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Abogados obligados

Por: Juan Pablo Leaño. Estudiante de cuarto semestres de Derecho y tercero de Historia. Miembro del Consejo Editorial

Un jueves común, a las cuatro y cuatro de la tarde, a esa hora en que el frío de Bogotá apenas va iniciando su invasión maligna a los cuerpos de los ciudadanos, el ruido de un libro al caer interrumpió la siesta que me permití tomar en la Biblioteca de la Facultad de Derecho. Iba tarde a clase. 

Corrí desesperadamente, tropecé contra un escalón, ignoré las risas de los chachos, y, finalmente, llegué nueve minutos tarde a la sesión de Juez e Interpretación Constitucional. Pasaron los minutos, sentado en el puesto más oculto, y los conceptos jurídicos dictados por el profesor me entraban por un oído y me salían por el otro. 

Ahora, no era el único disperso, pues a mi lado estaba un compañero igual de distraído que yo. Aquel sujeto, que tenía el pelo teñido de verde oscuro y vestía pantalones de color lila, estaba utilizando el tiempo de la clase para dibujar. Su obra, plasmada en un iPad, tenía tonos grises y turbios; por lo que pude interpretar, el dibujo narraba una batalla entre paramilitares, soldados y guerrilleros, una representación de la historia de Colombia donde nos matamos entre sí. Su calidad era notable, así como la de los otros dibujos que hizo a lo largo del semestre. 

Este hecho me verificó que en la Facultad de Derecho hay varias personas con talento en distintas disciplinas. O mejor dicho, pude concluir que una parte considerable de los estudiantes que están estudiando Derecho lo hacen para “tener su futuro asegurado”, y no para cumplir sus verdaderos sueños. Por cierto, recordé en ese momento un caso semejante pero más evidente.

En un parcial oral, de esos que te ponen a sudar, el profesor hizo pasar de último al inoportuno de la clase, ese que no tiene vergüenza por nada: El pícaro. El joven se levantó de su asiento con decisión. Los que estábamos presente esperábamos una puesta en escena bochornosa; oh sorpresa, nuestro compañero nos sorprendió por su gran oratoria típica de un caudillo. Pero nos sorprendió aún más cuando El pícaro, después de tomarse ocho cervezas para celebrar ese merecido cinco de cinco, nos confesó a otro compañero de clase y a mí de dónde había salido esa envidiable habilidad para tomar la palabra como todo un héroe nacional.

—Pues la verdad es que a mí me encanta actuar y por eso practico la oratoria. De hecho, tengo que confesar que yo quisiera estudiar Cine. Pero ya saben, uno va a la fija con el Derecho— declaró El pícaro con esa voz eufórica y descoordinada que causan los tragos.

—¿¡Qué!? Hombre, me disculpa pero usted está hecho para ser nuestro presidente, no un actor de telenovela, créame— reclamó furioso uno de los futuros abogados.

Y podría seguir narrando durante cientos de páginas casos como estos. Suceden continuamente. Es más, las facultades de Derecho en Colombia tienen una preocupante masificación en alumnos obligados. (Ojo, hay diferentes tipos de alumnos obligados.)

El estudiante de Derecho entra a la universidad con varios sueños en mente: quiere ser el presidente de la República, magistrado de la Corte Constitucional o uno de esos reconocidos abogados litigantes que Hollywood muestra en sus pantallas. No digo que esté mal, al contrario, cada uno merece lo que sueña; sin embargo, a medida que pasan los semestres, es probable que ese mismo estudiante se vaya dando cuenta de que su pasión no está en el derecho, sino en alguna otra disciplina que, en la mayoría de los casos, “no da de comer”.

Ese tipo de estudiantes, frustrados y amargados por no querer hacer lo que les gusta, deciden seguir sus estudios de Derecho por temor a lo que puedan decir su padre y su madre –sin tener en cuenta, o tal vez sí, que ellos los van a apoyar pase lo que pase–; y, también, porque el sistema les ha hecho creer que solo existen dos caminos: el del éxito o el de la miseria. 

Un ejemplo del camino de la miseria, según el sistema, es el arte. El establecimiento, en vez de incentivar la creatividad y la imaginación, se encarga en hacerle pensar a la sociedad que el arte funciona única y exclusivamente para llevar una vida bohemia y autodestructiva. Ahora bien, la realidad es que el artista, de acuerdo a Mario Mendoza, tiene la misión de liberar al ser humano del ego, lo que causaría que nos pongamos en los zapatos del otro. Estamos hablando, sí, de las personas capaces de motivar a Colombia a dialogar y llegar a la paz. De todas formas, el arte sigue siendo puesto por la construcción social como un campo poco necesitado y más bien lamentable. 

Es de ese modo como los pensamientos negativos impuestos por el establecimiento ganan la batalla y terminan causando que los jóvenes se obliguen a sí mismos a estudiar algo que “sí les dé dinero y prestigio”. Obligados por ellos mismos.

Por otro lado, también está el alumno que es obligado a estudiar Derecho para mantener la oligarquía familiar, aquel que desde que nació está destinado a ser abogado, pero que inicia sus estudios siendo consciente que no quiere serlo. Este caso es más complejo y melancólico, ya que, pese a las ansias de querer estudiar cualquier otra carrera, el joven se tiene que enfrentar a una parentela llena de prejuicios. Es típico encontrar a ese compañero que su familia abogada, de “buen” apellido y abundante riqueza lo haya obligado a ser infeliz. 

Puede que la problemática de los alumnos obligados, en todas sus formas, lleve dándose desde hace varias generaciones. No es nuevo que una carrera como el Derecho, tan conservadora y antigua, sea escogida por los jóvenes por descarte o para asegurar económicamente su futuro. Ahora bien, esta problemática ha venido creciendo cada vez más. Presionar a los jóvenes a estudiar una carrera netamente para evitar los riesgos y retos de la vida está causando, además de quitarle seriedad a la disciplina, que los estudiantes abandonen sus sueños y, por tanto, su felicidad. Gracias a que no se ha intentado remediar el problema,  una parte importante de la población estudiantil está corriendo el riesgo de padecer depresiones y frustraciones profundas, lo que los puede llevar a un futuro oscuro y, ahí sí, miserable. 

En fin, los salones de derecho, tristemente, están llenos de personas que no quieren estar ahí: ese amigo que no para de ver futbol en las clases, aquella estudiante que disimula su frustración haciendo una doble carrera con alguna ciencia social, ese joven que se le pasa leyendo novelas para evitar los textos de pésima redacción que asigna el docente de Obligaciones II, etcétera. El establecimiento poco está comprometido con esta problemática, ni siquiera la tiene en cuenta. Entonces, si usted es una de esas personas, o si su caso es semejante, no espere a que alguien lo ayude. Solo hágalo. La vida es muy valiosa para desperdiciarla en el sufrimiento y la pena. Nunca es tarde para dejar de ser un abogado obligado.

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