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La Luz Azul

Sobre la autora: Juliana Solano Pineda, miembro del Consejo Editorial de Al Derecho y estudiante de primer semestre de Derecho.

No sé cuántas veces podrían escuchar esta historia y seguirían sin creerla. De todos modos, se las contaré para que así lo devenido en el reino de Lux sea recordado y nunca olvidado.

¡Oh, mis queridísimos lectores! Si hubieseis estado allí; si tan solo hubiesen visto con sus propios ojos la luz que yo vi. No era blanca como la que emana la señora de la noche, testigo de los amantes y bandoleros, ni tampoco la luz cálida proporcionada por una bujía en manos de un carcelero. No, era una luz azul. Sí, un azul cerúleo irradiado por un diamante, cuyo vigoroso fulgor solo se hace manifiesto cuando su portador está en apuros. Hasta este punto quizá os resulte sencillo considerar mis palabras, mas juzgo que no ha de ser así mientras continúen leyendo las líneas que prosiguen.

El portador del diamante no lo lleva descuidado entre sus manos, ni en una alforja, ni lo oculta en el bosque donde se entierran los tesoros bien guardados. No supongan esto, mis queridos lectores, para que no caigáis en el error. Todo aquel que alguna vez portó el diamante, lo había llevado incrustado en el pecho y lo tenía en lugar de corazón.

Como quieran, si así va a ser, lean esta historia como lo hacen con todos los relatos que empiezan por “Érase una vez”, pero yo permaneceré libre de culpas por haber creído en lo que es más que una leyenda. Este, mis lectores, no es un cuento cualquiera.

El corazón de diamante no pertenecía al mundo de los reinos y reyes, sino al de los picustos, seres diminutos que habitaban los bosques alrededor de Lux. No los confundáis con las hadas, pulgarcitos o pitufos, porque nunca habíais oído hablar de los picustos. Son los guardianes de todos los diamantes y tesoros, así como los reprensores de los codiciosos.

Nunca se habían dejado ver por hombre alguno, hasta que una princesita de tan solo cinco años se aventuró al bosque, sus padres habíanse distraído. La reina de los picustos vio la pureza del corazón de la pequeña y, oculta con su séquito, la siguió para cuidar de que nada le pasara. Bien hizo en tomar tal decisión, porque en una cueva no muy lejana de donde la niña descansaba, se encontraba un oso hambriento que desde hacía un buen tiempo la acechaba.

La ausencia de una decente cena, el afanoso instinto por renovar sus fuerzas, la fragancia de la pequeña que guiaba el viento hacia las narices de la fiera, trastornaban al cazador que impaciente aguardaba en las tinieblas. ¡Por fin!, la niña inclinó su cabeza hacia un arbusto de fresas, distraída en probar cada una de ellas. La oportunidad se dio, el oso ya no titubeó y se abalanzó contra la presa predilecta.

Un grito agudo e infantil azotó el bosque, espantando cuanto pájaro había allí cerca, pero fue a tiempo que, con las fauces casi sobre la piel, la princesa fue cubierta por una barrera mágica, creada por los picustos para defenderla. Sin embargo, el oso era robusto y procuraba atravesar con sus impetuosas garras. La reina sabía muy bien que la bestia habría de cumplir su cometido y, aunque aquello no afectaría a los veloces picustos, no así a la indefensa princesa, quien recogida por el miedo, escondía entre sus brazos la cabeza. Así pues, la reina de los picustos, portadora del corazón de diamante, acudió a un poder superior al de sus fuerzas. Renunció a la gema que cubría su pecho y la transfirió al corazón de la pequeña para que fuera la magia de este la que la protegiera.

En efecto, la barrera se rompió, el diminuto séquito de la reina escapó volando y justo cuando el oso iba a clavar sus garras sobre la niña, de ella salió una poderosa luz azul que arropó todos los confines del bosque encantado. Una vez el brillo se hubo disipado y todos los presentes se percataron de que la fiera había desaparecido, hicieron danzas de festejo gritando “¡La princesa se ha salvado!”. Lo que la reina hizo aquel día, ni los límites de la simpatía lo concebían. Tal valeroso gesto había cambiado el rumbo de la historia para siempre entre criaturas mágicas y humanos, pues por primera vez los picustos se habían dejado ver de uno de ellos. Más aún, de aquel legendario encuentro se habían formado lazos de amistad eternos, fortalecidos por el vínculo del diamante encantado.

La princesa, en deuda, prometió cuidar el corazón de diamante a cualquier costo y guardar el secreto de su posesión como si su vida pendiera de uno de sus delgados cabellos. Era así como salía del castillo al bosque para encontrarse con sus nuevos amigos. Al principio, las visitas de la princesa aliviaban a los pequeños consejeros de la reina, quienes la tenían por aliada, pero cada día crecía más la preocupación de que la existencia de su pueblo quedara al descubierto por personas de corazón corrupto. La historia bien lo había confirmado, que la humanidad había estado siempre manchada, por ambición u odio, con la sangre de sus hermanos.

Un día, como era de esperarse, la joven princesa fue prometida en matrimonio a un príncipe de un reino cercano, que se habría de convertir en el próximo rey de Lux. El consejo de los picustos se alarmó con la noticia, pues si había algo que sabían, era que las visitas de la doncella a su mágico santuario ya no serían tarea sencilla. De esta manera, ante el inminente riesgo de que su paradero fuese descubierto, el consejo decidió prohibir a la princesa su regreso.

Esto entristeció tanto a la futura reina de Lux como a la reina de los picustos, pues habían cultivado una entrañable amistad que nunca había contemplado tal separación, pero las dos entendían las razones del consejo y conocían las trágicas consecuencias de un nuevo encuentro entre ambos pueblos. Así pues, se dieron un último adiós.

No obstante, el vínculo que había entre ambas majestades nunca se rompió, pues el corazón de diamante, aún desde las lejanías, irradiaba su característica luz desde el castillo hasta el bosque cuando una de ellas se encontraba en desventura. Aquel resplandor era visible sólo a los ojos de quien tuviera un corazón tan puro como el de ambas.

Con el tiempo, la joven se convirtió en mujer, la princesa se convirtió en reina y la hija se convirtió en madre. Caelia y Eduardo, los nuevos rey y reina de Lux, nombraron a su primogénita Evolet, con quien inicia esta historia.

La noche era oscura y los vientos tempestuosos azotaban las ramas de los árboles, cuyas hojas caían como en cascada en el balcón de su Real Majestad. La reina Caelia estaba sola, observando con desasosiego el grotesco paisaje, la lucha de las desaforadas fuerzas de la naturaleza desahogándose sobre los pinos y los robles.

La reina reprimía con denuedo los dramáticos e inevitables pensamientos que le sobrevenían. Se abrazó a ella misma, cobijándose del frío nocturno, sin ni siquiera pensar en cuantos negocios estuviera incursionando su marido en el salón principal, donde se estaba llevando a cabo una reunión con la corte.

No había ni una vela encendida en la habitación —a todas las había extinguido el viento recio—, por lo que Caelia permanecía a oscuras en sus aposentos. Quizá fue inesperado para ella, pero no así para ustedes mis queridísimos y ya advertidos lectores, que de pronto, su corazón despidió de nuevo la luz azul cerúleo, llenando toda la habitación.

La reina retrocedió varios pasos hasta caer de espaldas sobre su lecho, sobresaltada por atestiguar nuevamente tan increíble fenómeno. Una vez que se hubo reincorporado, ya compuesto su semblante, la luz se concentró en un fino y único rayo que señalaba al bosque. Caelia se levantó despacio y guiada por la centella, caminó hacia al balcón y empezó a llorar desconsolada al ver más de un árbol derribado por la tormenta. Lloraba por los picustos y la tortuosa corazonada de que ese día había perdido a su más adorada amiga.

— Mami… —Evolet estaba asomada a la puerta con sus ojitos somnolientos y sus blancos vestidos de dormir arrastrados por el piso debido a su corta estatura.

La reina despertó de aquel trance y giró sobresaltada hacia la puerta, quedando admirada de cómo los inocentes ojos de la princesita eran capaces de ver la luz que muy pocos podían. Evolet levantó la mano y con su pequeño dedo índice apuntó a su madre. La reina creyó que su hija le preguntaría por el destello que salía de ella, pero se dio cuenta de cuán equivocada estaba cuando se acercó para abrazarla y vio su dedito enderezar el rumbo hacia sus cristalinos ojos.

— ¿Por qué lloras?

Caelia tomó en brazos a su pequeña y permaneció abrazada de ella para que no viera las lágrimas que corrían por sus mejillas. La princesita se limitó a rodear el cuello de la reina y recostar la cabeza en su hombro, resignada a la ignorancia mientras pudiera consolar a su acongojada madre. Era apenas natural que no entendiera las razones de la tristeza de la soberana de Lux, mucho menos lo que anunciaba aquella luz azul, pero algún día lo habría de entender. Lo habría de entender.

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