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Juegos personales

Relato I: Juan David y el canalla de su padre        

Por: Juan Pablo Leaño Delgado, estudiante de quinto semestre de derecho e historia y opción en creación literaria. Miembro del Consejo Editorial de la sección de Cultura.

“Este texto es producto de un trabajo de ficción. Los personajes, lugares, problemáticas y grupos, etc., a pesar de ser inspirados en lo que pasa en el día a día, son una creación de la imaginación.”

Junto a un amigo, después de estar dos horas escuchando a un profesor dictar las diferencias entre la función pública y la función administrativa, fuimos a ver un partido de Champions en nuestro lugar preferido del campus. Nos esperaban las mesas redondas de madera, protegidas por los paraguas verdes; esas que yacen cerca de plantas y árboles cuyos troncos son unos tubos cubiertos de hojas; ahí donde los cerros orientales atemorizan por su cercanía. Todo es verde en ese pequeño patio, excepto, además de las mesas, la blanca casita que funciona como restaurante. Previo a sentarnos, pusimos el partido en el computador y, sin más, nos relajamos. Nuestros ojos se concentraron en la pantalla, mientras el roce de las hojas de los árboles, causado por el viento de las cinco de la tarde, generaba un sonido de paz y serenidad, acompañado del relato matizado del comentarista argentino.

Faltaban menos de diez minutos para que acabara el partido cuando escuché el quejido de alguien (<<¡Egh, puta vida!>>). Mi cabeza giró por instinto a la izquierda y me encontré a un tipo de ojos tan verdes como el entorno que nos rodeaba, rasgos faciales fuertes y un corte de pelo degradado. Su nombre es Juan Diego. Vi que se paró de la silla y la lanzó teatralmente contra la mesa (¡plaf!). Con los puños cerrados y contemplando el suelo, resopló como un toro, caminó hacia la casita y entró al baño. Tuve un momento para tratar de comprender qué le sucedía y concluí, con las pocas pistas que tenía, que su pataleta era porque estaba a punto de perder el Real (3-1), pues su Hoodie color hueso, traído directamente de Madrid, me hacía entender que era un hincha a morir de ese equipo. Pero al volver mi mirada al lugar a donde él estaba hace segundos, la mesa de madera al lado de la mía, vi que había dejado su computador –y también la maleta y una gorra–, y, para mi sorpresa, al ver la pantalla, me di cuenta de que ni siquiera estaba puesto el partido.

Lo único que tenía abierto JuanDi en su computador era una noticia de denuncia, de la revista Momento, sobre el reciente desastre que sufrió uno de los humedales de la ciudad. Lo supe por las imágenes estremecedoras que se alcanzaban a ver. En el instante en que iba a intentar leer el título llegó el muchacho lanzando madrazos al aire. Desvié mi mirada de la pantalla para ver su rostro. Su ceño estaba totalmente fruncido, hasta el punto de que sus dos rubias cejas se convirtieron en una larga tira de pelos. Sus ojos, vidriosos, parecían haber desatado un tsunami de lágrimas. Era obvio que algo grave e importante le había pasado, y por eso mis ojos se abrieron y lo enfocaron sin perderlo de vista, a la vez que recibí una señal interna que me obligó a ponerme derecho y así poder tener una mejor visibilidad.

Se sentó tal cual lo haría un rey en su trono, aunque ahora lucía como si le hubiesen metido en un calabazo durante semanas. Yo ya no tenía buena vista hacia su computador, ya que él lo había movido para continuar leyendo; solo alcanzaba a ver su perfil derecho, lo que me hizo notar su piercing en el cartílago de la oreja. Sentí necesidad de identificar la noticia. Asomé un poco mi cabeza pero sin éxito; por ello me paré para ir al baño y, en la pasada, alcancé a ver la clave que necesitaba, el título, que decía algo así como: <<Contratos de concesión como pago de compra de votos no para: Secretaría Distrital de Ambiente, empresas privadas y concejales en el ojo del huracán por celebrar contratos para explotar humedales>>. Lo percibí molesto al leer el artículo; era evidente que cada palabra del texto le dolía como si le penetraran la piel con un puñal. Y cómo no, si es que el pobre Juan Diego estaba descubriendo que alguien de su familia estaba involucrado en ese caso de corrupción; y no era cualquier familiar, ni cualquier funcionario, era su padre, el presidente del Concejo de Bogotá.

(Volví del baño y noté que su cara, iluminada por el último sol del día, se resaltaba por su palidez. Por un momento se quedó mirando al cielo, dejando que los recuerdos lo invadieran de nostalgia y así poder ignorar el fin de su felicidad. Juan Diego no estaba hablando, pero sí se escuchaban los gritos de su alma negando lo descubierto.)

No era posible lo que anunciaba esa revista mañosa, si es que su padre, el Doctor Pablo, ese señor inigualable, siempre fue una persona intachable, honesta; un hombre huérfano, echao pa’ lante, que lo único que pretendía era conformar una familia y darles el universo y más. A Marcela, la madre de la casa, la puso a vivir una vida de ensueño: bailaron entre nubes naranjas y montañas que cantaban, sobre todo, los boleros de la época; le compró un delfín rosado para pasear en las playas de Cartagena; y, como si fuera menos, vivieron un romance de luces multicolores, cosquillas perpetuas y viajes mágicos por el tiempo. Todo eso por verla feliz. Al hermano pequeño, Francisco, también le concedió todas las comodidades. Pacho vivía por la música, así que desde pequeño el padre le garantizó un gran cuarto musical, con doscientas guitarras a bordo, unos cuantos pianos clásicos y un equipo de sonido que simulaba el estar en un concierto.

(Les había dado todo y por eso Juan Diego –que estaba acosado por mi mirada, pues corrí mi silla para poder analizar sus gestos– no paraba de negar con su cabeza. Luego de pedir <<una botella de agua, monis, pero para ya>>, cogió su gorra BMW, que estaba en la mesita de madera, y, al primer tacto, los recuerdos aventureros de padre e hijo salieron a relucir.)

A él, su hijo consentido, le dio incluso más que a su hermano y su propia madre. Su padre le cumplió el sueño de tener decenas de carros a su mano. Juntos, cada uno en un deportivo, pisaban el acelerador como si no hubiera un mañana. Agarraban el timón y hasta que el coche no despegara como un avión… no paraban. Así, cada domingo le daban la vuelta a Colombia en menos de una hora con sus veloces carros, y cuando había tiempo, también les gustaba ir a otros países; en especial a Argentina, solo y exclusivamente para tomarse un mate en un atardecer dominguero de Buenos Aires. Su padre era su amigo, el que le había dado todo, no esa persona que denunciaban en los medios más importantes del país.

(Sin embargo, ahí sentado, succionado por el infierno de la humillación, recordó lo obvio…)

También existía otro lado de la historia y él lo sabía; Juan Diego, a pesar de intentar borrarlos de su mente, conocía muy bien los momentos en que su padre adquiría el papel de Patrón, así como cuando recibía las visitas en la sala, acompañadas de una botella de Chivas y las risas actuadas de aquellos hombres gruesos y afeitados hasta el ultimo pelo. Esas citas que en campaña aumentaron, y con ellas los acuerdos celebrados con un choque de vasos (¡clink!). <<Con esta mierda nos tapamos y ganamos otra vez. Le aseguro el contrato de concesión y usted dedíquese a explotar ese humedal. Y tranquilo, un amigo notario me debe un favor; y el próximo secretario ambiental no solo me debe uno, sino infinitos. Pero ya sabe, me consigue los voticos. Yo veré la fiesta de este fincho>>, lo escuchó decir una vez a su padre. Nunca se imaginó que ese tipo de conversaciones hayan ocasionado, además de la destrucción de una reserva única de la naturaleza, la fuga de un grupo de culebras de doce metros de longitud, escamas plateadas de color rojo oscuro y ojos amarillos radiactivos. Miles de culebras, que el mundo antes no conocía, en su defensa causaron la mayor tragedia en la historia de Bogotá: 974 personas, más 102 niños y niñas, perdieron la vida por el ataque de la especie Cirbestucs; o mejor dicho, fueron asesinados por Don Pablo y sus compinches.

Con esa noticia, Juan Diego esclareció por qué a su padre, de la nada –o bueno, tras los whiskys diarios–, en el último tiempo, le temblaban de forma excesiva las manos y lanzaba comentarios reaccionarios al mundo, al mismo tiempo que se le pusiese la cara tan caliente como una llama de fuego. Y no solo eso pudo aclarar, con eso que estaba viendo ante sus ojos, hasta su educación cobró sentido, ya que JuanDi no es un gomelo típico que odia e insulta a la gente de bajos recursos, no, es aún más indiferente: es un clasista que cuestiona la existencia de la pobreza: <<¿Pobres? ¿En verdad existen? O sea, sí, claro; pero tampoco hay taaantos>>.  Comprendió, con tan solo leer una parte de la noticia, que él es el legado del hipócrita de su padre. Juan Diego lo entendió todo en escasos minutos.

Guardó su computador en la maleta, cogió su gorra con furia y se levantó. En ese momento murió Juan Diego y nació El hijo del corrupto que causó una de las peores tragedias en la historia de Colombia; y sin embargo el joven estudiante elevó el volumen de sus audífonos y partió flotando hacia el Cerro de Monserrate, ahí donde el atardecer color salmón lo embriagó de dulzura, haciéndole olvidar lo que sucedía allí abajo.

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