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Desempolvemos nuestro pasado musical

Por: Rodrigo Beltrán Grueso

Muchos nos ponemos a recordar, en estos tiempos de prohibiciones y restricciones, todas las cosas que podíamos hacer antes de quedar plasmados en esta realidad inverosímil. Unos recuerdan con nostalgia salir a caminar y disfrutar el roce del viento en la cara, otros extrañan el contacto físico, el abrazo de un ser querido o inclusive el saludo de un extraño por la calle. Yo también extraño todo esto, pero una de las cosas que más hacen falta en estos tiempos es la experiencia de ir a la tienda de música a comprar vinilos. Es por esta razón que en estas cortas palabras pretendo plasmar una visión alternativa de escuchar y vivir la música: visión que se ha vuelto ajena a nuestra generación al ser opacada por las facilidades que nos otorga la tecnología de nuestra era. Para poder transmitir el mensaje de forma correcta, es propicio abordar todos los factores que envuelven la experiencia musical análoga; así que permítame, lector, contarle cómo entré a este mundo antiguo de los vinilos, y cómo estos transformaron mi forma de concebir la música.

Siempre he sido fan de la música en formato digital porque nos permite escuchar cualquier canción o artista en cuestión de segundos. Precisamente, la facilidad de esta práctica, que se reduce al simple movimiento de los dedos al deslizarse por el teclado de un celular o computador, se torna estática y restringida en comparación a la experiencia que ofrece el disfrute de la música análoga. Por esta razón, decidí volver a los formatos del pasado y empecé a coleccionar vinilos: esos discos negros, grandes y estorbosos, que en alguna ocasión se descubrieron en la casa del abuelo o de un familiar mayor. La primera vez que me topé con uno de estos acetatos me sorprendió que un pedazo de plástico pudiera reproducir los grandes hits de los Beatles o las grandes sinfonías de Beethoven y Mozart. Además de todo, tuve que detenerme a detallar lo imprácticos que eran. La idea de poder escuchar solo 10 canciones y tener que cambiar del lado A al lado B para poder continuar con el álbum me asombró. ¿Cómo era posible que la gente disfrutara oír música de esa manera? Fue este cuestionamiento el que –sin darme cuenta– me llevaría a convertirme en un completo melómano y fan de la música análoga.

Todo comenzó con el descubrimiento de los vinilos que mi padre había adquirido en su adolescencia. Los encontré en una pequeña caja empolvada, y al irlos limpiando, me topé con varios álbumes icónicos de la música: Metamorphosis (1975) – Rolling Stones, The Beatles Ballads (1980) – The Beatles, el mítico Sgt. Pepper´s Lonely Hearts Club Band (1967) – The Beatles […]. Fue con estos álbumes que encontré una pasión en los vinilos. Mientras los escuchaba, comprendí por qué las generaciones pasadas disfrutaban tanto con este formato: entendí que la música no basta con escucharse, la música se tiene que vivir, el hombre tiene que dejarse llevar por ese valle melódico que transita cuando permite que las notas de una canción lo transporten a diferentes dimensiones. Dicha sensación se incrementa cuando se escucha música en formato análogo, porque la experiencia no se resume a encontrar una canción en Spotify o iTunes. 

Nuestra generación desterró al olvido la práctica de salir de casa con la única y exclusiva meta de ir a comprar música, de sentarse a hablar con el musicólogo sobre la historia de este u otro artista, de esperar por semanas aquel LP pedido por encargo, de querer escuchar el álbum completo y no solo la canción insignia o de moda. Sobre todo, hemos extraviado aquellos espectaculares momentos de llegar a casa, romper el plástico del vinilo para ponerlo por primera vez en el tornamesa y dejar que nuestras almas se eleven al compás de ese sonido portentoso que mezcla estática con buena música. 

La experiencia análoga no acaba con el LP en el tocadiscos, esta continúa una vez se ha escuchado todo el álbum. Porque, a diferencia de la música digital, la música en vinilos no se almacena en una base datos, se almacena, al igual que los libros, en una biblioteca o estante, en un lugar físico que alcanza un nivel divino para quien los colecciona. Digo esto porque los vinilos requieren de cuidados especiales; no se pueden rayar porque dejan de funcionar, por eso deben estar en un lugar donde no se llenen de polvo; tampoco se deben colocar uno encima de otro, porque el peso los dobla y, de nuevo, pierden su utilidad. Por eso el melómano debe decidir con cuidado en donde almacenará sus adorados discos, para que estos sigan llenando de música y vida todos los rincones de la casa. 

A diferencia de los formatos digitales, los vinilos no se almacenan en bases de datos que dividen la música en géneros y la alfabetizan para la comodidad del usuario, estos son organizados por los hombres, a pulso y con dedicación. Uno de los factores determinantes de esta experiencia análoga se basa en mantener un orden de los vinilos que se adquieren con el tiempo. Existen mil y una formas para organizar este tipo de discos, sin embargo, una de las técnicas más usadas se enfoca en agrupar la música por géneros y organizarla en orden alfabético dentro de cada grupo. De esta manera, se puede evitar el tedio de tener que buscar desesperadamente por el álbum que se pretende escuchar. Podemos ver como la experiencia análoga nos encierra en un círculo vicioso de comprar, desempacar, poner, almacenar y organizar música, que se repite y se repite hasta llegar a un punto de adicción y no retorno. 

A manera de cierre, la reflexión que pretendo plantear con este corto, pero muy sentido, escrito está enfocada en dejar a un lado, por un momento, la simplicidad que nos otorgan las facilidades tecnológicas de la industria musical y volvamos a escuchar la música en sus proverbiales formatos análogos que, más que canciones, nos regalan experiencias dadoras de vida. Lo invito a usted, lector, a que pruebe un poco de esta experiencia y juzgue todo lo que acá escribo (me exonero de cualquier tipo de adicción que este tipo de prácticas le puedan generar).

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Cultura

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