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Entre el afán, el cosquilleo y una silla

Por: Juan Felipe Samboní, estudiante de Derecho en la Universidad de Los Andes

Aquí cada quién viene por lo que quiere. Entre tanto tumulto, apretazón y el afán de alcanzar una silla, siempre hay algo que existe, ese pequeño clamor que nos hace humanos, que nos hace colombianos. El día de la mayoría comienza a las cuatro de la mañana, la rutina de esperar alimentador, coger SITP y luego tomar ese gran colectivo rojo, hace sentir que las calles son el puerto de la vida de cada uno. El sol de las seis de la mañana, el de las cinco de la tarde y el ocaso de la noche nos vigilan, y, entre tanta marginalidad que nos acompaña, es bueno saber que aún estamos dispuestos a ayudar a los demás. Ejemplo son muchos, el ceder una silla (a veces por la presión social de los gritos de «Una silla para la señora o caballero con un niño entre brazos”) o regalar una moneda bajo la palabra «gracias» al ver a alguna familia con hambre. Es bien sabido que el medio de transporte público está inmiscuido en la marginalidad, en el acoso, en el robo, en el cosquilleo y en los conflictos; por lo que el objetivo no es romantizar la gran cantidad de fechorías que cada día se cometen, sino el de tener en cuenta el pequeño y débil clamor humano que se esconde en cada ruta de una estación.

Si bien las acciones solidarias no siempre salen de lo estrecho de cada uno de nosotros, a veces el temor o incluso el cansancio, hacen actuar humana y dignamente. El apretazón de la gente y el afán de entrar primero ha hecho que a más de uno se le haya quedado uno de sus zapatos en algún portal de transmilenio. Las peleas, los colados, el servicio de transporte: es una selva a la que estamos expuestos diariamente. No obstante, la fenomenología del ser humano hace, inconscientemente, derivar de sus acciones algún hecho social digno. Ejemplos son muchos, pero es necesario mencionar que son más los hechos marginales que las acciones solidarias. 

A veces la empatía se resume en el llegar temprano y en el no tener que esperar otro servicio, verbigracia, en una ruta del occidente de Bogotá los usuarios, sin mantener ninguna importancia alguna a su alrededor, se sentaron en el medio de una escena de crimen: tres sillas del último vagón estaban repletas de sangre, un ciudadano se había opuesto a un atraco y uno de los atacantes lo apuñaló varias veces. 

Los trancones, muestras artísticas y en ciertos casos un poco extrañas (como el hombre que cobra por acariciar a sus raticas)  hacen de viajar no sólo un hecho meramente temporal y banal, sino una muestra de una de las mayores actitudes que existen tanto en mí como en usted: la resiliencia. Muy bien proclama la Etnnia en uno de sus mayores éxitos discográficos: «Para el colombiano que sabe que es guerrero, sobrevive a Afganistán, en Irán, un moridero». El estrés y el odio momentáneo que nos produce no haber alcanzado silla, o incluso un breve empujón por un tercero,  constituyen, al igual que el ser resiliente y adaptarse a las adversidades, el comportamiento, a veces adecuado, de la mayoría de los habitantes de la capital.

Es bien sabido que la odisea diaria en el medio de transporte público está llena de incertidumbre, el afán, el caminar rápido y poner una mano en los bolsillos en los apretones de las filas. No obstante, las diversas circunstancias nos han enseñado a vivir sin interés, es decir, sin solidaridad. Las estafas, los insultos y siempre querer ser los primeros han opacado nuestra realidad, pero, aunque esté implícito, la solidaridad es un hecho que aún en la selva roja masiva puede persistir.

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