El pasto es siempre más verde al otro lado de la cerca

Por: Pablo Ortega, estudiante de Derecho y opción en Economía en la Universidad de Los Andes
En el último año de colegio, incluso desde un tiempo antes, uno de mis principales temas de conversación, si no el más importante, era qué y dónde se iba a estudiar. Claro, tomar una decisión de esa magnitud a los 17 años es difícil y arriesgado; era un tema que vivía de manera permanente en mi cabeza y, por eso mismo, algo que tenía que expresar constantemente. Yo más o menos esperaba recibir una respuesta: esa que tantas veces había escuchado conversando sobre lo mismo con mis amigos. Incluso en medio de la incertidumbre que genera decidir cuál va a ser mi profesión y en qué universidad estudiarla, entre una cantidad de opciones que nunca se había visto, estaba preparado para escuchar aquellas dos o tres carreras que la mayoría de amigos iban a estudiar en aquellas dos o tres universidades. En Medellín, por ejemplo, las respuestas que esperaba eran Administración de Empresas, Negocios Internacionales o incluso Derecho en EAFIT.
Pero de vez en cuando uno se lograba sorprender. A veces, con carreras poco comunes, casi siempre de humanidades o ingenierías. La mayor sorpresa, sin embargo, era la noticia de que se iban a estudiar a otro país. Cuando escuchaba esa respuesta me daba la impresión inmediata de que esa persona era buena para el estudio o algún deporte, que se quería exigir mucho más de lo que lo haría quedándose en el tercer mundo. ¿Por qué se alejaría así de su familia, de su cultura, de sus amigos, y en general de su zona de confort, si no es para exigirse al máximo? Hoy sé que hay muchas posibles respuestas a esa pregunta, pero en ese momento no había ni una sola.
Esa impresión sobre los que osaban a irse del país para estudiar su carrera no surgió sin razón alguna. Crecí rodeado de factores que me llevaron a reaccionar con asombro y admiración ante tal respuesta. El hecho de que las mejores universidades, según los rankings “objetivos”, estén en el Norte Global, especialmente en Estados Unidos y que los colegios publiquen con orgullo a sus estudiantes que emigran como sus máximos logros, son, creo, los principales ejemplos de estos factores. Esto, acompañado de la idealización que tenemos desde Colombia como parte del Sur Global hacia el Norte y el desarrollo que viven en todas las facetas de la vida, hace que sublimemos a la vida académica y profesional en dicho hemisferio.
Gracias a este concepto, uno de mis grandes objetivos es hacer un máster en Estados Unidos o en Europa; llegar a estudiar en esa parte del mundo donde enseñan cosas que aquí no enseñan, de una manera que no ha llegado al tercer mundo. Me ha hecho pensar durante mi vida universitaria que lo que he estado estudiando no es lo verdaderamente importante, que todavía me falta la educación de verdad. Esto, de nuevo, surgió con motivos suficientes. Para ilustrar, un buen amigo, mientras me contaba una conversación que había tenido esa misma semana con el profesor del que era monitor de Constitucional, parafraseó una frase de su maestro que refleja esta idea. “No se mate, hermano, viva la universidad. Cuando usted hace un máster afuera se da cuenta de que lo que hizo en la universidad no es lo que de verdad importa. Lo que importa al fin y al cabo es el máster”.
El semestre pasado tuve la oportunidad de hacer un intercambio académico en Europa, de experimentar la prodigiosa educación del primer mundo. Llegué con expectativas inmensas sobre lo que iba a aprender. Pensé que de alguna manera la universidad me iba a iluminar como no lo había hecho Los Andes. La primera semana de clase no fue como pensé, pero bueno, al fin y al cabo, era la primera semana. La segunda tampoco fue, ni la tercera ni la cuarta. Estaba feliz viviendo la experiencia del intercambio, pero por primera vez en mi carrera no sentía motivación para estudiar. Sentía que no estaba aprendiendo lo que debía aprender y que mi tiempo lo podía usar mucho mejor. Esa imagen que habíamos creado en Colombia sobre la educación en el Norte no era para nada como lo que estaba experimentando. En ese momento supe que iba a llegar al tercer mundo a retomar la educación de verdad, la realmente importante.
Efectivamente, llegar a Colombia y retomar el ritmo de estudio fue duro, pero también recuperé esa motivación que había perdido por un semestre. No pretendo decir que el intercambio es una mala experiencia ni que me arrepiento de hacerlo. Por el contrario, han sido de los mejores seis meses de mi vida, lo disfruté como no me imaginé y crecí y aprendí en muchos aspectos que van más allá de lo académico. Tampoco quiero decir que las personas que estudian en el extranjero se equivocaron, ni mucho menos que van a ser malos profesionales.
El objetivo es otro. Escribo esta columna para transmitir uno de esos aprendizajes, quizá el más importante, y es que empecé a valorar, como no lo había hecho, a la educación que recibo en Colombia. La invitación es a eso, a darse cuenta de que somos afortunados de estudiar en una buena universidad, no solo en Colombia sino en el mundo, a valorarlo y aprovechar esos recursos que nos dan. Es posible que no los volvamos a ver. No hay frase que ilustre más el mensaje de esta columna que la antiquísima “el pasto es siempre más verde al otro lado de la cerca”. Es solo cuando se llega al otro lado que se puede ver objetivamente qué tan verde es el pasto.
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