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Sobre la banalidad que nos rodea…

Por: Diego Patiño, estudiante de derecho. Miembro del periódico Al derecho, sección cultura.

A propósito de los casi 23 años del estreno de la cinta El club de la Pelea…

“Veo todo este potencial y veo el despilfarro. Maldita sea, un gas de bombeo de toda la generación, mesas, esclavos esperando con cuellos blancos, publicidad haciéndonos perseguir coches y ropa, trabajando en empleos que odiamos para poder comprar mierda que no necesitamos. Somos los hijos malditos de la historia del hombre sin ningún propósito o lugar”

En algún momento nos hemos sentido asqueados, aislados, alienados del resto. Y, ¿qué hacemos? Fácil. Hacer lo que debemos: movernos a donde se mueven, comprar lo que ellos compran, ir a donde ellos vayan, tomar las mismas bebidas, fumar los mismos sabores, vestir ajustado, vestir holgado; hasta para hablar necesitamos sus mismas expresiones. ¿A quién me refiero con “ellos”? No lo sé, díganme ustedes. ¿A quién de las cien copias con que andan se parecen?

No es fácil encajar, mucho menos desencajar. Schopenhauer denominaba esta fuerza arbitraria que nos mueve como “voluntad”. Nos hace procrastinar, comer, copular, reír, llorar, pero jamás somos nosotros quienes hacemos todas esas cosas. Solo hacemos cosas “únicas” cuando la soledad nos rodea, colocamos el parlante con música a todo volumen, andamos con ropa cómoda (o, a veces sin ella) por toda la casa, bailando, tarareando, escribiendo, gritando, etcétera.

El resto del tiempo, somos la representación de lo que el mundo espera que seamos o, al menos, lo que nosotros queremos que el mundo crea que somos. ¡Sí, yo sé! frases trilladas, molestas incluso. Pero ¿alguna vez has hecho algo por ello? ¿Has cortado de raíz tu impoluto e inmaculado disfraz de hedor floral?

A esto último nos invita Tyler Durden, alter ego del protagonista del Club de la Pelea. Una invitación a despojarnos de la banalidad que busca calmar nuestra inconformidad, nuestra náusea Sartreana. Cabe aclarar que para este fin, no es necesario volar en pedazos como un fiel seguidor de Kaczynski, las torres de City U,  Bancolombia y Colpatria. Basta con hacer lo que reza una de las máximas del afamado emperador estoico Marco Aurelio: La mayoría de lo que hacemos y decimos no es esencial. Pregúntate en cada momento, ¿es esto necesario?” 

Cuando tenemos una jugosa cantidad de dinero en nuestra cuenta de banco, la recién depositada mensualidad, entra esa terrible angustia de qué hacer con él, no lo podemos ver quieto. Asimismo, como dice el adagio de “no pueden ver a un pobre cómodo”, la lógica que aplica a nuestro dinero es un reflejo de lo que hacemos con nosotros mismos. ¿Qué hay pa’ hacer este fin de semana? ¿Necesito más ropa, un nuevo celular, un hoodie como el que le vi a mi amigo…? O mejor aún, lo gastaré en un concierto al que todos quieren ir, pero del que desconozco al artista.

Cosas aparentemente necesarias, pero que a la postre, nos duelen por su futilidad.  Caemos redonditos en aquella trampa de “el que más tiene”. Ahogados en una publicidad haciéndonos perseguir coches y ropa, trabajando en empleos que odiamos para poder comprar mierda que no necesitamos. No nos detenemos, acelerados como vamos (productivos como siempre), a preguntarnos si aquello es necesario. Que nunca utilizaré ese pantalón o mi celular esta perfecto o mejor ahorro para ese viaje añorado… ¡bah!, a la carga, ¿dónde está el datáfono?

Pasamos la tarjeta porque así lo requerimos, no podemos vivir sin lo material. Y no es malo, al fin y al cabo, vivimos en un mundo físico, todo es estética. Vivimos de la exhibición como reinas de belleza posando al público. Las redes sociales, nuestro teatro dionisiaco. De estas últimas, el filósofo Byung Chul Han, crítico asiduo del neoliberalismo dice “en las redes sociales, la función de los “amigos” es principalmente la de realzar el narcisismo al prestar atención, como consumidores, al ego exhibido como mercancía”.

Para colmo, no solo estamos perdidos nosotros mismos, alejados de la autenticidad propia del hombre de antaño, desposeído de “presiones sociales” y viviendo un día a la vez. Ahora también hemos perdido la cualidad de dar —consejo, amistad, fraternidad, incluso amor— sin esperar nada a cambio, y las reemplazamos por la expectativa del beneficio que nos generen. Trastocamos los roles, ahora lo que era intrascendente se volvió de vital importancia, y lo realmente importante se lo lleva la corriente de lo superfluo.

Pero, ¿qué es lo realmente importante? Las cosas sin las que no podemos vivir. Un cuerpo sin agua y sin alimento se enferma; un cerebro a dieta de lectura, música, y cine se atrofia; una conciencia sin valores (o con unos malos) se vuelve nuestro guía errático; y finalmente, un corazón sin verdaderas emociones —de la manera que las ha idealizado Viktor Frankl en su paso por Auschwitz—, quita a la vida su mayor fuente de significado.

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