El poder ensordecedor del silencio


Vivir en cuarentena es una experiencia extraña, casi surreal. El solo hecho de imaginarnos en un encierro prolongado indefinidamente dentro de nuestras viviendas nos parece una actividad angustiante en sí misma, teniendo en cuenta el ritmo acelerado y vibrante al que la mayoría de las personas nos hemos acostumbrado a vivir. Nos enfrentamos a una situación sin precedentes en nuestra historia reciente y la cual ha cambiado – quizás para siempre – la manera en que vivimos y cómo nos percibimos en sociedad. Las fechas de finalización de cuarentena que dan los gobiernos del mundo continúan ampliándose a medida que observamos cómo esta pandemia nos obliga a enfrentarnos a algo a lo cual le solemos huir y una de las razones por las cuales participamos tan fervientemente en este ritmo acelerado de vida: nuestros pensamientos.
Entre menos acompañados nos encontremos, serán más frecuentes esos momentos en los cuales nos vemos obligados a escuchar a nuestra cabeza y darnos cuenta – por lo menos, en mi caso – que hay muchas cosas que aún no entendemos sobre nosotros mismos y otras cosas que pueden llegar a incomodarnos.
Es muy diferente vivir en cuarentena cuando se pasa dicho aislamiento en familia ya que, al fin y al cabo, los espacios vacíos pueden llenarse con tiempo de calidad con nuestros seres queridos: noche de juegos, ver una película o cocinar juntos. Pero pasar el aislamiento en soledad requiere de un esfuerzo adicional, de encontrar verdaderas razones por las cuales no ceder ante la ola inminente de pensamientos que pueden surgir en una situación como esta. Lo anterior no significa que esto sea cierto en todos los casos: puede vivirse en un entorno familiar tóxico que dificulte el aislamiento en casa, así como deben existir personas a quienes no les cuesta en lo absoluto estar a solas con sus pensamientos.
Siempre me ufané de disfrutar el estar sola, algo que puede resultar difícil en general y que, para algunos, es hasta un poco extraño. Al fin y al cabo, somos animales sociales y nuestra existencia se basa primordialmente en las relaciones sociales que establecemos; pero yo siempre he sido una persona tímida y, como se dice coloquialmente, ‘elevada’, ensimismada la mayor parte del tiempo, por lo que el estar sola no es algo que me haya incomodado. Por ello, siempre creí que, cuando llegara el momento de vivir sola, no tendría problema alguno. Y así había sido, hasta ahora.
Este año, tuve la oportunidad de iniciar la práctica de una de mis carreras en el exterior, en Ginebra, Suiza. Un reto en todos los aspectos: nunca había vivido sola, es en otro país, con otro idioma y la práctica no es remunerada. Precisamente debido a esto último, y teniendo en cuenta que Ginebra es una de las ciudades más costosas del mundo, decidí vivir en una comuna en Francia cercana a la frontera y a la cual llega el transporte público de Ginebra.
Los primeros meses, todo iba marchando a la perfección. Mi rutina diaria entre semana consistía en ir a trabajar, salir a caminar por la ciudad un rato y volver al apartamento. Los fines de semana, aprovechaba para conocer a fondo el lugar donde vivo y la ciudad donde trabajo, para familiarizarme con el que sería mi entorno por los siguientes seis meses. Luego, llegó el COVID-19 a Europa. Ese drama que veíamos tan lejano, iniciado en una ciudad remota de China y al cual le conferíamos una simpatía simbólica con tintes de lástima, había llegado al Viejo Continente de manera estruendosa.
Debo decir que todo empezó con el pie izquierdo para mí. El día en que, en mi lugar de trabajo, nos enviaron para nuestras casas hasta nuevo aviso, fue el día de mi cumpleaños, el 13 de marzo. De por sí, desde el inicio de esa semana ya me sentía un poco desanimada porque, por primera vez, pasaría mi cumpleaños lejos de mi familia. El lunes 16 de marzo, el presidente Emmanuel Macron anunció una cuarentena por dos semanas, iniciando el 17 de marzo al mediodía. El aislamiento ya no era voluntario, era obligatorio.
La primera semana fue relativamente sencilla: la mayor parte del tiempo, me mantuve ocupada en actividades de ocio que había puesto en pausa debido al trabajo. No obstante, hacia mediados de la segunda semana, empecé a sentir una angustia que me oprimía fuertemente el pecho y que podía notar cómo, lentamente, iba convirtiéndose en una permanente incomodidad.
El primer agravante fue el no tener trabajo. Ya que mi práctica gira en torno al sistema de Naciones Unidas y las reuniones fueron suspendidas hasta el 19 de abril, no hay mucho trabajo por hacer. El segundo agravante fue el sentir la necesidad de hacer algo ‘productivo’. Como no había trabajo, algo importante tenía que estar haciendo: leyendo un libro, aprendiendo una nueva habilidad o realizando algún tipo de actividad física. Y, a decir verdad, no podía encontrar la motivación para llevar a cabo algunas de esas tres opciones. El tercer agravante fue, con el pasar de los días, darme cuenta de que el encierro no iba a durar solamente dos semanas; pensamiento que se materializó cuando, faltando tan solo tres días para el final de la cuarentena, el Gobierno francés anunció la extensión de esta por dos semanas más.
En un principio, no lograba entender el porqué de mi constante sensación de angustia. Me despertaba y me iba a dormir sin que desapareciera por un momento en el día. Hasta que, la noche anterior a la escritura de este texto – y después de llorar por unos minutos sin razón aparente – me di cuenta de que mi incomodidad recaía en mi aversión por el silencio. Entendí que me gusta estar sola, pero no me gusta el silencio. Durante esos minutos de llanto – paradójicamente, en silencio –, comprendí algo sobre mí que antes no había comprendido, o que tal vez sí lo hacía, pero prefería ignorarlo. Entendí que mi necesidad de reproducir música en Spotify a todo volumen apenas me despertaba, de reproducir la radio o algún podcast mientras cocinaba o de ver un video en YouTube cuando comía responde a mi gran incapacidad de permanecer sola y en silencio. Porque el silencio absoluto y prolongado nos obliga a encontrarnos con nuestra mente, a escucharnos internamente y a enfrentarnos a pensamientos que nos agobian cada día pero que escogemos ignorar.
Cómo llegué a dicha conclusión es algo que sigo sin comprender muy bien. Tal vez inspiración divina o simplemente haber tomado la decisión de detenerme a considerar lo que estaba sintiendo (algo que, a la mayoría, nos cuesta mucho hacer), o tal vez una combinación de ambas. Lo que sí tengo claro es que me di cuenta de que ya no quería sentirme como me había estado sintiendo hasta ese momento y que lo mejor que podía hacer era escuchar mis pensamientos y, aún más importante, asimilar mis sentimientos. De esa manera, me di cuenta la capacidad que tiene el estar silencio para escucharnos realmente y, sobre todo, para sentirnos realmente. Sé que funcionó porque, por primera vez desde que inició la cuarentena, pude dormir profundamente y en paz.
Mi relato no pretende ser una especia de ‘guía básica’ para asimilar la cuarentena, Como lo mencioné al principio, cada persona vive sus experiencias de aislamiento de manera distinta. Seguramente, aún me quedan muchos aspectos por entender sobre sí misma y reconozco que, de manera egoísta, escribir este texto hace parte de un proceso terapéutico, el cual espero poder mantener en estos días que nos esperan. También reconozco mi privilegio y que mis preocupaciones palidecen en comparación con la situación que pueden estar pasando personas con verdaderas necesidades que deben ser atendidas en medio de esta crisis. No obstante, espero que este relato sea de ayuda para cualquier persona que esté atravesando por una situación similar a la mía.
Mi consejo es: asimilen, entiendan y aprecien el silencio porque podrán encontrar en él un poder ensordecedor que es capaz de traer introspección y calma. Si hay días en los cuales no sienten motivación para llevar a cabo actividades ‘productivas’, no se preocupen: a veces, estar en silencio es lo más productivo que se puede hacer. Eso es, para mí, un aspecto positivo que ha traído la cuarentena (si es que se puede hablar de aspectos positivos en esta situación) y que ya nos hacía falta experimentar como sociedad, tanto en lo individual como en lo colectivo.
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