Sobre los duelos y esos malestares

Por: Tatiana Restrepo, estudiante de sexto semestre de la facultad de derecho. Miembro del Consejo Editorial.
No sé si haya un límite a la cantidad de duelos que se puedan hacer al tiempo. Me gustaría creer que no, que se tiene la habilidad inagotable de sobrellevar múltiples pérdidas al mismo tiempo, que es fácil sencillamente superar las implicaciones de perder algo, y asumir la realidad desde esa partida. Pero no es así, no es ni fácil ni sencillo. En realidad el corazón sólo puede soportar una cantidad pequeña de pérdidas, o más bien sólo algunas pérdidas pequeñas a la vez. ¿Por qué la realidad no se asemeja a esa capacidad, donde sólo se pierdan cositas pocas a la vez? ¿Por qué no se puede poner pausa al derrumbe simultáneo? O bueno, al menos a la cadena que ocurre en un lapso corto. ¿Serán tres años un tiempo prudente para sobrellevar tales eventos?
No sé, quizás esa habilidad no la tuve y junté varios duelos, y quizás ese luto colectivo que estuve procesando había abarcado más que sólo muertes. Seguro fue mi manera de manejar la pérdida. La partida de Luis Francisco marcó el principio de ese periodo, tomando partida ligeramente. Fue un proceso lento, ahogador, abrumador. Había estado enfermo desde que lo conocí, hacía 20 años cuando nací yo, su primera nieta. Las inyectadas de insulina en los almuerzos familiares para manejar la diabetes no eran fuera de lo común, de chiquita creía que sólo era un acto más del diario vivir. La diabetes de Luis F era tan cotidiana para mí como él mismo: siempre estaba ahí.
Claro, no todos sus malestares fueron así, el Alzheimer tuvo un proceso de desarrollo más paulatino, aunque acelerado en términos médicos. En un lapso medianamente corto pasé de ser mi Tati, mi nieta, a mi linda, mi china, pues ya no se acordaba si era Cristina cuando era joven. ¿Tanto nos debimos parecer mi mamá y yo de adolescentes? El proceso del Alzheimer siguió hasta borrar casi todas las memorias de Luis, salvo un par de canciones de Pedro Infante o Alci Acosta que me cantaba sonriendo cuando me veía. ‘Cristi, ¿qué estás comiendo?’ me decía, mientras yo, Tatiana, almorzaba en la cafetería del club o en su restaurante favorito. Se ponía bravo, sentimiento predilecto de su condición mental, pues yo no respondía de inmediato. Con el tiempo me fui acostumbrando a contestar como Cristi, su linda, de la misma manera que me había acostumbrado a la diabetes ajena.
También me acostumbré a las llevadas a la diálisis cada día de por medio. A veces acompañaba a mi mamá o a mi abuela a dejarlo y recogerlo de las clínicas. Salía exhausto, y cómo no, después de tener toda su sangre limpiada con una máquina por horas sin parar. Ese agote se traducía más allá en el conglomerado de todas estas condiciones, que, a pesar de ser rutinarias y cotidianas, no dejaban descansar a nadie. Tenía los mejores tratamientos, pero no servían sino para mantenerlo hasta la próxima dosis.
Llegó al punto de cansancio en que Luis F tenía que descansar él mismo. Y llegó el descanso mientras yo estudiaba para unos finales, con una llamada de la enfermera anunciando que estaba agonizando. No pude terminar de estudiar, claro. A los dos días, después de salir de mis últimos dos exámenes, salí también del velorio y la misa, pero no salí del impacto que todo generó. Ya había pasado el sismo, pero las réplicas seguían. ¿Qué se hace cuando, con tal contexto, pierdes al primer ser querido que recuerdas?
A los cuatro meses de Luis F también descansó Gilbert, tío abuelo que vivía en el este de Manhattan. A lo largo de mi vida lo vi solo un par de veces, cantidad que podía contar con los dedos, siendo la primera en su último viaje a Bogotá. Nos reencontramos una vez más en el club Metropolitano de Nueva York y luego en un restaurante de pato pekinés. Me daba regalos, a pesar de ser tan lejana, y me consentía como una nieta, dado que no tuvo su propia. De repente llegó una llamada de una sobrina lejana de Gil: había fallecido dormido. Una despedida tranquila y súbita, a comparación con la de Luis F. A diferencia de esa, ya que no conocía bien a Gil y estaba en otra longitud completamente distinta, no me afectó el hecho de que se fuera. Fue más el pensar que sencillamente lo hizo, con tanta elegancia y sencillez, tal como fue él. Sin más, sólo partió.
A los seis meses de tratar de asimilar la pérdida de mi abuelo, y cuatro de Gil, llegó otra pérdida: una prima, que, aunque no era cercana ni literal ni familiarmente, también falleció. Fue distinto, nunca supe en realidad qué pasó, pero no fue por motivos similares a los de los dos anteriores, como la enfermedad o la vejez. Fueron temas poco conocidos, y de los cuales tengo muy pocas ganas de tocar. Y aún, en medio de la intriga y el desconocimiento, me volvió a golpear la ola del sismo. ¿La hermana de mis primos de tan solo veinticinco años? No era más, estaba empezando su vida cuando terminó. El golpe siempre pega más duro cuando estás recuperándote de otro, y a pesar de la lejanía con ella, el golpe se sintió al lado. No sé si mi sensibilidad a la situación fue producto de la impresión que en mí produjo, o del hecho que ya la tenía a flor de piel. Pero de igual manera dejó el tinte que deja cualquier luto: a incómodo, a desolador, a vacío.
Luego, tres años después, murió Pupi, mi beagle bonita. Ya para ese entonces había más o menos asimilado las pérdidas descritas, ya las olas no golpeaban igual, ni el sismo rebotaba sus réplicas con la misma magnitud, cuando de repente se enfermó. Siete meses antes, mientras no estaba viviendo con ella, estuvo cercana a irse. ¿Cómo que la primera mascota que había tenido estaba pronta a partir? Ese fue el primer impacto del golpe. Como dueño de mascota, se sabe que partirán inevitablemente, pero nunca se prevé que ocurra en realidad. Desde ese encuentro con la enfermedad nació la primera caída en cuenta de que sí se iría: un pequeño recordatorio del ciclo de vida. Nació también el miedo, que acechó permanentemente de la prontitud con la que podía ocurrir la partida. Milagrosamente Pupi siguió, y cuando volví a vivir en la casa con ella, ese miedo a que muriera desapareció. Vivir con ella me hizo olvidar que eventualmente no lo haría.
Hasta que llegó el momento en el que recayó, y duro. Fue tan apresurado: repentinamente no la dejaba en paz la incontinencia, teñida de rojo, con un dolor agudo y agonizante. La partida de ella fue igual de acelerada: una visita tranquila a la veterinaria pasó a ser una despedida dolorosa. Una despedida como ninguna de las anteriores: igual o incluso más ahogadora, abrumadora, desoladora, vacía, y vista de primera mano. Una cita con el destino asegurada y determinada: nada se podía hacer. El miedo que había acechado alguna vez volvió a salir de su escondite, manifestado ahora en vida. ¿Qué se hace cuando ya se materializa el miedo? Quisiera decir que se enfrenta, pero eso no se puede ante una ola que te sumerge por completo, ante un sismo que derrumba lo que se encuentra. No fue una partida nada fácil. Como si fuese nuestra última cena, la última sacada al parque se celebró un jueves por la noche, pero a sabiendas que no se iba a repetir el siguiente viernes.
¿Qué tanto dura el duelo de cada pérdida? No sé, nunca lo he sabido. En un mundo ideal me gustaría creer que se hacen uno a la vez. Cada persona y cosa en su debido y dedicado momento. Pero no es así. Los duelos no se hacen uno a la vez, ni en su debido ni dedicado momento, ni hay un límite a cuántos se llevan al tiempo. Incluso me pasó que cada pérdida que se iba sumando a la colección me recordaba a la anterior. Resucitaban, como un golpe tras otro en un ring de boxeo.
Pero con todo lo que viví, me di cuenta de que las pérdidas no duran un tiempo y ya, sino que solo se llevan. Sencillamente se vuelven parte del camino. Incluso se amontonan: algunos duelos se vuelven más ligeros, mientras otros aumentan su peso. A veces siento tiernamente la primera pérdida, o recuerdo esporádicamente la tercera, o me desplomo de la nostalgia por la última. Pero de igual manera se integran al recorrido, como cráteres, o lunares. Marquitas que permanecen y no se superan, sino dan prueba que valió la pena la estadía de aquello que se fue. Cambios que hacen los sismos y las olas al paisaje, que dan cuenta del amor que alguna vez ocupó un lugar del cuadro. Manejar el duelo no es olvidar o superar lo que pereció, es crecer a partir y alrededor de la marquita que dejó, acoplándose al nuevo paisaje.
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