Culpad al Rey, no a la vaca

Por: Gustavo Páez Jr.
Colombia es un país de ambigüedades y diferencias, una eterna desventura entre alegría y furia. Poco a poco, o más bien, “de mucho en mucho”, ha permitido una polarización enceguecida por la falsa creencia de la adhesión sin condiciones, el fervor de seguir a una persona o partido como solución a todos nuestros problemas. ¿Qué tal si, al menos en gracia de discusión, nos planteáramos culpar menos al “rey” de turno, y mirarnos más a nosotros mismos? Como dijo alguna vez el lama Thubten Yeshe: «Cuando revisas tu propia mente correctamente, dejas de culpar a otros por tus problemas».
El 2020 es una fábula de Saramago, un punto de quiebre histórico que consigo trajo la oportunidad de repensarnos lo que somos y cómo lo hacemos, un año iconoclasta en el cual las verdades establecidas se someten a la revisión de la realidad, para actualizar o desaparecer. Con el resurgir de la solidaridad, la caridad y el buen corazón, ha salido a la luz también una auténtica forma de nuestro deporte nacional: quejarnos. Desde celulares y computadores, todo el que tiene oportunidad se lanza como voz activista de odio, encontrando cuatro patas al gato, buscando siempre un culpable. Hoy día, y aunque no lo confesemos, nadie quisiera estar al frente, liderando. No me gustaría estar en los zapatos del presidente Duque, menos de la alcaldesa Claudia y aún menos del carroñero Petro -que, a falta de poder o importancia, persigue y culpa a todo aquel dueño de lo que no puede poseer-.
Más sencillo, por menos responsable, es el trabajo de oposición. Quien asume la responsabilidad de gobernar o dirigir, funge como diana y como dardo, porque al representar un norte político, son arma y blanco perfecto para dirigirles el desdén cuarentenal que se ha acumulado. Nuestra sociedad, llamada por algunos la democracia eterna, se encuentra en el bucle de la culpabilidad, un momento en el que en todo y para todo debe existir un responsable, un chivo expiatorio. Si no es así, nuestra mente no puede descansar en la falsa idea de que nada ha sido, o es, nuestra responsabilidad.
Yeshe no se equivocaba al decir que cuando nos revisamos a nosotros correctamente, dejamos de culpar a otros. La cuestión es que en este país el camino más sencillo es descartar la propia culpa de los problemas ajenos y depositarlos según preferencia. La pandemia y la culpa tienen sus semejanzas: ambas han matado lentamente la ilusión de progreso y evolución de la sociedad moderna. El statu quo mayoritario es alegar que todo lo que sucede hoy es atribuible a un evento o persona del pasado; pero ¿acaso no repetimos tanto que «el que no conoce su pasado, está condenado a repetirlo»? Parece que nadie fue a las clases de historia, entonces.
El símil más necesario, como medicina amarga, es la compleja ironía de descubrir que el problema realmente no radica en la constitución de nuevas acciones, o en la elección constante del mismo circulo de poder al que solemos culpar, sino mirar de forma introspectiva para ratificar la porción propia de la culpa.
La culpa es de la vaca, uno de los libros de liderazgo más vendidos alrededor del mundo, parece haber desentrañado, en su vacuno ser, la anhelada respuesta al nudo gordiano de la responsabilidad democrática. Pido disculpas a las inocentes vacas, por la ironía de usarlas en la situación que vivimos, cuando el libro precisamente evoca el significado de superación y evolución -todo lo contrario a lo que nos sucede-, pero es la forma más acertada de invocar ese espíritu que nos ha traído a ser una sociedad alegre, admirablemente, emprendedora. Salirnos de ese pensamiento de víctimas de otros, de las teorías de la dependencia, para darnos cuenta de que realmente somos víctimas de nosotros mismos. Decía David Bushnell, «decano de los colombianistas norteamericanos”, que Colombia es una nación a pesar de sí misma. El primer paso de la superación, según dicen, es el “reckoning”, y saber que esto conlleva a la aceptación. Colombia, como sociedad y país, se tiene que dar cuenta que la solución a la problemática social no es la polarización o el rezago generacional, la quietud inmóvil de un conformismo silente, sino aceptar lo que han elegido y ver hacia adelante, encargarse de construir el futuro que algunos dirigen pero que nosotros moldeamos.
A rey muerto, rey puesto, como hace referencia el título. ¿Qué pasa cuándo triunfa la revolución -o en su defecto, la oposición? Ante los vacíos de responsabilidad, siempre habrá alguien que tome su lugar. Cuando el objeto del odio desaparece, uno nuevo vendrá, incluso si es quien ha llegado a reemplazarlo desde las antípodas de sus creencias se dan cuenta, como los Revolucionarios de la Bastilla y los Gloriosos de Westminster, que es más fácil oponerse que gobernar, y criticar que proponer. La historia sin fin de Michael Ende.
Vivimos en una sociedad con miedo de asumir la responsabilidad de los errores y de su futuro, enganchada en el ideal de atribuirle la culpa de todos los problemas que nos atañen diariamente al gobernante de turno, o simplemente a la persona que se sitúa en nuestro opuesto ideológico; a sabiendas de que la culpa no es del prójimo, sino de nosotros: que no podemos adaptar nuestra situación y encontrar el cómo afrontarla.
Finalmente, hay una frase de este mismo libro que describe con precisión la esencia de mi protesta: «Si no encontramos fácilmente un culpable de las cosas que nos pasan, somos capaces de responsabilizar a un animal, al destino, al horóscopo, a otras personas, a lo que sea, con tal de no comprometernos con el cambio». Y esto es a su vez realidad y solución, el darnos cuenta que realmente la culpa no es de la vaca, tampoco de quien nos gobierna, sino de aquel que no se compromete ni aprovecha las oportunidades para construir el país que, por ahora, habita solo en un recóndito lugar de la memoria, el lugar de lo posible.
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