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La última guardiana

CUENTO 5

Sobre la autora: Juliana Solano Pineda, estudiante de primer semestre de Derecho y miembro del Consejo Editorial de Al Derecho.

Caía la nevada despacio sobre la tierra, ya cubierta por el lecho blanco de un invierno adelantado. El eco de un poder oculto invitaba a una helada a adueñarse del bosque, la misma que impelía al corazón de diamante cristalizar el cuerpo de una mujer que dormía en un profundo sueño. Gélida la noche, gélidas el alba y la mañana, que aún el roce del sol carecía de fuerza para atravesar las nubes que se aglomeraban sobre la montaña más alta.

Con cada paso los pies del príncipe Eiden se sumergían entre la nieve, pero poco le importaba el cansancio o el frío que lo debilitaran, pues estaba decidido a llegar a su destino lo antes posible y salvar la vida de su amada. Llevaba cargada a Evolet junto a su pecho, pero aquello era tarea difícil, pues la princesa perdía de a pocos su naturaleza humana y se transformaba en una gema cada vez más pesada.

Los picustos que lo acompañaban sabían cuán trabajoso resultaba el viaje para el caballero y, temiendo que sus fuerzas no resistieran por mucho más tiempo, juntaron su magia para elevar a la doncella por los aires hasta terminar la travesía. Eiden alzó su mirada y contempló maravillado la mística figura que volaba sobre él entre los copos de nieve que descendían sobre la hierba.

Habiendo llegado al pie de la montaña, los valientes se enfrentaron a las impiedades del invierno y los fuertes vientos cuesta arriba. Pero lograron sortear todo tropiezo hasta llegar a la cima.

De pronto, el príncipe de Derk se percató de que la bandera de su reino ondeaba junto a la roca donde debía depositar el diamante, casi al borde de un risco. En seguida le advirtió a los picustos del peligro y desenvainó su espada, con los ojos bien abiertos ante una posible emboscada. De repente, detrás de la roca se asomó un hombre de aspecto descuidado, repugnante y barbudo, con manos bestiales, facciones disparejas y mentón puntiagudo. Era uno de los asaltantes del carruaje de la princesa, quien parecía atónito de haber sorprendido al hijo del rey a quien servía cometiendo traición.

— ¡Terminen la misión! Yo me encargo. —ordenó el príncipe a viva voz a quienes con su magia cargaban a la princesa encantada.

Eiden y el bribón blandieron sus espadas a muerte en una lucha de inextricable terminación dada la habilidad de ambos adversarios, en tanto, el corazón de diamante abandonaba el pecho de su extenuada portadora y retornaba para siempre al lugar donde había sido formado en tiempos atávicos.

El cristal nunca centelleó con tanta fuerza como en aquel momento. El glaciar que vestía los dedos de Evolet los liberó para que recuperaran su movimiento, la vida volvió a sus pómulos, sus labios recobraron su primoroso color, la escarcha que la recubría como a un figurín se deshizo sobre sus vestidos y, finalmente, sus ojos se abrieron a la vez que recobraba el hálito.

La luminiscencia había enceguecido a quienes se batían a duelo, pero entre ambos, el fiel servidor del rey Lucio recuperó la vista primero y, viendo a Eiden desprevenido, empuñó una daga y la levantó contra él a sus espaldas. La princesa, no obstante, de todo se dio cuenta y sin pensarlo dos veces abrazó al príncipe por detrás, interponiéndose entre el condenado y el afilado hierro que amenazaba con su vida, sin importarle la suya propia.

No había vuelta atrás, bien sabía que el diamante no estaba para protegerla, pero el amor que había despertado en ella el joven gallardo había podido más que cualquier encantamiento. El engaño de la bruma que provenía del lado oscuro del bosque encantado no duró mucho. El odio y el rencor con que había envenenado su corazón se tornó de pronto en un profundo agradecimiento por haber conocido al hombre por quien estaba dispuesta a entregar su último aliento.

Eiden se giró al instante al sentir los brazos de Evolet rodeándole, pero grande fue el terror que lo cobijó al encontrarse con los ojos de su rival puestos sobre los suyos, llenos de satisfacción al haber reclamado la sangre de quien pagara por tener que volver a Derk con las manos vacías.

— La muerte de la princesa simbolizará más que una victoria para su padre, será la herida que fragmentará el reino de Lux ahora que su rey ha muerto. —sentenció antes de huir, pero no llegó muy lejos, pues en segundos se convirtió en una estatua de piedra que se destruyó en fragmentos.

Viéndola cómo desperdiciaba sus fuerzas para intentar mantenerse de pie pese al dolor que le había causado la daga y la noticia de la pérdida de su padre, el príncipe le suplicó que resistiera, la sujetó de la parte superior de su espalda y la tendió con cuidado sobre la nieve. Terriblemente angustiado, puso su mano sobre la herida en el costado derecho de la doncella para evitar que se siguiera desangrando, mientras trataba de aclarar su mente en medio del aturdimiento para socorrerla. No daba con una respuesta y mirando a su alrededor, se percató de que no habría quién les brindara auxilio en tan recóndito paraje. Eiden dejó caer un llanto afligido sobre el rostro de Evolet, quien, todavía consciente, extendió con fragilidad su mano hacia las mejillas del joven para secar sus lágrimas.

Él, profundamente conmovido, tomó su mano y la llevó a su corazón con delicadeza. Se inclinó hacia ella y le dio una última despedida, sellando cada promesa y recuerdo con un beso de amor verdadero. Evolet se lo devolvió con ternura, derramó una lágrima nostálgica y, finalmente, entregó allí su alma al amor con un último suspiro.

La nevada se detuvo, los vientos recogieron el llanto de los testigos y la luz azul cerúleo, penetrante al crepúsculo que dejaba al eco de los susurros recorrer sus confines, cubrió a los amantes que ya se habían despedido. El fulgor se acostó sobre todo bosque, castillo y aldea, tornando el invierno en primavera. El diamante que alguna vez se había quebrado recuperó su forma primera, al tiempo que devolvía la vida al corazón mortal que yacía anímico en el pecho de su última guardiana. El odio y el rencor que habían dañado a ambos corazones, uno humano y el otro encantado, ora se tornaba en perdón y amor profundos, logrando sanarlos.

Evolet despertó en aquel instante, regresándole la felicidad a quien se creía el más desdichado entre todos los hombres desposeídos. La recíproca dulzura en sus miradas lenitivas hacía que las palabras sobraran y, ensimismados en los misterios que revelaban sus pupilas, hallaron bálsamo en un abrazo que acallaba todo padecimiento.

Los picustos pronto reaparecieron, pero esta vez acompañados de un corcel blanco que los llevara en sus lomos de vuelta a sus reinos para unirlos en uno solo. Fue así como partieron a toda prisa, cabalgando por praderas impregnadas de fragancias primaverales hasta llegar frente a las puertas del palacio donde había nacido la última guardiana del corazón de diamante.

Con la llegada de la princesa, Tristán y Amelia salieron apresurados a recibirla. Toda la angustia que habían sentido desde que la habían declarado desaparecida había remordido sus conciencias hasta aquel maravilloso día. La joya de Lux había retornado sana y salva para gobernar con la sabiduría de sus padres antes que ella. La corte entera se regocijó también, hallando una luz de esperanza en medio del negro luto en que el reino entero estaba sumido con tristeza. Con el regreso de la hija de Caelia, el pueblo entero organizó por varias semanas una suntuosa fiesta.

Evolet presentó a Eiden como el príncipe de Derk, su salvador, y ante aquello su pueblo no sintió miedo o desconfianza, sino, por el contrario, un profundo agradecimiento. Asimismo, a los pocos días, el heredero del trono de Derk visitó a su padre y le hizo desistir de apoderarse del diamante, contándole todo por lo que había pasado, incluyendo de quién se había enamorado. Para su sorpresa, después de su conversa, el rey Lucio permaneció varios días reflexivo, sanando en la soledad de sus aposentos todas las heridas que no habían cerrado hasta ese momento. Su Majestad, finalmente, pudo dejar ir su triste pasado y en ello tardó tanto como Evolet guardando luto por su difunto padre, el rey Eduardo.

Un día, ya pasado un tiempo, el príncipe y la princesa dieron un plácido paseo, dejándose envolver por las brisas que traían los montes y el calor veraniego, por el aroma de las flores y la compañía de los pámpanos junto al camino. Ambos se sonrieron de tan inesperado sosiego y entonces recordaron lo que les había sido dicho por los picustos sobre el poder secreto del diamante al que Evolet había renunciado: su luz traería la paz entre todos los reinos por mil años.

Ese día era especial para ambos y por tal motivo, Amelia había preparado a la princesa con los vestidos más espléndidos y había puesto sobre su cabeza una tiara de zafiros. Fue la última diadema que llevó consigo, pues desde ese día, Evolet portó una corona de oro bruñido, bajo la cual se sometieron dos pueblos unidos.

Ya junto a la puerta del palco, marido y mujer se irguieron para presentarse ante la concurrencia. Todos esperaban con impaciencia, cuando por fin se abrieron las grandes puertas y por ella cruzaron sonrientes el nuevo rey y la nueva reina.

FIN

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