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Curioso abandono

Por: Sofía Valentina Jiménez Sánchez

Toda la vida he sentido fascinación por detenerme a observar objetos abandonados. No entiendo bien qué es lo que me llama la atención de ellos, pero contienen un misterio tentador y seductor. Un objeto, una cosa, más que instrumento es testigo. Contiene los secretos que solo revelamos en la intimidad de la soledad. Son los objetos abandonados los que tienen ese encanto de haber sido usados por alguien más, ya no son higiénicos, limpios, ni nuevos; ya tienen historia, ya conservan vivencias de anhelos, rabias, frustraciones y alegrías. Son objetos del día a día que casi hemos dejado de ver por la costumbre de usar. ¡Qué tentador resucitar historias desde la cotidianidad de las cosas!  

Creo que aún más que el objeto mismo, lo que configura el misterio es ese “alguien”, ese dueño anterior. Una persona que, sin saberlo, plasmó tantas emociones en el objeto abandonado. Nadie cree que un objeto pueda traicionarlo, son cosas cerradas, no hablan, no transmiten, no hay nada que esconderles y, sin embargo, lo pueden revelar todo. Imagínese un libro, un libro nuevo que compra o le regalan tiene el encanto propio de su autor, de lo que cuenta, del libro en sí mismo. Ahora piense que se encuentra un libro que alguien dejó por error, ya no es solo el libro lo que interesa, sino la persona que lo dejó. El libro como objeto me revela miles de detalles. Si está o no en buen estado sacaré mis conclusiones sobre la persona. Tal vez lo tilde como una persona descuidada, algo sucia, hasta puede generarme cierto desprecio ¡sin siquiera haberla visto en realidad! Además, si tiene partes subrayadas habrá más cosas para comentar. Ahora me interesa también la psicología de esa persona, querré averiguar por qué le gustó esa frase o por qué subrayó esa palabra particular. Y así, voy creando el perfil de quien usó el libro. Lo vuelvo personaje, personaje de fábulas, fantasías e historias.  Ya no es persona, ahora es personaje.  

¿Qué soy entonces ahora? Probablemente creadora o, simplemente, una chismosa. La curiosidad lleva a imaginar cientos de historias, escenarios y personajes. La verdad es que en esos procesos de creación no solo estamos tratando de descubrir al otro, sino que damos pistas sobre quiénes somos nosotros. Yo, por ejemplo, soy claramente un ser que no controla la curiosidad, que observa cada detalle de las cosas que se encuentra. Pero también recuerdo a Francis Ponge que se detenía en sus poemas a observar los elementos más cotidianos de nuestro día a día porque sentía que reflejaban todo el macrocosmos en sus detalles. Basta leer su poema Le pain para ver en cada miga de pan una estrella del universo y sentir “une masse amorphe en train d’éructer fut glissée pour nous dans le four stellaire”1. Y así, todos nos paramos en un punto diferente, tomamos los objetos y les damos el significado que nosotros queramos. Es más, tal vez ese objeto es solo eso, solo pan del que comemos usted y yo. Simplemente está puesto ahí, objetivo, sin huellas ni historia. La historia soy yo, y también es usted. La historia es quien ve y lo que crea, no de donde surge.  

Y ese abandonado es ahora libre, disponible, abierto, se exhibe pretencioso, sin dueño y sin afanes, desprovisto ya de angustias y beneplácitos, como cuando se ha cumplido lo prometido. El espacio es solo estar ahí, quieto y cómodo.  

El abandono es, a veces, el remedio contra el bullicio que nos atrapa, ese infernal ruido que circula por las venas. Como lo fue alguna vez el objeto, yo soy poseída por la inmarcesible ocupación y concentración, la rutina, el trabajo y el infinito quehacer. Nunca me abandono al vacío, la distracción, la inutilidad, la simple vida para ver sin complacer.  

Entonces ya no pienso en el objeto abandonado que me convoca a la hilaridad, sino que decido ser sujeto abandonado, un ratito, donde mis historias ni me pesen ni me levanten; donde a los ojos curiosos nada les afiance ni sus certezas ni sus dudas, como un juego donde el sujeto abandonado gana por ser libre y juguetón en la quietud del sinsentido. Se trata de permitir que, por momentos, mi cuerpo me sea ajeno, el ruido del quehacer se desvanezca. Un estado sereno donde solo la curiosidad me habita, para ver más pero no para complacer más.  

Sin embargo, no hay que quedarse allí. Quedarse allí es olvidar el deleite que provoca. Como todo lo bueno en la vida, se debe disfrutar de a bocados pequeñitos. Quedarse con ganas de más y no aburrirse de él. Por eso me rescato, me dejo poseer otra vez por el ruido. Y, tras el abandono, el ruido es musical, soportable, amigable. Ya tengo donde escapar cuando se desafina, cuando otra vez es ruido. No se olvida la puerta del abandono, del sinsentido que nutre la vida.   

¿Y ahora en qué quedamos? ¿Yo misma me abandono y me dejo poseer? Pues sí, me permito los caprichos de los objetos. Dejar de ser actriz constante y a veces solo ser testigo, confidente de la vida, de la cotidianidad, del ciclo que mueve cada hilo de nuestras vidas. Por momentos descansar, testimoniar sin acusar ni defender. Nosotros controlamos la mirilla desde la cual abrimos el mundo y lo vemos, se trata de saber cuándo solo verlo y cuándo participar. Un constante juego de naipes donde el objetivo tiene que ser la tranquilidad y la paz.  

  1. “(…)una masa amorfa eructando fue deslizada para nosotros en el horno estelar.” “El pan” de Fracis Ponge, en «Parte de las cosas», 1942

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