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COVID-19: Un asunto de justicia social

“Este es un virus democrático, no discrimina a nadie,” se les escucha a muchos en la calle y se lee a menudo en redes sociales. En una parte tienen razón. En los últimos 100 años no habíamos tenido una crisis de salud pública tan universal, por decirlo así, como la que vivimos hoy. A la fecha en la que escribo, se han reportado más de 500 mil casos de COVID-19 en 175 países, la mayoría en Italia, España, China e Irán. Este jueves, 26 de marzo, Estados Unidos se convirtió en el país con el mayor número de contagios confirmados. En un mundo tan conectado como en el que vivimos, es imposible creer que exista un lugar al que este nuevo virus no pueda llegar. 

Todos nos vamos a ver afectados, incluso si jamás llegamos a contagiarnos, porque al final el impacto no es solo en salud. Los gobiernos del mundo están tomando medidas drásticas para contener la propagación del SARS-CoV-2 (nombre oficial del virus) y eso resulta en una afectación sustancial en la economía, en el empleo, en la educación y en general, en la forma como estábamos acostumbrados a llevar nuestras vidas. La pandemia nos afectará a todos y en ese sentido sí es “democrática.” En lo que no estoy de acuerdo es que ese impacto sea igual para todos. Ahí está la sutil diferencia. Todos nos vamos a ver impactados por esta pandemia, pero unos más que otros.

Para comprender la injusticia tras la COVID-19 vale la pena mirar la injusticia que históricamente ha marcado a las enfermedades infecciosas en general, aquellas que se transmiten entre personas y que son causadas por un patógeno, llámese virus, bacteria, hongo o parásito. Llevamos siglos enfrentando enfermedades como estas, las cuales comienzan como brotes y terminan convirtiéndose en epidemias. El problema es que muy pocas llegan a los medios de comunicación. El VIH, la tuberculosis y la malaria son las más llamativas entre una lista amplia de males que la literatura hoy llama enfermedades infecciosas de la pobreza. El nombre de esta categoría refleja una realidad desoladora pero cierta: estas enfermedades vulneran más, en lo económico y en lo social, a quienes históricamente han sido más vulnerados. La COVID-19, como enfermedad infecciosa que es, no se escapa a esta realidad. 

Todos tenemos posibilidad de infectarnos y todos tenemos la posibilidad de enfermarnos. Sí. Pero la realidad de la injusticia tras la pandemia es que algunos tienen mayor probabilidad de contagiarse del SARS-CoV-2 y mayor probabilidad de salir peor librado de la COVID-19. Lo que determinará esa probabilidad será la posición económica y social de las personas. Entre más pobre se sea, mayor será el impacto. Ahí es donde no comparto esa frase inicial. La pandemia sí discrimina.

Empecemos por las posibilidades de contagio. Para evitar que el virus llegue a nuestro cuerpo necesitamos reducir el contacto entre personas, lo que conocemos como el distanciamiento social, y lavarnos las manos frecuentemente para eliminarlo si termina en nuestras manos. Si la naturaleza de mi trabajo no me permite quedarme en casa, de entrada, tengo mayor riesgo. Un tercio de los trabajos en Colombia se concentran en los sectores del comercio y la manufactura, labores imposibles de ejercer a distancia y casi la mitad de la población ocupada se encuentra en la informalidad. El distanciamiento social no es una opción para muchos. Con el lavado de manos ocurre lo mismo. Casi dos millones de hogares en nuestro país carecen de acceso a un servicio de acueducto. La población más pobre no puede distanciarse o lavarse las manos, no porque no quieran o no comprendan, sino porque no es una opción. Su probabilidad de contagio es mayor.

Una vez el SARS-CoV-2 entra, inicia el ataque y la probabilidad de que nuestro cuerpo venza el virus también es desigual. Mi sistema inmune responderá distinto dependiendo del acceso, la disponibilidad y la calidad de los alimentos que consumo. Los altos contenidos en sodio y azúcar de los peores alimentos incrementan la posibilidad de tener enfermedades del corazón o diabetes, condiciones que debilitan a las personas ante los efectos de la COVID-19. Claramente la población más pobre tiene una desventaja. Y a eso le agregamos el acceso desigual a los servicios de salud. Si vivo en un departamento que no cuenta con hospitalización o de internación en cuidados intensivos, si no hay ventiladores o personal de salud que pueda trabajar en condiciones dignas, la posibilidad de recuperarme será mucho menor. 

No solo estamos ante el mayor reto de la salud pública de la historia reciente. El virus hoy también nos enfrenta a la desigualdad que tanto hemos ignorado. El derecho tiene un poder enorme en la reducción de las inequidades y en el alcance de una sociedad más justa para todos. La salud será siempre una cuestión de justicia social.

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