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La “cruel” vida de Aldo

En esta crónica, un miembro del Consejo Editorial nos presenta la interesante historia de Aldo, uno de los tantos mariachis que se ubican por la Avenida Caracas con Calle 57.

Por: Daniel Felipe Enríquez Cubides. Estudiante de tercer semestre de Derecho, opciones en Gestión Pública y en Estudios Interdisciplinarios sobre Desarrollo y miembro del Consejo Editorial. df.enriquez@uniandes.edu.co.

El sonido del arma disparándose nubló la atmósfera de un día normal de trabajo. La bala ingresó por la parte baja de su clavícula, cegándole la vida instantáneamente. El carmesí de su sangre ensució el pulcro y blanco vestido de mariachi que llevaba puesto, mientras que el asesino había escapado sin dejar rastro. ¿El motivo? Cobrar cien mil pesos de más por realizar nuevamente una serenata, en el funeral del líder de una pandilla. La anterior escena corresponde a la respuesta de Aldo frente a la pregunta de cuál había sido la peor experiencia de su vida durante el trabajo. Con una voz sombría, y un semblante distraído, narró los hechos del homicidio de su compadre en el año 2006, quien simplemente se metió con la gente que no debía. Su único delito fue haber sido todo un prodigio en la música, pero con muchas necesidades que suplir.

Me acerqué a Aldo un sábado por la tarde, en el costado oriental de la Avenida Caracas con Calle 57. Con mucha curiosidad había visto el gran número de mariachis que ofrecían sus servicios en esa zona, despertando casi que una necesidad de conocer la historia detrás del sector conocido como “La Playa”. Había llovido todo el día, por lo que pensé que no iba a encontrar a nadie trabajando. No obstante, allí estaban ellos: vestidos con sus trajes blancos, totalmente presentables, como si las dificultades del clima hubieran estado en mi imaginación. Varios se me acercaron de forma agresiva a ofrecerme sus servicios, que oscilaban entre los $120.000 por un servicio básico (una serenata simple con 8 canciones) y los $300.000 por el paquete de lujo, que incluía una botella de vino, un arreglo floral y dos horas de vallenatos, rancheras y orquesta.

Seguí caminando por las estrepitosas calles y después crucé por un callejón algo tétrico. Entonces fue cuando lo vi en una esquina, vestido con un precario traje verde. Un hombre de avanzada edad, con unas pocas canas que abrían paso a la ausencia de lo que alguna vez debió ser una prominente cabellera. Su mirada profunda y su alta estatura lo hacían un personaje bastante particular, aunque de cerca se notaba el profundo deterioro, resultado del paso de los años. Allí estaba parado aquel hombre, sonriéndole con su dentadura amarillenta a quienes pasaban por su lado. Sin duda alguna era la persona de edad más avanzada que había visto hasta entonces en aquel lugar, cosa que después confirmaría al saber de sus setenta y dos años de vida. Me acerqué precavidamente y entablamos una conversación sobre lo agitada que se pone la ciudad en un día lluvioso. Después de entrar en confianza, empezó a contarme más sobre su historia.

Su verdadero nombre es Fabio Hernández López, pero hace más de medio siglo que nadie le dice así. Llevaba trabajando alrededor de cincuenta y cinco años en Bogotá, cuando llegó desde el Bajo Tolima a los dieciocho años. En el sector de “La Playa” trabajaba desde hace cuarenta y cinco años. Abandonó su hogar y a su familia, con todas las comodidades que tenía en su tierra natal, para perseguir un sueño que en aquella época solo era posible en la capital: vivir de la música. Y en Bogotá encontró lo que vino a buscar, aunque sujeto a los caprichos del destino y a las travesuras de una ciudad viva. No por menos, el universo conspiró para que se volviera mariachi, ya que inicialmente venía a trabajar con una orquesta, que le ofreció la oportunidad de un trabajo estable. Con ellos aprendió casi todo lo que necesitaba saber para desenvolverse en las tarimas de bares y restaurantes.

Es irónico que, por esas mismas vivencias, después terminaría ofreciendo sus servicios en las calles del sur de Chapinero, indefenso ante las inclemencias del clima, pero con una cierta libertad en su trabajo. La situación de Aldo fue la tragedia de los muchos músicos que se vieron desplazados, hace varias décadas, por la llegada masiva de las rockolas a los pudientes establecimientos del país, los mismos que antes solían contratar sus servicios. En aquellas hostiles calles, de nada servía un cantante de orquesta si no era capaz de ofrecer una mayor variedad de repertorio. Así, Aldo se convirtió en mariachi por la fuerza.

A medida que oscurecía, las agitadas y movidas cuadras del sector mutaron en una prevenida y selectiva concurrencia de clientes, que demandaban los servicios de las agrupaciones de mariachis. Desde carrozas fúnebres hasta vehículos de alta gama se aparcaron junto a una serie de corroídas fachadas que, con letreros casi ilegibles, anunciaban el funcionamiento de hospedajes informales. En aquel momento, me percaté de la fracasada tarde que había tenido aquel hombre con el que había estado hablando por horas. Aunque en ningún momento de la conversación había dejado de repartir sus pequeños volantes, en donde se promocionaba como el mariachi de mayor experiencia en Chapinero, nadie había mostrado interés alguno en su oferta. Fue entonces que reuní el valor para preguntarle por su familia, para saber si alguien le brindaba apoyo económico.

De sus doce hijos, con siete mujeres distintas, solo mantenía el contacto con uno de ellos. El menor de todos, de 30 años, quien era el único de sus descendientes con el que compartía el gusto por la música, o cualquier gusto. Con los demás, nunca pudo construir una relación paternal. Tan solo le alcanzaba el tiempo para trabajar sin descanso, reuniendo el dinero suficiente para responder económicamente por todos aquellos de sus hijos que no tenían otro responsable, que según él fueron la mayoría. Con una sonrisa de complicidad, me comentó que sacó adelante a seis de ellos sin el mayor esfuerzo. Abogados, ingenieros, arquitectos, todos beneficiados de las rentas que el narcotráfico movía por el “bajo mundo”. En más de una ocasión había ido con sus compañeros a ofrecer grandes serenatas para esbeltas modelos, en las fincas de traquetos y políticos de la aristocracia capitalina. En aquella época, lo que nunca faltaba era el trabajo, pero tampoco el constante peligro de meterse con quien no se debía. El fantasma de la muerte perseguía a quienes se dedicaban a la labor de Aldo. Montarse en la travesía de cantar en los escondites de aquellos hombres de la mafia, era como embarcar en un ligero trozo de madera destinado a naufragar.

Ahora no quedaba ningún vestigio de aquella “gloriosa época”. El único ingreso que le permitía subsistir, y pagar “la multa” para dormir en los aludidos hospedajes, era el apoyo de su hijo mariachi, que de vez en cuando se lo llevaba a trabajar con él. Según Aldo, varias veces había tratado de convencerlo de retirarse y vivir tranquilo sus últimos años, pero se había negado a relegarse a una vejez estática. Este mundo no es vida para nadie, me decía. Con una inmensa tristeza reconocía que, en sus momentos de esplendor, cuando se encontraba por encima de las nubes, nunca previó que aquel sueño iba a terminar.

Con el nuevo milenio, la vitalidad de Aldo se fue apagando de poco. No obstante, pese a lo desagradecida que la misma había sido con él, a su criterio, le debía todo a su profesión. Por eso nunca fue Fabio, sino Aldo. Pese a las crueldades que había padecido a lo largo de su vida, para él nada era más satisfactorio que entonar las baladas y rancheras de Javier Solís. Especialmente, la canción Amo y esclavo, su favorita. Al son del “No sé cómo fui a quererte, ni cómo te fui adorando, siento morir mil veces, cuando no te estoy mirando”, Aldo describe su relación con la música. Un amor melancólico que a veces era una carga, pero también un escape de su realidad. Solo por eso se mantenía en aquellas calles nocturnas, tratando de robarle al paso del tiempo la mayor cantidad de existencia que pudiera.

Cuando ya parecía que nada más iba a pasar aquella noche, el hijo de Aldo llegó con una sonrisa y dos cervezas en la mano. Entregándole una, y llamándolo viejo querido, lo invitó a subirse en una vieja camioneta, con destino a algún cumpleaños en el norte de la ciudad. Una cortés despedida fue lo último que vi de aquel hombre, que con una energía inmensa y un caminar decidido, como si fuera aquel joven de pueblo que llegó por primera vez a la ciudad, se disponía a hacer lo único que lo mantenía con vida. Se alejó a la que tal vez sería una de sus últimas serenatas, o quizás no. Independientemente de ello, cada canción la entonaría con energía, como si fuera la primera, pero también con amor y fatalidad, como si fuera la última.

Imagen: Revista Bacánika

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Zona Crónica

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