Entre la muerte y las políticas públicas


«Estas políticas, que surgen como la respuesta a una situación del más difícil manejo, hasta en un país como Colombia, donde sus personajes sí tienen nombre, parecen salidas de una ficción«.
Fue con mucha sorpresa que encontré un libro de José Saramago del que nunca había escuchado. Me lo regaló hace unas semanas mi hermana en mi cumpleaños, de esos que ahora se pasan en la casa. El libro, que se titula “Intermitencias de la muerte” (2005), trata una situación insólita, no por menos irreal, imprevista y rara: en un país que no tiene nombre (y que por tanto puede ser cualquier país), la gente que lo habita (que puede ser cualquier persona) de un día para otro deja de morir. De manera extraña, y como todo ahora, no pude evitar relacionar lo que leía con la situación que estamos viviendo.
La urgencia en el libro, que dista mucho de ser una pandemia porque no es contagiosa, sino que a todos ataca a la vez, genera una incredulidad en los ciudadanos que, perplejos, no saben qué hacer ni de qué manera reaccionar. Pues bien, que la gente nunca muera trae más problemas de los que uno pensaría: sobrepoblación de gente mayor; sobreocupación de hospitales; depresión económica en sectores que dejan de considerarse necesarios, como las funerarias o las compañías aseguradoras de vida. También está presente un conflicto fronterizo en el que el gobierno, tras percatarse de que la gente llevaba a sus muertos a los márgenes geográficos para que allí fallezcan (pues ahí aún pueden hacerlo), no tiene más remedio que cerrar sus fronteras. La medida surge, entre otras cosas, como una respuesta ante la presión de los países vecinos, a quienes poco les convenía que llevarán gente a morir en sus territorios.
La analogía del relato con el coronavirus es imperfecta, porque las crisis emergen de causas distintas y porque, ante la emergencia de cada situación, la gente actúa diferente, aunque de manera previsible para la coyuntura en que viven. Una diferencia fundamental es que la pandemia genera un sentimiento de miedo a ser contagiado, mientras que en el relato de Saramago saben que no hay nada que puedan hacer: simplemente nunca morirán.
Hay, sin embargo, una similitud inquietante y profundamente llamativa: la urgencia imperante y necesaria de crear políticas públicas que remedien la situación, que resuelvan los problemas de la población, o que, cuando menos, la contengan. Estas políticas, que surgen como la respuesta a una situación del más difícil manejo, hasta en un país como Colombia, donde sus personajes sí tienen nombre, parecen salidas de una ficción.
En Colombia, Claudia López planteó hace poco la posibilidad de que se implementaran carros y taxis compartidos para aminorar, según ella, el flujo de personas en Transmilenio. Paradójicamente, el que parece ser el primer fallecido por coronavirus en Colombia se contagió en Cartagena en un taxi. Aunque parece una respuesta obvia, la urgencia que obliga a los mandatarios a crear nuevas políticas -y a hacerlo rápido- hace que se dejen las obviedades de lado, porque en situaciones como estas nada es evidente y ninguna posibilidad puede ser descartada. No sabemos con certeza qué funcionará o de qué manera sobrellevar una situación para la que cualquiera parece ser inexperto.
Como si de un absurdo designio se tratase, surgen diversas políticas ante una situación de realidad insólita. En el caso de Saramago, tras la necesidad de no dejar deprimir al gremio de las funerarias, ordenan a las personas que, tras la muerte de sus mascotas, las entierren en un velorio con ataúdes, cánticos y ramilletes de flores. Los trabajadores de los gremios, como era de esperarse, sintieron su dignidad vulnerada, ridículos, realizando labores para las que no se habían entrenado. Acá tenemos el pico y género, medida que ha dejado entrever, para muchos, las dinámicas patriarcales y estigmatizantes que aún imperan en la consciencia colectiva de la ciudadanía. Por ejemplo, supermercados con más afluencia de personas en días «de mujeres» o constantes señalamientos y rechazos contra la población trans, no solo por parte de policías, sino también de funcionarios públicos; personas que también sienten su dignidad vulnerada.
Muchas de estas son políticas públicas con intenciones loables, pero con resultados opuestos. La ciudad sin nombre de Saramago toma la medida de estandarizar para todos una suerte de «muerte simbólica». Es decir, se determina que cada persona que llegue a los 80 años se entenderá como muerta para las aseguradoras, lo que las obliga a pagar las pólizas de vida y evita que la gente cancele masivamente sus planes. De esta manera logró garantizarse que las agencias de seguros no entraran en quiebras simultáneas, deprimiendo la economía nacional. Acá, donde sí muere gente -y precisamente porque muere gente- el Decreto Legislativo 538 proclamó el (últimamente popular) «llamado al talento humano para la prestación de servicios de salud»; política con pretensiones de llamar a todo aquel con conocimiento de medicina que no estuviese ejerciendo la profesión para que atendiera en los hospitales como respuesta a la gran demanda de personal.
En situaciones como esta, de un momento a otro nos vimos abocados a que incluso lo obvio ya no sea permitido. Las políticas públicas se crean como pilares sociales que evitan al país caer en el colapso; bastantes son aciertos, otras, aunque errores, son muchas veces imprevisiones ante la urgencia que llama a la rapidez de crearlas. Frente a una situación que antes no podía pensarse real, las políticas públicas se convierten en alternativas absurdas, de alguna forma rebuscadas, que llaman a la frase «si esto no es, entonces que alguien se invente algo mejor». Que es, en cierto sentido, verdad, porque muchas veces a nadie se le ocurre algo mejor.
Dentro del simbolismo que trae el encierro, lo súbito, lo raro que la situación implica, no parece todo tan ajeno o tan distinto al relato de uno de los clásicos de la literatura. Al final, en el libro se cuestionan qué harán con las pensiones porque, calculan, llegará un punto en que habrá más viejos que población económicamente activa. Ese día, el sistema entrará en un colapso inevitable. Las personas sin nombres se lo cuestionan con miedo, con un sin saber qué hacer que solo los impulsa a mirarse la cara perplejos, casi diciendo «y qué política nos inventamos ahora». Afortunadamente para todos, la historia termina en que todo el mundo vuelve a morir y el día del colapso jamás llega.
Acá, semanas antes del pico de infectados, la pregunta por las políticas es la de cada reunión, de cada llamada. Entonces, nuevamente, otra de las grandes diferencias con Saramago: el día del colapso aún no llega, no sabemos tampoco si, cuando llegue, la gente mágicamente dejará de morir o si se inventarán la política precisa que permita superar la catástrofe.
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