Ciro Angarita Barón: el gran humanista

Por: Heiler Brian y Juan Pablo Buitrago
A primera vista parecía un hombre encogido, desplazándose despacio por los corredores en su silla de ruedas. Lento y solemne, avanzaba entre sus estudiantes al podio. Entonces, la magia ocurría. Abría la boca y su voz, sonora y profunda, recortaba la distancia entre alumno y maestro. Tomaba la palabra y su elocuencia deslumbraba a todas sus audiencias, desde pupilos y estudiosos del Derecho, hasta sus propios colegas de la Corte Constitucional. Sobre ese verbo monumental, se ha erigido la leyenda de un gran maestro, juez, y sobre todo ser humano. Este es Ciro Angarita Barón.
Nació en el municipio de Socha (Boyacá) en 1939 y desde temprana edad le descubrieron una parálisis cerebral que afectaba la movilidad de sus extremidades. Aunque su mamá lo llevó a Bogotá para intentar ahorrarle sufrimiento, la silla de ruedas nunca fue otra cosa que su medio de transporte. Su discapacidad nunca fue un impedimento para su desarrollo académico, se graduó de bachiller con honores e ingresó a la Universidad Nacional donde, por su excelencia, se ganó una beca para seguir sus estudios por dos años en Italia. Continuó con estudios internacionales en la Universidad John Hopkins y concluyó su formación académica con un máster en la Universidad de Yale.
Al regresar a Colombia fue decano de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional, asesor de la asamblea nacional constituyente de 1991, profesor y decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes y, por supuesto, uno de los más icónicos y recordados magistrados de la corte constitucional.
El Maestro
Cuando se pregunta por el rasgo más destacado de la personalidad de Ciro Angarita Barón, la mayoría está de acuerdo: su sentido del humor y su característica risa. Eduardo Cifuentes, uno de sus más destacados discípulos, lo recuerda burlándose de sí mismo y de los que lo rodeaban: “Sí, usted, Cifuentes. Sí, el de los calcetines rojos, allá atrás” empezaba con su voz nasal. Luego, hacía una pregunta sin respuesta que él mismo salvaría con algún chiste que terminaría con todos riéndose a su alrededor. Sus preguntas eran, por supuesto, socráticas. No eran preguntas de examen con respuestas únicas e inequívocas.
Su exalumno y actual profesor Camilo Mendoza lo recuerda, por su parte, por su personalidad jovial, dinámica y muy activa, que no dejaba a nadie indiferente. Sus clases, claro está, se regían por ese espíritu arrollador, siempre hambriento de conocimiento y aventuras. “No había una sola clase que no lo cambiara a uno” recuerda quien fuera su monitora, ahora Decana, Catalina Botero. En su experiencia, las preguntas incisivas de Angarita eran el insumo fundamental que permitía “ir creando conjuntamente el conocimiento jurídico que cada clase exigía”.
A las clases había que llegar con las lecturas hechas, preparado para su bombardeo inicial. Como lo recuerda su colega, Faridy Jiménez, Ciro pasaba al atrio y cogía la lista de asistencia. Se aprendía el nombre de todos y podía llamarlos uno a uno en cualquier momento. Se esforzaba por establecer relaciones cercanas, individuales y personales, con cada estudiante. Este sello único, que compartía con su amigo Álvarez-Correa, se convertiría en una marca uniandina por excelencia.
Alguna vez, tratando de recordarlos a todos y de llamarlos por su nombre, su jovialidad le jugó una mala pasada. Cuentan algunos de sus estudiantes —entre ellos Eleonora Lozano— que, alguna vez, Angarita vio a la distancia una larga cabellera que parecía pertenecer a una dama que atendía a su clase. Ni corto ni perezoso, Angarita se aprestó a llamarla desde el frente con su voz atronadora: “Señorita, cuénteme usted sobre la lectura para hoy”. Cuando la persona se giró, se pudo dar cuenta que la melena no pertenecía a una mujer, sino a un estudiante que llevaba el pelo largo muy en la onda de los ochentas. No hubo un sólo estudiante que ese día no se riera con él de su propia equivocación.
El profesor hablaba con todos y, fuera de clase, atendía en su oficina sin problemas. “Era muy entrador. Lo que le faltaba era tiempo, todo el mundo quería hablar con él” recuerda Mendoza. Cifuentes, que venía de trabajar en un banco, recuerda que Ciro “parecía saber de todo, se le medía a dictar una cantidad impresionante de materias y en todas lo hacía de forma impecable. Yo, que inicié con el privado y terminé en el constitucional, le agradezco a él su impulso decisivo”.
Pero lo que más se destaca del Maestro Angarita, como bien lo señala la Decana Botero, es su auténtica vocación de docente. Era un hombre apasionado por el aprendizaje que estimulaba y animaba a sus estudiantes hacia lo desconocido: iniciativas que culminaron con un florecimiento ético e intelectual que impulsó a la facultad hacia lo que es hoy. También, dedicó gran parte de su vida a la enseñanza, y así falleció: frente a una audiencia, dictando una conferencia en el Eje Cafetero. Murió como vivió, siendo un apasionado de lo que hacía y un trabajador incansable al servicio de la sociedad donde quiera que lo necesitaran.
El magistrado
Para sorpresa de todos, Ciro Angarita fue nombrado Magistrado de la Corte Constitucional en 1992, mientras el Congreso elegía a quien habría de ocupar el cargo de forma definitiva. Aunque su paso fue breve, no se marchó sin dejar huella. Tuvo sentencias icónicas, como aquella famosa “del acueducto”, que la corte sigue usando hasta hoy como una adaptación local de la doctrina del judicial review que los realistas norteamericanos y los jueces de la Corte Warren habían impulsado en Estados Unidos.
Igualmente, el mito cuenta —como lo recuerda Camilo Mendoza— que para una sentencia que involucraba un resguardo indígena, ordenó el desplazamiento hasta allí con su equipo, sin importarle las dificultades de acceso ni cómo llegaría entre jungla y terreno pantanoso él, que andaba en silla de ruedas. Este es un ejemplo de dos cosas inseparables de su figura: por un lado, su tenacidad vivaz e incansable, que olvidaba ya no solo las limitaciones existenciales sino también las materiales y físicas de andar en una silla de ruedas. Eso nunca le importó. Por otro, que entendía y siempre defendió, que los jueces no podían vivir sólo en un despacho y fallar desde un piso ubicado en la cima del palacio de justicia.
Para esta época revolucionaria que se dio después de la proclamación de la nueva Constitución, Ciro entendió el rol del juez constitucional como defensor de los derechos y garantías de todos los colombianos, pero también como arquitecto del Estado Social de Derecho que proclama el artículo 1 de la carta magna de la nación. Este hombre se encontraba a la vanguardia de la revolución judicial que se dio en esos primeros tiempos en que los derechos y la dignidad humana dejaron de ser un elemento simbólico y se convirtieron en un aspecto material y tangible.
Se propuso dirigir una revolución judicial sin parangón, que dejó una huella indeleble en la jurisprudencia del país, pero su audacia pronto le pasaría factura. Su nominación tenía que pasar por el Congreso, para poder ocupar su cargo de forma permanente. No obstante, Ciro se negó a hacer campaña, no atendía congresistas, ni se dignó cruzar la calle hasta el capitolio. Y sí, la palabra no es al azar: dignidad. No lo hizo porque le parecía indigno de su cargo, de la toga y de la justicia que personificaba en su cargo como magistrado.
Sus colaboradores, desesperados ante el “fracaso” que parecía su inminente salida del tribunal, montaron una operación de rescate, como cuenta María Teresa Herrán en su biografía de Ciro. Catalina Botero, su magistrada auxiliar, fue la encargada de liderar una cruzada para salvar in extremis “la curul” del legendario jurista. Se entrevistó con algunos congresistas, e intentó defender su candidatura. Tan pronto como Ciro se enteró, la hizo llamar a su despacho de forma urgente. Molesto, dió la instrucción a la doctora “CaBot”, como él llamaba a Catalina Botero, de detenerse. Para zanjar la discusión, le valió una de sus famosas máximas: “Los jueces, que hablen en sus sentencias”. Si iban a elegirlo, sería por sus méritos y sus ideas. La suerte estaba echada, y él mismo había sellado su destino.
Antes de irse, tuvo lugar un encuentro enternecedor entre Catalina y el magistrado, que da cuenta de su ética de trabajo y su rigor. Ciro nunca descansaba, y ese día Catalina le dijo: “Carajo, trabajé hasta las once de la noche y usted ni siquiera me da las gracias”. El maestro, divertido y sonriente, le replicó con ironía: “Doctora Cabot, no sea consentida. Lo que usted hizo está muy bien, pero ¿por qué tiene uno que estar diciendo todo el tiempo que el trabajo está muy bien? No, señora: vaya a trabajar. A pesar de que no le diga nada, usted tiene que trabajar bien. Y usted lo sabe”. Trabajar bien era lo que había que hacer, y él lideraba con el ejemplo.
El hombre que cambió la historia del derecho constitucional en Colombia salió por la puerta grande, con la dignidad que tanto defendió en sus providencias. Sólo quien tenía la satisfacción del deber cumplido, de haber sido fiel a sus ideales y convicciones más íntimas, podía convertir en una victoria y un motivo de alegría unas circunstancias como esas. En todo caso, la batalla no estaba perdida. Entre sus sucesores se encontraba, nada más y nada menos, Eduardo Cifuentes, quien había sido su estudiante y, posteriormente, joven colega en Los Andes.
El fin de una era
El 23 de septiembre de 1997 falleció Eduardo Alvarez-Correa, su mejor amigo, su colega, su compañero de aventuras y batallas. Su vida no volvió a ser la misma. Faridy Jiménez, entonces joven profesora investigadora, lo recuerda triste y melancólico por los pasillos: “Faltaba su risa, su entusiasmo. Su voz se apagaba”. El dolor era palpable en toda la Facultad, pero nada los había preparado para lo que venía.
Cuatro días después, mientras entregaba un premio en Armenia y hablaba con pasión de la justicia, un infarto masivo del miocardio se llevaría al gran maestro. En menos de una semana la facultad perdió a sus profesores más preciados, los auténticos fundadores de los pilares que hoy la distinguen. Dos almas magnánimas y gemelas que se desvanecían casi al mismo tiempo.
Su muerte dio fin a una era, pero inició otra que perdura hasta nuestros días. Los maestros se convirtieron en un referente indispensable de lo que significa ser uniandino. Durante años hemos llorado su pérdida, pero sabemos, como ellos, que nosotros somos su legado. Hoy aún se mantiene la luz, su luz, en los labios y la mente de cada uniandino que, fiel a sus principios, defiende los valores de la justicia, la verdad y la humanidad que ellos defendieron.
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