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Como un sueño recurrente

En la tarde del 13 de abril del 2007 el periodista Juan Sasturain juró que se había vuelto loco. Lo imagino sudando frío, frotándose los ojos para agudizar la mirada y creyendo con alma y cuerpo que la vida le venía de jugar un mal chiste, y que había vuelto al pasado: acababa de ver en la pantalla del televisor el mismo gol que Maradona le encajó a los ingleses en el mundial del 86; la copia exacta, milimétrica. Cuando por fin entendió su delirio, escribió uno de los mejores textos periodísticos que conozco: Lionel Messi, autor del Quijote: Así dice: “En estos tiempos de fútbol mecanizado y jugadas preconcebidas con ejecutores obedientes, no es demasiado raro que se vean goles iguales a otros –hay infinidad de casos en que se repiten calcados circunstancias y desempeños–; lo extraordinario del caso es que, precisamente, lo que se veía mágicamente repetido era lo –por definición-irrepetible, lo excepcional: el mejor gol de la historia. El de Messi no era ni mejor ni peor: era, de un modo inquietante, igual. No hizo otro gol parecido ni lo copió ni lo imitó ni lo tradujo: simple, increíblemente, lo hizo otra vez.” Como Pierre Menard, el célebre personaje francés del siglo XX inventado – o descubierto- por Borges que se propuso escribir palabra por palabra el mismo libro que Cervantes, Messi marcó el mismo gol que Maradona veinte años antes. Lo puede corroborar el curioso que lo desee: basta buscar ambos goles en Google, el memorioso. Los dos argentinos se deslizan a lo largo de la banda derecha dejando a su paso un camino de cadáveres  hasta llegar al área grande, quiebran ligeramente hacia adentro, driblan al arquero  y definen casi cayéndose, Messi con la diestra  y Maradona con la siniestra.

El de Messi, sin embargo, se siente un tanto insípido. No porque se lo haya clavado al inerme Getafe para un cupo a la final de la Copa del Rey y el demente de Diego lo  haya hecho en los cuartos de final de una Copa del Mundo y ante los inventores del fútbol. Es algo distinto. Le falta sazón, le falta sabor: le hace falta una buena narración, un locutor que sepa contar el cuento. Al de Messi lo recordamos solo a través de los ojos, mientras que al de Diego lo recordamos con la vista y el oído. Podemos ir el en el carro, o en el bus, y si prendemos la radio y escuchamos ese tá…tá….tá….gooooool…volvemos a estar ahí, en México, en el mítico Estadio Azteca, con otras 114 580 almas boquiabiertas y fedatarias de un gol espléndido. La de Morales es una narración única: no escatima en adjetivos ni en elogios –“Arranca por la derecha el genio del fútbol mundial”-; no le importa saberse indefenso y no le teme a las lágrimas, como los héroes del viejo Homero –“Quiero llorar”, dice, enjugándose las lágrimas-; desafía a Dios agradeciéndole no solo por el fútbol sino por Maradona mismo;  parece desbocado cuando grita con el corazón a punto de estallarle en la garganta: “barrilete cósmico, ¡¿de qué planeta viniste para dejar en el camino tanto inglés?!” La del anónimo narrador español, por el contrario, carece de gracia y de emoción. No dice nada. Es muy literal. Hubiera podido copiar a Morales así como Messi copió a Maradona –aunque, como afirma Sasturain, no fue una copia sino el mismo gol-y Menard a Cervantes.   

Porque no es gratis que a los sabios del balón los elogiemos diciendo de ellos que “saben leer los partidos”. No solo es bonito sino verdad. El partido, como el libro, se lee y se degusta. Un partido mal planteado se reconoce al instante como se reconoce una novela mal construida. Un pase a medias es como una frase que tropieza. Y el espectador, como el lector, no solo quiere llegar a la última página con la cabeza en alto, también espera que algo perenne se aloje en su corazón. 

Hasta la saciedad se ha dicho que el fútbol es como la vida. Lo más aterrador de esa afirmación es que quizá sea cierta. Trozos de vida viven en el césped y se organizan en él como palabras en el papel. Y el gol irrepetible que sin embargo se repitió puede verse como un ejemplo más del carácter cíclico de la historia y de la vida: los mismos déspotas nos gobiernan una y otra vez con peinados y mostachos diferentes, las guerras se reciclan en un macabro círculo, los incendios nacen de las cenizas de sus padres. Y el arte, glorioso, también se repite. El arte es original, como dijo alguna vez Chesterton, “no en el despreciable sentido de ser nuevo, sino en el sentido más hondo de ser viejo: es original en el sentido en que trata de orígenes”. 

El gol de Messi se nos antoja novedoso precisamente porque viene de una época antigua –quiero decir antigua en la breve vida del fútbol-. Porque fue a la raíz y no a la copa del árbol. La audacia de Pierre Menard al componer el mismo Quijote que Cervantes y la insolencia de Messi al hacer el mismo gol que Maradona nos roban el aliento y nos conmueven no tanto por su belleza intrínseca como por recordarnos que nosotros -los que nos encontramos al otro lado de la pantalla y al otro lado de la página- también somos artífices del milagro.

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