Juegos personales

Relato II: Alias Huella y la Batalla por la orquídea Intrica
Por: Juan Pablo Leaño Delgado, estudiante de quinto semestre de derecho e historia y opción en creación literaria. Miembro del Consejo Editorial de la sección de Cultura.
“Este texto es producto de un trabajo de ficción. Los personajes, lugares, problemáticas y grupos, etc., a pesar de ser inspirados en lo que pasa en el día a día, son una creación de la imaginación.”
Estaba en clase de Derecho Laboral, vi la ventana a mi izquierda, que estaba completamente abierta, y quise salir volando por ahí, y experimentar las calles, ignorar el deber ser por un momento. Lo hice. Sin que nadie se diera cuenta, salí y pensé mi destino.
Después de ver desde las nubes los edificios grisosos de Bogotá, aterricé en la calle de los libros, un lugar en el Centro donde vendedores ambulantes y libreros se juntan para vender cultura. Infinitas historias posaban ante mí y me intentaban convencer de por qué las tenía que llevar a mi hogar (el ritual de siempre).
Entré a la Librería Aquiles, una casa que por fuera parece diminuta, pero por dentro son ocho pisos donde hay libros hasta en el techo. Solo un libro, de solapa azul agua marina, logró perturbarme: ‘El amor dura tres años’, de Frédérik Beigbeder. Veintisiete mil pesos. Me hacían falta seis mil, <<tal vez con las monedas me alcanza>>, pensé; saqué la billetera y, al abrir la cremallera, salieron volando dos de quinientos (tin, tin). Me agaché, las recogí, levanté mi cara y vi, a unos pocos metros, más o menos de perfil, esas desgastadas botas militares. No sé por qué captaron mi atención. Fui subiendo mi cabeza –intrigado por ver al que las portaba–, lentamente, para encontrarme con un hombre enorme; además de las botas, tenía una chaqueta y unos pantalones regulares: toda su pinta era de color negro. Todavía no había visto su rostro –pues tenía una visión hacia su perfil izquierdo–, pero sí su cabeza calva y su cuerpo que era como el de un fisiculturista. Sus manos sostenían un libro de Augusto López, el filósofo argentino que, tras el dominio de la izquierda en gran parte de Latinoamérica, promovió el contracriminalismo, una derecha más contundente y sólida en sus ideales: una en la que la plaga criminal sea castigada despiadadamente. Fui invadido por unos escalofríos incontrolables, aunque también sentí que mi mente no paraba de buscar la verdad. El hombre caminó hacia una silla y se sentó a leer. Pude ver, por fin, su cara, su barba estilo candado y, cómo no, su cicatriz que va desde la punta de la ceja y termina en su hueso mandibular. Sin duda, tenía ante mis ojos a alias Huella, integrante de la guerrilla las Fuerzas de Orden y Seguridad de Colombia (FOSC-23), pero sobre todo, testigo y actor de la Batalla por la orquídea Intrica de Fúquene.
(Su cicatriz me hipnotizó en cuestión de segundos, y luego empezó a narrarme la historia, llevándome a un viaje en el tiempo, no muy lejano, pero sí situándome en un lugar en el que nunca antes había estado: ese lugar que a Huella con el recuerdo le vienen mariposas de nostalgia, y junto a ellas la sombra del abatimiento, pues ahí no solo había reído y parrandeado con los de su pelotón, sino que también fue donde se aceptaron las consecuencias de llevar a cabo una misión, digámoslo, imprudente.)
Huella y sus compañeros de guerra, yacidos en el pasto helado que disfrutarían por última vez, conversaban de la vida con el fin de olvidar lo que se les avecinaba. Las armas (fusiles, bazucas, lanzallamas, pistolas radioactivas, etc.) ya estaban listas, pues la tropa tenía que partir cuando el sol se escondiera. Estaban acampando en una montaña cerca a la ciudad de San Miguel, a 13 KM de su destino final, la Laguna de Fúquene; llevaban 15 días resguardados ahí, donde realizaron todos los planes y escuchaban salsa hasta el amanecer. A los alrededores de la laguna encontrarían las orquídeas Intricas, una especie de planta única en el mundo, cuyo líquido, al beberlo, causa un aumento momentáneo de las capacidades mentales. Pero no era tan sencillo, ya que no eran los únicos en la búsqueda de la planta mágica. Los cóndores -sus principales rivales-, unos paramilitares de la dictadura de la izquierda, en nombre de la lucha por la dignidad popular, igualmente se dirigían a Fúquene. Ambas organizaciones criminales necesitaban el dominio de esas tierras para así poder explotar, reproducir y traficar una planta que, a pesar de ser perjudicial para los humanos, le daría la vuelta al mundo entero en su ilegalidad. El que consiguiera la planta, además, tendría garantizado una mayor capacidad de inteligencia, estrategia, memoria, anticipación y reacción para ganar una guerra de ya 8 años.
(Huella no paraba de leer y yo, escondido entre los estantes, no paraba de ver y escuchar a su cicatriz –la hipnosis era real–, que seguía narrando la historia como ningún escritor lo haría.)
La tropa de las FOSC-23, entonces, inició su expedición al anochecer. Todos llevaban el uniforme militar color arena. Mientras bajaban la montaña, Huella conversaba todavía con sus amigos; en un momento, se quedó solo con Escudo, su compañero de batalla, un tipo tan adicto al cigarrillo que, sin necesidad de estar fumando, le salía constantemente humo de la boca cuando hablaba.
—Huellita, estamos a punto de llegar a una muerte casi segura, porque si nos encontramos a esa gente, vea, se arma la Histórica. Y lo que más me duele es que no sé por qué carajos estoy acá. Será porque no tengo a dónde ir. Y usted, ¿por qué está acá?
—Uy, manito. Si le contara. La verdad, yo sí tengo mis razones. Me imagino que usted ya sabe, sin embargo, no falta decir que yo soy el hijo del comandante Edgar Zapata.
—¿Y ese quién es? —preguntó mirándolo fijamente.
—¡Qué ignorante, estimado! Mi comandante Zapata, que dio la vida por la Patria, fue uno de los militares que se opuso a la dictadura de izquierda, promoviendo las fuerzas insurgentes y la ideología contracriminalista de su santidad Augusto López. Su lema siempre fue “Dios, Seguridad y mano firme contra el pecador”; y estoy acá para no dejar morir esos principios divinos.[1]
Los guerreros respiraban el frío. A medida que avanzaban entre árboles se unían cientos de soldados más a la tropa, quienes venían de otros campamentos y otras regiones con poderosas armas y dispuestos a morir: el ambiente alcanzó un nivel máximo de tensión. Escudo observaba atentamente el entorno cuando su respiración se tornó intensa y el latido de su corazón no paraba de retumbar. Asimilarlo, lo llaman.
—Nah, Escudito. ¡Nada de miedo! Más bien déjeme yo le cuento algo para que le den ganas de matar —le dijo, mostrando su fusil.
—Hágale, pues.
—Si nos encontramos a Los cóndores, sin mente, l0s exterminamos. Tenemos razones, mijo. Esos zurdos hijueputas son todas unas ratas, que no merecen ni siquiera la cárcel. Con su discurso de amor, jodieron el país, se lo robaron. Pero además de todo, crearon un ejército privado, lleno de seres degenerados, sin ningún tipo de moral; y todo, maldita sea, para asesinar cobardemente a los 7 Comandantes Militares que se opusieron a la dictadura.
—Pero eso ya fue hace 50 años —dijo Escudo, con las manos temblando.
—¡Cállate! —gritó Huella—. Las FOSC fue creada para parar la dictadura, para vengar el magnicidio del 23 de febrero, para hacerle frente a los nuevos militares vendidos a Los cóndores. ¡Las fuerzas armadas nunca pueden ser de izquierda! ¡Dios y Patria!
—Algún día serás presi, Huellita —afirmó, como bien se lo decía habitualmente.
—Por ahora me toca ser el guerrillero que consiga la orquídea Intrica, y poder matar a Ivanna II, la comandante suprema de Los cóndores, la hija de la mujer que mató a mi padre y sus colegas bombardeando la sede del Ejército Nacional en Bogotá— declaró, mientras los miles de guerreros aullaban lloros, porque estaban a punto de llegar a un posible final.
La Laguna de Fúquene estaba al frente de los ojos de Huella y sus aliados. Solo se escuchaba el ruido de los grillos y renacuajos, con un ligero sonido del movimiento del agua. En algún lugar cercano encontrarían la tierra de las orquídeas. Miles de soldados empezaron la búsqueda: unos revisaron en la orilla, otros incluso entraron a la laguna. Pero todo estaba oscuro; ni siquiera la luz de la luna se hizo presente. El desasosiego se tomó el ánimo de los guerrilleros, y la oscuridad los fue absorbiendo, hasta que unas bolas de fuego, que parecían salidas del cielo, iluminando al fin el terreno, les cayeron encima. Helicópteros de guerra, balas por doquier y soldados y paramilitares de la dictadura aparecieron en segundos. Huella y Escudo, como siempre juntos en las batallas, llevaron a cabo su estrategia de ataque. Huella sacó su daga, la cual regresaba a su mano después de dejar una huella en el corazón de su contrincante: llevaba 16 bajas con su arma, y 10 más gracias al golpe de su puño. Por su lado, Escudo protegía a su compañero como Leonidas lo hizo con Esparta; con su pistola de ondas apartaba a los enemigos, a la vez que su escudo invisible hacía devolver los proyectiles a su disparador. Juntos eran imparables.
(Huella, al ver que mi mirada lo miraba, se levantó a recorrer la librería. Detrás de él, tuve que subir discretamente las escaleras al sexto piso, pues tenía que seguir viendo a su cicatriz para continuar el viaje en el que me había introducido. Me hice detrás de una torre de libros, para solo asomar un poco mi cabeza y poder verlo. Por un momento, Huella pareció ser atacado por una fiera interna: sus ojos cafés se pusieron rojos y su rostro ahora estaba lleno de marcas furiosas. Tal vez recordó lo que su cicatriz estaba a punto de contarme.)
El humo, la sangre, el odio, los hombres y árboles en llamas fueron una constante durante horas. Además, entre más personas morían, cada vez llegaban más soldados de ambos bandos. Cada minuto, pulverizados o heridos, morían por lo menos diez combatientes. Huella y Escudo seguían vivos, meados y cagados, pero vivos. A su alrededor ya nadie se acordaba de la razón por la que estaban luchando, si es que alguna vez tuvieron alguna.
De pronto, una mujer de unos dos metros, la cual portaba un tipo de enterizo de metal, y cuyos brazos eran dos espadas, se veía venir desde lo lejos, acompañada de unos guerreros y guerreras con un uniforme, sí, militar, pero de todo tipo de colores. Escudo la vio y, pese a que nunca se la había topado, no dudó en concluir que Ivanna II estaba al frente suyo. Se acordó de todo lo que le dijo su amigo Huella; recordó, ante todo, que por culpa de la madre de esa mujer, por culpa del gobierno y los paramilitares comunistas Huellita había perdido a su padre. Tenía que hacerlo. Sin dudarlo, con dos cigarrillos en la boca, portando con orgullo su escudo, atacó con todo lo que tenía, dispuesto a vengar la desgracia de Huella.
En menos de diez segundos Escudo, Roberto Muñoz, tenía atravesado en su torso uno de los brazos-espada de Ivanna II; y en menos de quince, tal vez veinte, ya estaba decapitado.
El amanecer púrpura, entre tanto la niebla se expandía por todo el terreno, se tomó el cielo de Fúquene. Claramente esto no fue impedimento para que la lucha siguiera; de hecho, luego de ver la cabeza de su amigo rodando por ahí, el puñal de Huella no paró de trabajar. Al ver eso, Ivanna II corrió a defender a su gente, pues <<ese hombre de grandes brazos se buscó una muerte inmediata>>. Intentó decapitarlo, como a su amigo, pero el puño de Huella le rompió un brazo, que quedó tirado en el pasto. Combatieron uno a uno, hiriéndose mutuamente, mientras el heredero del General Zapata le decía por qué la iba a matar y ella le respondía con una de esas sonrisas que te congelan la sangre. El fuego reinaba, la laguna era ahora un cuerpo de agua roja y los muertos aumentaban.
Todo indicaba que la batalla se prolongaría hasta la eternidad, y ni siquiera habían encontrado la orquídea Intrica. No obstante, entre chiflidos de balas y cañones, como si de un dios se tratara, salió del agua de la laguna un zorro con figura de humano. Pasaron unos segundos cuando varios guerreros lo observaron y avisaron a los demás: todos se quedaron mirándolo atentos a sus movimientos. La presencia de ese ser generó una energía delirante. Emparamado, el zorro elevó su brazo y señaló con cólera donde se estaba llevando a cabo la batalla, en la orilla. Detrás de él, salieron animales inesperados a atacar a las tropas: un grupo de osos los aplastaban sin piedad; jaguares y pumas, más veloces que la luz, alcanzaban sin esfuerzo a sus víctimas; ranas que con solo mirar a los guerreros los envenenaban; gritos de monos que hacían explotar oídos; y, por si fuera poco, tres cóndores –estos sí reales, no como los paramilitares– agarraban de los hombros a los invasores y los soltaban desde la altura de las nubes. Huella e Ivanna analizaban la escena estupefactos. El zorro los localizó y fue caminando hacia ellos. Ivanna reaccionó y alcanzó a partir, pese a que toda su tropa estuviera derramando sangre en ese instante. Huella, en cambio, no pudo moverse. El zorro lo tomó por el cuello para lanzarlo al suelo; le pisó el torso con su pata y acto seguido sacó la garra de su índice derecho y se la clavó profundamente en la punta de la ceja y, poco a poco, le fue atravesando la mitad del filo en su cara hasta terminar casi en el cuello, dejándole una parte de la cara abierta en carne. Cuando estaba esperando la apuñalada final, con los puños apretados, sintió que el zorro se fue y con él su tropa. Huella entendió que se debía largar y no volver nunca jamás.
Tal cual, la cicatriz de Huella, iluminada por la luz tenue de la librería, me terminó de contar una historia que será narrada por los poetas y escritores del futuro. La orquídea Intrica era hasta ahora un sueño, y por eso Huella estaba ahí enfrascado en sus libros, dándose un descanso, pero, como buen militante, esperando a su próxima misión, y esta vez no solo para vengar a su padre, sino también a su amigo del alma, Escudito. Sonó una sirena de policía afuera y Huella salió corriendo despavorido de su sitio feliz –que es el mío igual–. Quedé ahí parado viendo a la nada, hasta que recordé que iba a comprar ‘El amor dura tres años’; saqué de nuevo mi billetera, terminé de contar el dinero y a falta de cinco mil pesos, que el librero no quiso dejar pasar, no pude llevar la novela. No tuve otra opción más que salir, dejarme llevar por la corriente de personas que concurren al medio día y volver al lugar que me correspondía estar.
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