El ajedrez es difícil

Por: Felipe Uribe Barreto, estudiante de octavo semestre de Derecho, con doble en Literatura, y miembro del Consejo Editorial de Al Derecho.
“If you wait on luck to turn up, life becomes very boring.”
― Mikhail Tal
El ajedrez es difícil, pero no imposible de entender. Para sentarse a jugarlo no hay necesidad de muchos instrumentos. Los movimientos básicos se pueden aprender a los pocos minutos por su simpleza. Es un juego de intuición, donde la mente sin necesidad de entrenamiento es capaz de encontrar una pista de jabón, llevando el éxtasis de la victoria como un líquido efervescente que hace temblar los dedos, que acelera el pulso y llena de aire los pulmones. Es esa misma universalidad la que permite que los prodigios del ajedrez (no los grandes maestros) nazcan en cualquier continente y cultura. Los jugadores de ajedrez podemos ser todos, al final solo hay dos. Uno no juega ajedrez contra el anciano que frecuenta las sillas del parque con un saco que alguna vez fue de terciopelo, ni contra el distinguido emisario de la delegación rusa que mira con desdén el aire a su alrededor. Uno juega contra las fichas negras o viceversa y ya está.
La apertura es distinta para todos, no porque los movimientos sean diferentes, sino porque el corazón se mueve en diversos ritmos. El principiante es víctima de la paradoja de la libertad, pues con tantas posibilidades de movimiento en el tablero, le es imposible hacer uno. El veterano juega con la ceremoniosa rutina de la vida, moviendo el primer peón como el militar que permanece inmóvil por horas mientras el general pasa revista, o bien el monje que hace sus genuflexiones para orar. En el medio se encuentran los seres vivos, confiados de subir el primer escalón con este peón o bien con el caballo, pero que de forma inesperada pueden tropezar en sus pasos. Al igual que el adolescente que por décima vez siente el dolor del corazón roto, las fichas encuentran su orden natural a través del tiempo, llevadas a costas seguras por las cicatrices de la experiencia, pero siempre expectantes a la gallardía humana y su capacidad de dejarse seducir por la locura.
El comienzo es, entonces, diametralmente distinto, y así para algunos será un desierto plagado de riquezas, mientras que para otros la calle que mañana tras mañana transitan hacia la oficina. Las piezas, acompasadas a la voluntad de la mano, se mueven a través del tablero como regimientos que, despuntado el ancho cielo de Austerlitz, miran de reojo a su general con el corazón hinchado de fervor y la voluntad de escribir con el sable en las páginas de la historia.
A medida que avanza el juego, el ceño fruncido y los dedos recorriendo el perfil de los héroes caídos, el jugador de ajedrez repasa el campo de batalla constantemente, voluntarioso para evitar omitir ese mínimo detalle que le pueda abrir las puertas a la victoria. Paulatinamente se abandona el diseño de las cosas, la obstinación de aferrarse a un plan cuando las circunstancias alrededor gritan la necesidad de otro se paga caro. Las piezas dejan de moverse por lo que dictan las normas y por lo que los teóricos del juego han recopilado en pesados tomos. De nada sirven las vidas pasadas. La historia se escribe movida a movida con letras de sangre sacrificada o marchas coordinadas en una tela diáfana finamente hilada.
La intuición pesa sobre uno mientras levanta al otro, los minúsculos granos del reloj de arena súbitamente invierten la carga del peso. El que pierde su posición suda y aprieta la mandíbula, cada segundo le recuerda la opresión del tablero. Tiene que retroceder, defenderse; el mínimo error puede significar la mayor de las caídas. Después, con el tiempo, el jugador se acostumbra a ambas posiciones; o bien a sentirse victorioso o bien se acostumbra al vaticinio de la derrota. Pero el ajedrez no es de posiciones cómodas, no existen certezas hasta que existen demasiadas. Incluso en la mayor de las dificultades, el boxeador arrinconado en su esquina mira furtivamente a su oponente, esperando un golpe mortal contra su rostro, pero siempre calculando con rigor matemático un acto de rebeldía contra su enemigo. El ajedrez es un juego de egos, pero también de inteligencias. La sabiduría del jugador reside en su capacidad de reconocer cuando pierde lo primero y la terquedad de nunca abandonar lo segundo. Un rey jamás está perdido con una mente concentrada y un espíritu combativo.
El jugador debe saber dejarse llevar por las fuerzas que no puede entender. Cuando la brisa del campo desciende la colina entre las tropas, y los caballos ejercen entre sí campos minados, cuando los alfiles como flechas imperceptibles cortan el cielo azul anunciando muerte, cuando la reina conduce la orquesta con soltura y la batalla se vuelve una sinfonía, el jugador (sea el más humilde o más experimentado) solo puede dejarse llevar por la magia que él mismo está conjurando, saboreando como creador y simultáneamente espectador las fuerzas de lo inefable condensadas en el diminuto espacio de un tablero. Abrazar la libertad como ese espíritu en el que el atrevimiento y el cálculo pausado se encuentran, acompasados y homogéneos en el galopar de un intrépido jinete que encuentra su inevitable destino y decide aceptarlo con la violencia del espíritu humano a sus espaldas.
Un último grito de esperanza y la marcha que precede a la victoria, el final de la partida resuena terrible en el corazón de los jugadores. El orgullo del perdedor y la nobleza del ganador se miden en un encuentro fatal y desnudo. El tablero despoblado, con un puñado de divisiones restantes y la certeza de un ciclo: los peones, aquellos encargados de empezar la batalla, atraviesan el tablero con fuerza. La metamorfosis se cumple y el rey se estremece de impotencia, asfixiado por los enemigos que lo rodean, preso por una derrota geométrica que se eleva. Después de la partida no hay nada, sólo silencio. Pero el ajedrez, al igual que la vida, permite segundas oportunidades. Está dentro del corazón del jugador borrar los oprobios del pasado y encarar con orgullo a su temeroso rey. El ajedrez no es difícil, pero es imposible de entender.
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