase, a juicio personal, icónica en el libro de Kurban Said, Alí y Nino. Resulta una expresión de sabiduría insólita para su momento, ya que el protagonista pareció anticiparse a los acontecimientos e, incluso, a su propio final.
El libro referenciado se ambienta en las etapas previas a la Primera Guerra Mundial, para luego exponer sucintamente su desarrollo en la región de Azerbaiyán y culminar, al ritmo de la Marcha de Budionni, retumbando en suelo azerbaiyano. Es una representación profundamente humana del encuentro entre Occidente y Oriente, Europa y Asia, la “civilización” y el “salvajismo”, el Cristianismo Ortodoxo y el Islam. En pocas palabras, el encuentro entre la princesa Nino Kipiani y Alí Kan Shirvanshir en un amor que, aunque efímero y ficticio, sigue vigente mediante la escultura móvil que hace honor a sus nombres en Batumi, Georgia.
En aquél contexto, contra todo pronóstico, los dos jóvenes intentaron crear un mundo aparte, uno donde ambos eran igualmente dignos y en el que los placeres modestos de la vida daban contenido a lo que parecía imposible: la reconciliación entre cosmovisiones, hipotéticamente, dicotómicas.
En el concepto de Alí, el hombre común sólo hablaba de política, religión y negocios, mientras que la guerra se erigió como el eje transversal que atravesaba los tres temas. El ámbito bélico hacía de los muchachos locuaces comentaristas y daba para horas de vehemente conversación. Sin embargo, si de algo deberíamos estar seguros como humanidad es que, por más que lo intentemos, la realidad no es como la imaginamos, cuanto menos, como la deseamos. La realidad de la guerra, en efecto, no es una excepción.
Según el Kochi de Alí, la guerra era buena. Decía: “Viajaré por el mundo. Oiré soplar el viento al oeste y veré las lágrimas en los ojos del enemigo. Me darán un caballo y armas y cabalgaré con los compañeros por aldeas conquistadas. Cuando vuelva, traeré mucho dinero y todos me felicitarán por mi heroísmo” (p. 79). Eran tiempos mágicos, los antiguos movimientos identitarios creaban relatos fantásticos en torno al origen de los Estados nacientes y alimentaban el arraigo nacionalista de los ciudadanos.
No sólo el Kochi pensaba de esa forma, la familia de Alí y, según parece, los occidentales, también lo hacían. Los ascendientes persas de Alí, “salvajes” desde el punto de vista de Europa, no distaban mucho de la “civilidad” occidental en cuanto a imaginarios nacionales. Al final, tanto la dinastía de Leones Persas que habían gobernado Teherán, como los Zares y los Kaiser, tenían algo en común: el considerarse a sí mismos y a sus naciones como superiores, bien fuera por la religión, por la ideología, por inteligencia o por simples símbolos y banderas.
Este delirio de superioridad se manifestó de forma interesante cuando un musulmán azerbaiyano afirmó que “cuanto más débiles sean las potencias después de la guerra, más cerca estaremos nosotros de la libertad. Esta libertad brotará de nuestras fuerzas intactas, de nuestro dinero y de [nótese bien] nuestro petróleo.” (p. 151)
Espero sinceramente, en este punto, haber situado al lector a lo menos medianamente en la situación sociocultural y política que inspiró el libro de Kurban Said, pues me gustaría hacer hincapié en lo que a mi modo de ver resulta aplicable a la realidad colombiana. No pretendo, sin embargo, dar respuestas a flagelos de mayúscula complejidad que azotan a Colombia en la actualidad. Antes bien, busco producir una breve reflexión en los destinatarios del texto.
Venezuela y Colombia, eterna disyunción entre… ¿Perdón?
Hace tiempo que se escuchan “tambores de guerra” en la frontera con un país al que algún día acudieron miles de paisanos en busca de refugio. No se sabe ya qué es lo más sorprendente de Nicolás Maduro, si las violaciones flagrantes a Derechos Humanos que provocó, el éxodo masivo, o su descarada propaganda que mantiene inexplicablemente leales a las fuerzas militares bajo un ideal bolivariano del que, de pronto, el régimen sea únicamente heredero en cuanto a los hechos nefastos ocurridos durante la navidad de 1822 en Pasto.
Por supuesto, más allá de las ideologías políticas, por encima de la izquierda, la derecha, el centro; existe una situación de la que no cabe duda: el régimen de Maduro es uno dictatorial, corrupto, violatorio de Derechos Humanos y, obviamente, mantenido exclusivamente por el poder militar.
En este contexto, Nicolás Maduro la ha emprendido en reiteradas oportunidades contra Colombia en sus discursos, tratándola cual amenaza existencial, como al “[peor] enemigo que tiene Venezuela sobre la faz de la tierra”. Desde el 10 de enero, se atizó el fuego con el apoyo del Grupo de Lima, en especial de Colombia, al gobierno interino de Juan Guaidó. Claramente, buena parte de la comunidad internacional ha seguido tal dirección en los últimos días.
La suerte está echada, se escuchan arengas de los diversos sectores políticos, los americanos de repente disfrutan que sus notitas privadas sean leídas por los medios, y la pregunta imperante parece ser ya: ¿qué opinas de una eventual intervención militar en Venezuela? Frente a la que se suele replicar con un aire de frialdad y, debo decirlo, con gran desinformación.
Lo que hasta ahora sólo ha representado un pleonasmo de lo redactado por todos los periódicos, se compagina, a mi modo de ver, perfectamente con las vicisitudes narradas en Alí y Nino. Los ideales, los símbolos, los civiles armados, las líneas en el mapa, la polarización, crisis económicas y sociales; todo circundándole a usted, estimado lector.
Esta es una invitación a que no seamos pasivos, a que entendamos el momento en el que vivimos, que recordemos la ingenuidad de antaño y no caigamos en los mismos errores. No olvidemos, las potencias tienen intereses nacionales, no idealicemos las cosas. Recapitulemos, la guerra es una calamidad, y eso es lo que ocurre tras una intervención militar.
Comprendamos, el pueblo de Venezuela es hermano. Ojalá pudiésemos aplicar el ideal patriótico de Alí, algo para muchos sacado de los cabellos: “Dirán, quizá, que me quedo en casa para no alejarme de los ojos oscuros de Nino. Quizá. […] Pues para mí esos ojos oscuros son como la tierra de mi patria, como la llamada de la patria a un hijo suyo al que un extranjero intenta apartar por extraños caminos.” (pp. 83) Porque nuestra patria es, por encima de todo, nuestros seres queridos.
Hay quienes arguyen que el fracaso de la diplomacia está en su propio ejercicio. Sin embargo, un Alí Kan, exdiplomático de la por un tiempo extinta Azerbaiyán, en el puente de Ganja tras su ametralladora, podría pensar lo opuesto. Como ciudadanos de Colombia una posible intervención nos involucra a todos, abarcando a nuestros seres amados. Hagamos lo posible por no catalizar los ideales absurdos, por opinar sin frialdad, porque verdaderamente la fuerza —y no la violencia— sea el último recurso.
“[Su vida] se agotó al agotarse la vida de nuestra república.” (p. 295)
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