La irreconocible forma de una jurisprudencia llamada amor

Por: Guillermo Francisco Reyes Larrazábal, estudiante de tercer semestre de derecho y ciencia política, miembro del Consejo editorial
Pasa por mi mente aquel recuerdo, un recuerdo vívido, un recuerdo voraz, candente, jurídico; es el recuerdo que tengo de una trascendental manera, de un ser que me transformó. Llegué a la universidad a las 7 de la mañana, un jueves, ya extenuado del trajín de la semana, y perseguido por la insoportable semana de parciales, cada vez más cerca. Como de costumbre llegué a desayunar a la cafetería de las monis, estaba escuchando un poco de Soda Stereo, para levantarme el ánimo, después de una noche de lecturas interminables de Sociología Jurídica. Como primiparo, aún sentía un miedo o una pena indescriptible. Mi soledad acabó por el momento, con una hirviente y deliciosa arepa con queso, acompañada por un tinto color carbón y sabor a tierra, me dieron la compañía y las energías necesarias para enfrentarme al primer reto del día, quizás, el mayor, si le preguntan a mis compañeros; clase con el Dr. Camilo Torres. Debo admitir, me toco salir corriendo en el momento en que me di cuenta de que faltaban cinco minutos para el comienzo de su clase. Con los dos tomos del Curso de Derecho Romano del honorable maestro Eduardo Álvarez-Correa, la maleta y media arepa chorreando queso en la mano, emprendí mi carrera por las escaleras del bloque LL. Sería esta una de las peores ideas de mi vida. Con una estrepitosa caída, mi codiciada arepa termino encima de mi cara, el celular, los libros y mi honor de nunca llegarle tarde al Dr. Torres, cayeron rodando por el RGA. Me quede sentado por unos minutos, hasta que apareció frente a mis ojos un ángel, una luz, una mujer. Si bien no era la enfermera de la Universidad, era la mujer más bella que había visto en mi vida.
Pensé inicialmente que era un espejismo causado por el inefable dolor que sentía, hasta que llegó corriendo en frente de mí la mujer de mis sueños; tenía unos jeans pegados, color azul oscuro, un saco blanco, ancho, pelo liso, largo, hermoso, piel perfecta y curiosamente traía en sus manos un cuaderno y el segundo tomo de Romano. Me habló en un sensual acento ‘costeño’, (leer emulando acento costeño) “¡Ey! ¿Qué te paso? Te vi caer y te diste contra el piso durísimo, ¿Estás bien? … Ven, ven y te ayudo…” Con cara de niño en dulcería, pupilas dilatadas y boquiabierto, le respondo, “¿Eres un ángel? ¿Quién eres?” A lo que reacciona con una risa nerviosa. Resulta que esta hermosa mujer estaba en mi clase, y no me había percatado. Le dije “Tenemos que llegar a clase de Montealegre, nos matará si no le llegamos.” Y me respondió con las palabras más bellas de este mundo, “Ningún pretor, ningún César, ningún páter familia te va a curar de la severa aporreada que te pegaste. Ven y te llevo a la enfermería más bien.” Si bien no muchos creen en el amor a primera vista, yo me di cuenta en ese justo momento de que existía. Ahora bien, le insistí que fuéramos a clase, ya que debíamos prepararnos para el parcial que se avecinaba.
Torres nos abrió la puerta y nos dijo “Srita. Vargas, Sr. Reyes, llegándome tarde a clase, ni el mismo Justiniano era tan atrevido…tomen asiento” Nos esperaba con su chaqueta de cuero y su firme postura. Conocí el apellido de quien ahora sentaba a mi derecha, Vargas…me pregunté, ¿cuál será su nombre? A mi sorpresa me respondió sin haberle preguntado, como si me hubiese leído la mente, “Daniela, mi nombre es Daniela Vargas y soy de Barranquilla, mucho gusto.” Mi socorrista y compañera de clase me tenía atrapado entre las redes de la jurisprudencia romana y un enamoramiento impredecible. Aún no me cabía en la cabeza que un jueves, como cualquier otro, fuera yo a conocer a la Uniandina mas hermosa y bella de todas. Puedo con certeza decir que nunca antes había visto algo con tal magnificencia; me dejo cegado, me dejo perplejo, sin palabras. Aún no me creía lo que estaba pasando, un sueño convertido en realidad… Hasta que…
BUM…
Escuche un ensordecedor golpe contra una mesa. Abrí mis ojos y a mi lado ya no estaba la mujer más bella de Los Andes, sino tristemente, mis amigos y compañeros Alejo y José quienes casi unísonamente me dijeron con risas “Otra vez durmiéndote en la biblioteca Guillo…Ese Álvarez-Correa estaría muy decepcionado de ti…” A lo que yo respondo “¿Por qué me despertaron?”, “Tenemos parcial y por lo que veo te acabas de dar cuenta” dijo Alejo. De camino a presentar el examen vi una forma, quizás un espejismo de un sueño lejano, probablemente una ilusión. Un libro, una mujer, una fina esencia de lo que viví mientras dormía entre los textos jurídicos, de seguro no fue solo un sueño, posiblemente algo más.
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