Cinco Gigas de Amor

Por: Javier Méndez C. Lector y escritor, padre y amigo
I. El juicio
“Y a los ángeles que no guardaron su dignidad, sino que abandonaron su propia morada, los ha guardado bajo oscuridad, en prisiones eternas, para el juicio del gran día.» (Judas 6)
“Conociéndolo como lo conozco, sé que ahora dirá que la culpa fue mía. Y es que —aunque suene a trabalenguas— a ninguna persona conozco tanto, como le conozco a él”. Sin saber cómo ni cuándo, a fuerza de disfrutarlo y de padecerlo, fue desarrollando una habilidad casi mágica para predecirlo. Así por ejemplo, sabía que cuando giraba y giraba con el pulpejo del pulgar su argolla de matrimonio, era porque algo le preocupaba. O que, si se aprestaba a mentir, le temblequeaba el arco de la ceja izquierda. Ahora —sin temor a equivocarse— sabía que ese ligerísimo rictus en los belfos (imperceptible para cualquier desprevenido) significaba que estaba iracundo y dispuesto a decir lo que fuera con tal de hundirla. Predecirlo le era fácil, natural, casi un reflejo. Al fin y al cabo, habían sido nueve años y pico de amores. O diez, si contamos el noviazgo.
En ese entonces todo era dicha: Ella era “la gordis” y siempre llevaba su fotografía en el envés de un escapulario que se enredaba en la muñeca. Asistían a los bailes del club disfrazados de marineros y tenían montada una especie de coreografía para cuando sonaba Abusadora. Aunque eran el hazmerreír de todas las fiestas, ellos —inmersos en el mar de su meloso amorío— o no se daban cuenta o simplemente les resbalaba.
De vez en cuando, refrendaban su juramento de amor eterno en una especie de rito que practicaban sin importar quién los estuviese viendo. Él se hincaba de rodillas y aprehendía con todo cariño su manito blanca y huesuda. Luego la colmaba de besitos en una serie que se repetía una y otra vez, y le recitaba con voz afectada cuartillitas dulzarronas, una veces de Benedetti y otras de Piedad Bonet. Entonces ella, con sus ojitos vidriosos, apretaba contra el pecho un ramito de Cecilias y dejaba escapar dos o tres suspiritos inofensivos pero profundos. A él el sarcasmo y la burla de los amigos parecía no preocuparle. En cambio a ella, se le notaba cierta turbación y un rubor en las mejillas, que parecía más de orgullo que de vergüenza.
Llevaban con todo rigor una bitácora del idilio en un álbum de esquelas de “amor es”, que escondían cual tesoro en una caja de saltinas: boletas de cine, servilletas escritas con rimel, pétalos de rosa y en algunas páginas fijados con engrudo, retazos de satín que de nuevo provocaban rubor, pero ésta vez más de vergüenza que de orgullo. A ella en el fondo todo esto le parecía cursi, pero de cualquier forma era evidente que con el más insignificante detalle se derretía.
Aunque hasta ahora iba saliendo de la adolescencia, ya su cuerpo era torneado y en el pueblo era famoso su bustito respingado. Todas las tardes bajaba al encuentro de su amado buscándole la comba a los adoquines y con cada pasito se dibujaba una onda fugaz pero incitante en esas nalgas firmes y generosas, que provocaba toda suerte de pensamientos —ninguno santo— entre los muchachos del billar.
Sus siluetas ya eran parte del parque. Los viejos rezongaban en protesta porque se habían apoderado de la banca del rincón más oscuro, y los niños de la escuela murmuraban que a esa parejita le estaba creciendo barbas como a las ceibas. Es que todas las tardes recibían el fresco en una especie de guarida que se habían inventado al pie de las lajas enmusgadas de una pila en desuso. Allí pasaban horas y horas simplemente mirándose, y se les veía tan abismados en su trance de contemplación, que a veces se confundían con los próceres oxidados que desde siempre habían gobernado el lugar. Sus rostros grises y sus ojos fijos sugerían una especie de autismo de pareja a tal punto que no era raro que alguna torcaza los cagara.
Nadie imaginó verla ahora esquivando su mirada. Lo que sentía era verdadero temor reverencial. Sólo se atrevía a mirarlo de soslayo y en el reflejo de las gafas verdes del abogado.
— “Doctor Gamboa, la audiencia no comienza y siento que me voy a desmayar”.
— “Esto puede demorar un poco. Suele ser así. No se preocupe. Hable despacio. Marque las pausas. Vocalice. Diga la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad”.
II. La Tasca
“«Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo.» (1 Juan 2:16)
Un trocito de tortilla… un besito. Un bocado de calamares… un besito. Una tapita de pimientos… un besito. “¡Pero qué descaro! Este siempre había sido un lugar decente. Si cuando niña, aquí era donde me traían mis padres los domingos después de misa. Era frecuentado por familias enteras, con abuelos y con niños. Era de gente decente. Era un saloncito de té. ¡Hoy definitivamente no se puede! Se volvió un lugar sórdido. ¡Asqueroso! Hay que ver, “el amor entre sorbos de cerveza”… y es que ya desde fuera hiede a perdición!”. Colitas de langosta… un besito. Rodajitas de bacalao… un besito. Higaditos con perejil… un besito.
“¡Míralos! Parece que hoy hubiesen descubierto el amor. Son como animales. Es que dan verdadero asco. No les importa nada. ¡Merecemos respeto!”. Una loncha de chorizo… un besito. Un pellizco de manchego… un besito. Un rollito de jamón… un besito. “¡Es que no paran! ¡Podrían aguantar un poco! ¡Carajo, respeten! ¡Hay niños, por Dios!”.
Un sorbito de tintorro… un besito. Pan tomaca… un besito. Dos aceitunas negras… un besito. Boquerones en conserva… un besito. Pescadilla crocante… un besito. Una cucharadita de membrillo… un besito. “Y es que a la hora que tu vengas, ahí están. Yo hago por no mirarlos, pero es que se atraviesan… ¡Francamente! Ya es el colmo… ¡Quien la ve! ¡Si era la mocosita de “casablanca”! ¡Una mosquita muerta! Me parece verla con su faldita estampada y media tobillera, fingiendo inocencia pero mirando de reojo a los muchachos del billar. Como decían las abuelas; “la oveja por la lana y la hija por la mama”, ¿qué se podría esperar sabiendo de donde viene? Yo me sé de memoria el prontuario de su madre… Y con éstos ojos he visto la lápida de su padre: medialunas, escuadras, triplespuntos y compases”.
III. La Fiesta
«Han llegado las bodas del Cordero, y su esposa se ha preparado.» (Apocalipsis 19:7)
El banquete fue realmente fastuoso. Toda la comida –hasta la última guindilla- la trajeron del Anamatilde. Hasta los centros de mesa y la vajilla. Los platos lucían provocativos, incitantes, apetitosos y las bebidas estaban dispuestas de tal forma que en cualquier rincón del salón, bastaba estirar la mano para encontrar una botella: Champaña, vinos, whisky. Parecía que fueran a atender un batallón, y en efecto, cuando terminó la ceremonia los invitados irrumpieron en turba y en cuestión de minutos dieron buena cuenta del bufete. Sin embargo, durante toda la noche continuó un desfile de elegantes coimes con toda suerte de viandas y entremeses, que nunca parecieron ser suficientes.
Finalizada la ceremonia, el cura recogió sus arreos, se tocó con el bonete y se apertrechó estratégicamente en un rincón de la mesa de honor. Metódicamente pero con cierto desafuero, se dedicó a tragar hasta que cayó enfermo: Dicen que encima de las gambas, navajas y chipirones con los que se hartó, se zampó por lo menos medio pavo y bebió champaña como una bestia. A media noche le agarró un hipo profundo que le impedía hilar palabra, y con los vientos que iban quedando atrapados en la sotana parecía levitar.
Todos estaban atentos a que la orquesta empezara con los merengues. Cuando sonaron las rabiosas escalas del acordeón y la voz líder reclamó melódica “¿Qué hiciste?”, los invitados al unísono respondieron: “¡Abusadora!”. La excitación invadió el salón y como si lo hubiesen ensayado mil veces, hicieron una ronda perfecta alrededor de los novios. No hizo falta que insistieran porque los novios pronto, muy pronto, iniciaron su show. La coreografía era perfecta: un toquecito de cadera y dos pasitos contrarios… Parecía un espectáculo ecuestre de alta escuela con cederes primero a la izquierda y luego a la derecha, trotecito sostenido, pasitos cruzados y un piafé muy coordinado y cadencioso. Luego la masa los impulsó a la tarima y oficiaron con toda propiedad en medio de dos gordas que enfundas en sus trusas de lentejuelas frenéticamente coreaban: “¡Abusadooora! ¡Tará tá tá! ¡Abusadooora!”.
Los invitados se empezaron a despedir bien entrado el amanecer. Cuando se fue el último, ya estaba apretando el calor de la media-mañana. Entonces, los novios se sentaron muy juntitos bajo la pérgola y empezaron a destapar uno a uno los regalos. Él se veía extraño con la corbata en el hombro y la camisa desabrochada. Apuraban sorbitos de limonada para mojar la garganta. Tomados de las manos se miraban extasiados y de vez en cuando soltaban carcajaditas tímidas y discretas, de esas que sólo saben pronunciar los recién casados: Una bailarina de Lladró, “¡Ahí está pintada la tía Emilia!”. Un mantelito bordado de Brujas, “¡Para la mesita de nácar!”. Dos copones de plata, “¡Prosperidad, prosperidad!”. Una matruska, una fuente de 900, cristalería de Murano, y todo de muy buena casa.
Pero el regalo que más le hizo gracia, el que más inquietud suscitó, fue una báscula del “Sears” que marcaba en libras y en kilos. La entregaron con una tarjetita en Kimberly que decía simplemente “con mucho cariño”. No sabían si había sido en serio o si había sido una broma. A veces les parecía un regalo divertido y original, pero a veces se les antojaba de mal gusto.
IV. La casa
La sabiduría edificó su casa, labró sus siete columnas.» (Proverbios 9:1)
Empezaron a pasar los días y la pareja se veía cada vez más enamorada. Vivían en una casita muy decorosa pasando el puente: Zaguán, salón, comedor, un estar, tres habitaciones, dos baños amplios, patio interior y sanalejo. Pero lo que en verdad llamaba la atención y constituía el epicentro era la cocina: Inmensa, clara, generosa. Estaba sobre un voladizo que aseguraba frescura todo el día, y por el calado de una gran ventana que había al fondo, llegaba el rumor profundo del río que hasta en verano bajaba furioso y parecía de mazamorra. La estufa era de carbón y estaba dispuesta en isla central, con herrajes gruesos y completos. Del techo pendían tres yuntas de eucalipto curado en donde guindaban toda suerte de ollas, hondas, pandas, arequiperas de cobre, calderos, cacerolas, fondos y cucharones de metal y de palo. Siempre estaba presente un suave olor a romero, y en el marco de la puerta había ataos de ajos, albahaca, cilantro, gajos de cebolla y la consabida mata de sábila. En el fondo estaba el horno de leña, con sus parrillas, bandejas y herramientas y un mesón firme y largo de madera cruda, suelo de tablón y baldosas blancas con arabescos azules.
Pasaban los días y por alguna razón (por gracia, no sé si de Dios o del destino) ella no quedaba en cinta, y el asunto se fue convirtiendo en su obsesión: Probaba todo tipo de emplastes y menjurjes, revisaba con ahínco el calendario y acosaba a su marido para que cumpliera en la hora y el momento preciso. Preparaba todo –desplegaba su mejor esfuerzo- y cuando la tarea estaba cumplida, le daba la vuelta al cristo que desde la pared del fondo gobernaba la habitación y adoptaba la incómoda posición que aconsejaban las abuelas. Cerraba los ojos con ilusión y se quedaba dormida patasarriba como un gato.
Y finalmente del dale que dale -otra vez por gracia de Dios o del destino- por fin cuajó el asunto. Desde el principio fue muy difícil: Náuseas recurrentes, desvanecimientos, manchados, angustias. Fueron nueve meses de completa postración en los que las viejas del costurero se dedicaron a cuidarla: Leche de cabra, tortas de pan, bollitos, butifarras, bolitas de tamarindo, dulce de mango, suero, yuca y carne en posta con miel.
Y como cuando ha de ser es, el criaturito quien fue creciendo de a poquitos y prendidito de débiles telarañas, al séptimo mes se dio maña para nacer. Todo era alborozo y alegría; empezaron a llegar los familiares y de urgencia hubo que disponer lo pertinente para atender a tanto interesado.
Finalizado el pauperio de las veintiún gallinas, decidió levantarse de la cama y con pasos pesados, torpes, equívocos se dirigió hacia el cuarto de baño. Después de tanto tiempo de postración se estaba acostumbrando al pato esmaltado, pero ya era hora de volver a aliviar en porcelana. En su tambaleante trasegar pasó frente al chifonier y se fue llenando de horror cuando descubrió que la descomunal figura que se reflejaba en el espejo era la suya: Una mole blanquecina, suma de carnes sobre carnes, colgajos que escurrían de los brazos, perniles grumosos colmados de venitas azules, y sus famosas tetas se habían convertido en una triple cascada de pliegues que remataba en un gran pellejo que escurría sobre el vientre. Pero lo que más le impactó fue descubrir que en los codos se le había formado aquel hoyito que sólo le sale a las gordas. A las gordas de verdad.
V. La Noche
“elixires que escurrían como ungüentos por las barbas de Aarón hasta la borla de sus vestiduras”
Después de interminables horas de arrullos, rondas y mimos el niño por fin se había dormido. Seguramente el aya lo había dejado dormir de día y así no había poder humano que le incitara a conciliar el sueño. A esa hora de la noche, todo el cansancio de ese exasperante día de informes y evaluaciones se había acumulado en su cabeza y las sienes saltaban acompasadamente como si quisieran reventar. Abrió la ventana y sobre el titilar de las luces amarillas de la refinería tomó una bocanada de aire denso y caliente que se le atragantó en la garganta. Tosió con fuerza, como queriendo devolver ese sorbo grueso.
Decidió darse un duchazo de agua fría y con un estropajo curtido refregó cada parcela de su generosa humanidad. En el espejo sus brazos se veían cortos y, desde la última vez que había reparado en ello, el hoyito del codo se le había pronunciado notablemente. En sus muñecas y antebrazos se dibujaba un zurco que le daba cierto aire de bebé. Se dejó escurrir en un butaco de macana que había dispuesto lejos del chorro, y con una gran esponja se dedicó a recorrer -pliegue por pliegue, lonja por lonja, posta por posta- su esparramado cuerpecito. Como pudo se cogió de un toallero de porcelana y se empinó; a través del angeo se veía el pueblo con sus callecitas empedradas y no obstante ser de noche, el calor del suelo desfiguraba los rayos de las luces en halos de vapor. Revisó todas las esquinas y en cada una encontró un recuerdo. Le invadió un sentimiento de añoranza. El niño aún dormía.
Se embutió en un calzón elástico que de vainas alcanzaba a recoger su trasero. Luego se enfundó una batica de tiritas y esparramada en un somier dedicó más de dos horas a aplicarse cremas y ungüentos. Al menos hasta donde sus bracitos regordetes alcanzaban. Cada cinco minutos tomaba una toallita cuadrada de una cesta de mimbre y se secaba -en estricta rutina- la nuca, la papada, los sobacos y la entrepierna; le aterraba ese olorcito a orines que suelen coger los gordos.
El abanico zumbaba con fuerza en el vano propósito de empujar ese aire denso, y cuando terminaba de secarse la entrepierna, ya por los pliegues del cogote destilaba un sudor espumoso como de enjalma de bestia. Se aplicó en las rodillas un emplaste de alcohol con marihuana que desde niña le aplicaban para adormilar los cansancios y desatar los calambres; ahora lo usaba para calmar los picores de dos llagas vivas que con la postración había desarrollado en las posaderas. A trasluz, sus ubres se confundían en una cascada de carnes que, a no ser por los pezones negros que con el golpe de respiración aparecían y desaparecían, parecerían las tetas de una perra recién parida.
Como todas las tardes, había adornado la salita con velas de olor y en un estéreo viejo había puesto a sonar música de Edith Piaff que evocaba los buenos años: “Non, je ne regrette rien”. Cumpliendo su rutina descorchó una botella de vino tinto y dispuso sobre la mesita de nácar el mantelito de Brujas y dos copitas esbeltas de vidrio verdoso. Se dispuso a esperarlo esparramada en el sofá (que más parecía el diván de un sicoanalista) y mientras miraba ilusionada y alternativamente, una vez a la ventana y otra al relojito que se le perdía en los pliegues de la muñeca, trataba en vano de esconder entre los vuelos de su batola wayú las prominentes llantas y mondongos que pendían de su barriga. Cuando se acabó la botella, quedó fundida abrazando un cojincito motoso y percudido; en sus sueños devoraba ilusiones y mordisqueaba sus labios como añorando faena.
Ese día se despertó al alba. Una sed infernal le quemaba la garganta y su cabeza pulsante le quería estallar. Se respiraba un calor especialmente pegajoso. A contraluz identificó la silueta de su esquivo amado en el estar: lo vio encorvado sobre el teclado del computador. El resplandor del monitor daba un aire mágico a la habitación y en los rincones se dibujaban mil fantasmas amenazadores, que aparecían y desaparecían suavemente, una y otra vez como mecidos por la brisa. Miró hacía la ventana y estaba cerrada.
Allí estaba ese cuerpo esbelto que tanto deseaba. Siempre había admirado su juicio, su responsabilidad y su obsesivo amor por el trabajo. Adoraba toda su intelectualidad y -si su aprehensión por tales labores alguna vez le llegó a producir celos- ahora le encantaba que llegara a casa y se sumergiera a su computador. Ya era connatural que paliara sus desvelos entretenido con la máquina.
Lo observó extasiada y admiró esa silueta entregada a la exploración del ciberespacio en medio de la oscuridad. A contraluz se descubría su espinazo de gato, su vientre defensivo y sus plexos perfectamente definidos, que temblequeaban firmes al son del teclear arrítmico que de pronto se detenía como para abrir espacio a la más profunda reflexión. Era evidente que había una mágica empatía con la máquina y que él no ponía reparos para dejarse absorber por su computador. La pantalla lo devoraba y él parecía disfrutarlo. El ritmo del teclear se iba haciendo frenético, y de pronto, se detenía abruptamente; como si no encontrara la ficha precisa… entonces, suspiraba profundamente, se estiraba como un can, cerraba con fuerza los ojos, levantaba la cabeza al cielo como en mística oración y de nuevo se enconchaba.
Ella se levantó con sumo cuidado para no producir algún ruido que pudiera romper tan sublime concentración. Muy en silencio se fue acercando y cuando estaba en la puerta se detuvo un momento para seguirlo admirando: En la penumbra se podrían contar sus costillas y las mil goticas de sudor que escurrían por sus hombros. Quiso sorprenderlo con un beso, pero sintió reverencia por su dedicación… Pasaron varios minutos de silente veneración hasta que –de súbito- una explosión de luz de la pantalla le reveló la figura de su esquivo amado gobernando en su templo, ensimismado en su íntimo rito de pasión y adoración, aferrándose pletórico del “joystick” para tratar en vano de paliar las severas amenazas de erupción en ese vaivén estertórico y gozoso de su onanismo cibernauta.
Imagen: Oskar Kokoschka. La novia del viento. Óleo sobre tela, 1914.
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