Merecemos más que nuestra realidad

Por: Juan Pablo Leaño Delgado, estudiante de Derecho y miembro del Consejo Editorial.
Existe un país, en América del Sur, un continente cuyo legado es el caos y la arbitrariedad de cientos de años de colonia, que se caracteriza por ser un territorio lleno de odio, desesperanza y violencia. Es muy difícil encontrar o rescatar asuntos positivos de ese país. Por otro lado, ese país se encuentra hoy en día en tiempos donde la hostilidad, la fragmentación y la sangre sufren un brote exponencial e inmanejable. Está en un momento en el que las personas dejan salir su animal salvaje, el cual siempre está a la defensiva y listo para atacar sin ninguna compasión a otro animal distinto a él. Ahora bien, esas personas no solo dejan que su animal salvaje salga a relucir, puesto que también se convierten en seres malignos que tienen como objetivo actuar con dolo para hundir al contrincante. Es como si se nutrieran del dolor y la derrota de la contraparte. Todo lo negativo de las personas de ese curioso y desastroso país sale a relucir de un modo desmedido en esa época temida y desgastante: la época electoral.
¿Pero por qué razón las personas de ese país actúan de esa forma? ¿Cómo es que una sociedad se atenta contra sí misma? ¿Es acaso cultura en ese territorio el “todos contra todos”? Y, peor aún, ¿cuál es el motivo para que dichos individuos sigan sus vidas sin cuestionar sus prácticas y acciones?
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Desde hace más de quinientos años ha reinado el conflicto en ese país que, pese a su situación y contexto, siempre ha tenido un gran potencial para ser un lugar sencillamente feliz y seguro. Los ciudadanos han soñado con la unión, el bienestar, el respeto y la hegemonía positiva del amor. Sin embargo, lo que le ha tocado a la población del territorio en cuestión es, entre cientos de problemáticas más, el derrame de millones de litros de sangre, los asesinatos que incluyen el corte de las extremidades, las violaciones en gavilla hacia mujeres indefensas, los atentados a periodistas y políticos amigos del pueblo, las torturas, el narcotráfico, las guerrillas, los paramilitares, el racismo, los secuestros, la corrupción y, finalmente, la hegemonía del odio y el mal. La realidad y la Historia de ese sitio han sido la antítesis de ese bien llamado sueño.
Esa realidad e Historia, causadas en parte por los discursos oscuros, la transmisión del odio y, sobre todo, la pésima administración estatal de los “líderes” políticos, es lo que ha llevado, con toda razón, a que en ese frustrado país se haya conformado una sociedad resentida y puesta a la defensiva. Es así como entre compatriotas no se soportan. Es de esa forma en la cual entre hermanos se asesinan. Es ese el motivo que ha estancado a un país lleno de personas capaces y buenas.
La época electoral que se está llevando a cabo actualmente —y que de hecho está a escasas horas de culminar— es la prueba reina de una Patria rota. Ricos y pobres, mamertos y fachos, negros, indígenas y blancos, mujeres y hombres, o, mejor dicho, cada alma de ese país de cincuenta millones de personas, con una diversidad inigualable, tiene un legado psicológico que le impide descubrir la importancia del respeto y el amor. Y esa problemática, reitero, ha sido la protagonista que le ha dado vida —o más bien la muerte— al largo show de las elecciones presidenciales.
Se ha podido evidenciar el dominio del odio, por ejemplo, en las campañas sucias que han entablado la mayoría de los sectores políticos. Sí, unos más que otros, pero eso no importa, ya que candidatos y civiles de toda índole se han encargado de que la presente elección presidencial, como es de costumbre, sea un juego en el cual se compita quién es más abusivo y hampón. Falta un día para que se decida el próximo Presidente de la República del país de la incertidumbre, lo cual, dado el odio y la violencia de las distintas campañas presidenciales, permite poner sobre la mesa una vieja y conocida conclusión: los extremos se encuentran.
Otra de las pruebas que desnuda la frustrante realidad de aquel país infectado por la miseria es la forma espontánea en la que los debates sobre la política surgen. El contexto político causa que la deslegitimación y la hostilidad primen en diálogos —si es que así se le pueden llamar— de amigos, familiares e, incluso, políticos. Viejos minimizando a jóvenes; amigos que llegan a los gritos (y en algunos a casos a los golpes); y políticos lanzando al aire, porque sí, calumnias e injurias. La mayoría de las personas de ese país juran que son “seres democráticos”, pero, ¡oh sorpresa!, dos minutos después están cometiendo los actos que realmente afecta a una democracia.
— …¿En serio vas a votar por ese inepto? ¿Estás seguro de que quieres comer basura el día de mañana?
— Estoy seguro de mi voto. Lo hago por convicción. ¿Y qué pasa?
— ¡Pues te cuento que estás haciendo una imbecilidad! No tienes ni idea de lo qué haces. Es más, si llegas a votar por él, querido amigo, tú y yo tendremos una gran inconformidad por los próximos cuatros años. No sé ni siquiera por qué estás trabajando, entonces, en esa multinacional. Ojalá tu jefe se enteré y sepa lo que es vivir en la pobreza.
Ese país, señoras y señores, no es un lugar ficticio donde todo sale mal. Ese país no es una creación de un libro exitoso. Ni mucho menos es un país de años atrás. Ese país colapsado, lastimosamente, es Colombia. Y sí, lo descrito en este texto sobre la época electoral colombiana, clara representación cotidiana, es real. Mañana se elige el Presidente de la República y yo solo tengo un deseo para que las hermosas personas de ese país puedan salir adelante. Mi esperanza no es la victoria de un candidato, ni mucho menos el triunfo de una ideología, es, genuinamente, el surgimiento del amor y unión de un pueblo dolido y fragmentado que merece más que su realidad.
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