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Mariana y el Mar de la Colombia profunda

Mariana Sanz de Santamaría es ejemplo vivo de tenacidad en la búsqueda vital de las personas por hacer de su pasión su profesión. Esta es la historia de una abogada uniandina que dejó un futuro convencionalmente “prometedor”, para ser profesora en una escuela rural de Barú y apostarle a su vocación. 

Era el 2018 y apenas se había graduado de la Universidad, pero ella quería ser profesora. No cualquiera. Quería ser una profesora buena, de esas a las que sus alumnos no se le duermen en clase y que no dejan tareas imposibles. Alguien con quien un niño quisiera aprender y pasar el tiempo. Tenía que intentarlo. Mariana se apuntó, sin darle más vueltas, a Enseña por Colombia, y se dispuso a pasar dos años como profesora, con un sueldo casi simbólico, en un lugar apartado de Colombia al que sería asignada aleatoriamente por la organización. 

Quizás ser Profesora en Barú no fuera lo mismo que ir a Kenia a enseñar en una aldea rural, como lo hizo cuando salió del colegio bogotano Nueva Granada en el año 2012. Sin embargo, le permitiría conocer la Colombia real, profunda y auténtica, desde la brutalidad de su belleza y su cruda realidad.

Mariana bailando el Waka Waka con los alumnos de Keumbu, una aldea rural en Kenia 

El primer reto fue llegar. No, llegar a Barú no era como ir a Cholón, aquel destino de excesos al que llega el turismo inconsciente: internacionales y nacionales  en yates costosos, con los parlantes a todo dar y vistiendo productos de marca. Llegar a Barú era llegar al pueblo que está al margen de este conocido eje turístico en donde Dios y la Ley se ausentan la mayor parte del tiempo. El pueblo de Barú es el heredero genuino de los  cimarrones- esclavos rebeldes que siempre buscaron su libertad -, el que conserva la identidad africana y mantiene en su esencia el eco lejano de los años mil seiscientos, aquellos cuando el tirano mandó. Para llegar hasta la Isla uno tiene que ir hasta Cartagena y, luego, tomar un bus por una hora para llegar a Pasacaballos, un corregimiento ubicado en la zona industrial de la ‘Heróica’ donde un mototaxista local lo entra a uno hasta el caserío.

Mariana llegó cargada de maletas y sueños, acompañada, como en su primer día de colegio, por la gente que la quería. Su mamá, mujer risueña de raíces caleñas que la animó a nunca rendirse; y su papá, adoración y maestro de su vida. Fueron ellos mismos quienes días después tuvieron que recoger su diploma de Abogada en la Universidad de Los Andes, porque ella ya no estaba ahí para hacerlo, ella ya estaba con sus “pelaos” en la Isla.

Llegó a su destino a finales de enero de 2018. Érase una vez Barú, como si de una crónica de García Márquez se tratara, en la que Mariana se sentía llegando a Macondo. Su entrada fue la novedad de un pueblo que observaba atónito a la nueva seño de inglés. Se instaló en la “Casa de Profes”, un lugar pintoresco en donde los enseñantes por Colombia tienen su propio espacio. Esa misma noche vinieron los niños, empujándose y abriéndose paso a codazos para lograr un espaciecito en la ventana, haciendo lo que los adultos, si pudieran y tuvieran el inocente atrevimiento que caracteriza a los niños, harían también: ir a curiosear quién era la nueva “Seño”, a ver si no iba a rajarlos a todos en “Inglé”.

En los días siguientes, descubrió que la música de Barú la tocan los jóvenes, no solo en los tambores, sino también en los pupitres, en las paredes, en las sillas, en el tablero y sobre todo lo que haga ruido en el aula. Es una fuerza incontrolable, que se acentúa con el hacinamiento al que se enfrentan, sudados e hiperactivos, uno junto al otro en un salón de cincuenta y seis estudiantes, sin buena acústica y con una infraestructura de baja calidad. 

Mariana entró al salón de clase y se dio cuenta de que a sus alumnos era prácticamente imposible calmarlos; detener el alboroto producido por la percusión existencial de sus mentes inquietas, para que le pusieran atención, era un gran reto. ¿Cómo los conquistaba? ¿Cómo lograba que pararan el juego que hacía retumbar las paredes, para escuchar a la teacher?

“¡Drums!”, gritó, imitando el movimiento de los tambores. Ninguno aguantó las ganas de moverse con ese sabor ancestral que les caracteriza. Se sorprendió cuando, después de un rato, al empuñar en el aire su mano derecha y taparse la boca con su índice izquierdo, invocando el universal símbolo del silencio, los alumnos la imitaron: hicieron silencio. La escucharon, su esfuerzo empezaba a funcionar. 

El principal desafío era construir una relación de respeto y confianza recíproca con sus estudiantes, para poder acompañarlos en su aprendizaje. Mariana, como todo maestro que se precie de serlo, estaba dispuesta a usar las herramientas a su alcance, y empezó con el baile, que, además de ser su gran pasión, era la pasión que compartía con sus pelaos y que, por ende, le permitiría acercarse a ellos. 

Bailó, sobretodo con ellas, cada vez que tuvo ocasión: en el desfile por la calle principal el Día de la Cruz de Mayo, en la presentación frente al colegio el Día de la Memoria Barulera, en el ritual del picó, en las clases de “Inglé”, todo cuanto pudo, todo cuanto quiso. El baile, como arte, le sirvió de lenguaje para iniciar conversaciones profundas con aquellos a los que quería ayudar, y que constituían su razón de estar ahí.

Mariana y sus peladas, antes de salir a bailar descalzas 

Y siguió funcionando. Desde el primer día se acercó a ella, en clases y fuera de ellas, una morena de medio metro, sonrisa valiente y mirada curiosa, que le pidió que le leyera cuentos o coloreara con ella – una muestra más de la ausencia de actividades para los jóvenes en el pueblo-. Cheidi, su “pulguita consentida”, había estado ya en la ventana esa primera noche, y siguió siendo su niña mimada hasta el día que se fue. 

También armó un grupo de niñas de secundaria, al que ellas mismas llamaron “Baruleras Poderosas”, como consecuencia de los 18 embarazos que hubo en el bachillerato de su colegio en 2018 y los casos de violencia sexual de los que se enteraba. En un intento por hacer algo, empezó a reunirse los sábados con peladas de 10 y 11 años, a hablar de lo que no se habla nunca: de la sexualidad, de los derechos sexuales y reproductivos, la menstruación y la violencia contra la mujer que estaba totalmente naturalizada. Así, abriendo un espacio seguro para discutir y aprender, fue que las niñas comenzaron a conocer su cuerpo y a entender, por ejemplo, que la menstruación no secaba la siembra, ni cortaba la leche, ni pinchaba motos. Empezaron 6 y terminaron siendo más de 70, incluyendo niñas de Isla del Rosario y de Santana. En el 2019 hubo 4 niñas embarazadas, 77% menos. Esto le confirmó a Mariana que la educación transforma. 

Hablaron de “cosas de mujeres”, pero de las reales, para que la menstruación no fuera un tabú y la copa menstrual un artefacto desconocido. Hablaron para que conocieran su cuerpo como una vía de empoderamiento sexual contra el prejuicio y la ignorancia que las estigmatiza, y para que pudieran mencionar feminismo sin sentirse culpables ni juzgadas. Este grupo reunió a mujeres con historias parecidas, se consolidó y continuó aún después de que “La Seño” salió de Barú.

Mariana con las Poderosas, quienes le enseñaron a vivir el feminismo, sentirlo y exigirlo 

Fueron sus Baruleras las que la hicieron consciente de lo real que era el riesgo de un embarazo no deseado y la violencia sexual en la inmensa mayoría del territorio nacional que representa la Colombia rural, barbaridad que la miró a los ojos cuando tuvo que enfrentarse incluso a los accesos carnales violentos entre sus estudiantes. Por ellas y sus realidades se volvió una activista en favor del aborto libre, gratuito y seguro, que le diera alternativas de salud reproductiva a sus muchachas, distintas a morir de ostracismo, vergüenza o desangradas por un aborto clandestino mal hecho.

No todo era color de rosa. Estaba Cuarto B, por ejemplo, “unas caspas que me sacaban canas y me hacían llorar”. Lograr que no “se empujaran ni cascaran entre ellos”, que hicieran el esfuerzo por siquiera responderle y encima, hacerlo bien, dando las respuesta correctas a las partes de la cara o los números del uno al diez en inglés, eran pequeñas victorias, pero muy satisfactorias, en un mar de frustraciones.

Con estos mismos pelaos se inventó clases al aire libre, circuitos de ejercicio para Educación Física, carteleras con caritas para inglés, mil diagramas de tablero para explicar Ciencias Sociales. Exploró todos los recursos pedagógicos y didácticos que se le ocurrieron. Innovó en medio de la precariedad, “con lo poco que hay”, y se armó de valor para llegar al aula, cada jornada, tan enérgica y boyante como el día anterior, o el primero.

Mariana aprovechó, también, que le gustaba el ejercicio. Revivió sus días de salir a correr por los caminos que a través de los Cerros Orientales apuntan a Monserrate, para correr con ellos por la playa y fundar su propio equipo de runners. Se esforzó, para ello, en conseguirles una dotación donada de tenis que, aunque les robaron, no los detuvo en sus retos diarios, corriendo de cara al sol mañanero que se asoma a orillas del mar Caribe y llevando a 5 de sus runners a su primera carrera en Cartagena. 

Cada mañana, al volver de las corridas, a todos les tocaba bañarse “de a  totumazos”, porque la Isla no tiene acueducto, como el 76% de la Colombia rural. Había que economizar el agua que vendían en botellones y timbos, y lo que caía del cielo de cuando en cuando para aliviar el sofoco isleño.

Mariana y los runners, a quienes citaba siempre a las 5 de la mañana para ir a entrenar

Allá descubrió lo que era construir país, cuando creía que ya lo sabía. Había sido una activista decidida por la paz, lideró en Uniandes la primera edición del Día Paiz en noviembre de 2016 (que desde entonces se lleva a cabo todos los años); fue directora del Comité de Responsabilidad del CEU y nunca se perdió una oportunidad de hacer parte de proyectos educativos (de hecho en el año 2015, durante su pregrado, fue profesora en las favelas de Brasil). Sin embargo, nada de esto la había preparado para el momento en que tuvo que construir país con sus propias manos, desde la tribuna agotada y desfinanciada de la educación.

¿Era una abogada que practicaba ser profesora, o una profesora que contaba con las herramientas de una abogada? 

En Barú  la tensión entre Derecho y Educación colisionó de forma más latente y, paradójicamente, más armónica, en la realidad macondiana, donde se vivían los rezagos del territorio afro, en disputa constante por sus derechos, su tierra y su reconocimiento. Como abogada, sabía que no era un conflicto armado como tal, pero sí la consecuencia de un Estado negligente que se ha enfocado en discusiones y objeciones inoportunas. Como profesora, sentía que el único mecanismo para solucionar este conflicto era fortaleciendo su identidad a través de la educación. 

¿Para qué le servía el Derecho en la tierra donde las normas no eran más que simbólicos mandatos de papel y donde la violencia, la falta de servicios públicos y el no tener un centro de salud decente, eran peligros más serios que terminar en la cárcel por desobedecer una? Si cualquiera de sus niños se enfermaba de gravedad, por ejemplo, el hospital más cercano estaba a una hora fuera de la isla. Parecía que vivir en Barú era la crónica de una muerte anunciada, donde nadie hace nada por alterar el final inevitable. 

Mariana Sanz de Santamaría, abogada uniandina y profesora de Enseña por Colombia en la Isla de Barú. 

¿Para qué le servía el Derecho en la tierra en donde el Derecho a la Salud y a una Vida Digna son saludos a la bandera?  Su formación legal la ayudó a recopilar los hechos de la compleja realidad barulera (la desigualdad, el riesgo del despojo, el atraso en el desarrollo, la subordinación de la mujer, entre otros) y decantarlos en problemas sociales, territoriales y ambientales, analizarlos con los rayos X del razonamiento jurídico y traducir las situaciones insufribles en planteamientos jurídicos concretos, para intentar arreglarlos, desde la enseñanza. Por ejemplo, ella misma colaboró en la interposición de acciones legales que buscaban defender el territorio colectivo de los negros, entendido este término como reivindicatorio y no discriminatorio.

En este sentido, Mariana es, ante sus estudiantes, como un litigante: no solo debe presentar la información relevante, sino que tiene que hacerlo de forma convincente, seducir con argumentos y razones, lograr persuadir a los receptores, invitándolos a querer saber más y a apropiarse ellos mismos del conocimiento, a cuestionarse y tomar postura.  Por eso es que, de hecho, el cambio que Mariana estaba generando ocurría también por fuera del salón de clase: en los bailes, en las carreras matutinas, en las reuniones con las Poderosas, en las sesiones extracurriculares y en los talleres, en donde Mariana les presentaba lo que ya era de ellos: el conocimiento y los derechos de su comunidad afro, dueña y nativa de su territorio. 

Mariana, la abogada uniandina que renunció a la posibilidad de ejercer en una firma de abogados capitalina, que siguió sus sueños cambiando las comodidades de la Cabrera por noches de ventiladores sin electricidad y colegios sin presupuesto. Encontró la felicidad lejos de su zona de confort, y entendió que quizás el Derecho, por sí solo y aun cuando sea una herramienta de cambio social, no trastoca realidades, pero que al unirlo con la educación, transforma. 

Entendió que el conocimiento que ella tenía no era el punto de llegada, sino el de partida y que, aún cuando fue a la Isla a enseñar, la Isla le enseñó a ella ¿Cómo hablar de justicia social sin educación, y cómo hablar de educación sin conocer la realidad auténtica de lo que se vive en Colombia?  

Desde que se fue de Barú, llevándose consigo el título eterno de “La Seño”, marchó con una certeza en la maleta que trascendía la intuición: “uno cree que lo sabe todo y que viene a enseñar,  y resulta que vine fue a aprender”.

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