Una columna para el votante arrepentido

Por: Juan Esteban Castañeda, columnista invitado
Caos: ministerios inestables, reformas fuertes, improvisaciones, disputas políticas, noticieros polarizados y peleas en Twitter; sobre todo, peleas en Twitter. Atravesamos presidencias erráticas, impredecibles pero a la vez redundantes, dolorosas de digerir y lentas de atravesar. Somos testigos de gestiones ineficaces, precarias, contaminadas y clientelistas. Somos ciudadanos de un país de volatilidad política y de corrupción como todo un capítulo del periódico cotidiano. Por mi parte, veo esto y surge en mí la necesidad de considerar una causa de tan reiterada desilusión. Quisiera pensar que todo surge de nuestra mediocridad política, pero permítanme explicarles.
El debate político colombiano se ha tornado, con los años, en tres minutos por intervención. Nuestros más álgidos debates tienen la extensión de tres líneas y siete groserías en Twitter. No somos una sociedad de debate profundo, de intervenciones elaboradas, de ilustración teórica y práctica. El colombiano de las redes sociales no tiende a diferenciar la derecha de la izquierda. Su “logro” es diferenciar a Uribe de Petro: uno es paraco, el otro guerrillero. Por tanto, el contenido de las cotidianas peleas políticas no se sale del marco de las mismas recriminaciones: facho o mamerto. Y claro, haga las recriminaciones que quiera, porque esto es política; la pregunta que me surge es: ¿qué tan profunda es esa categorización?
Somos la generación de la superficialidad, de la trivialidad y la falta de sustancia argumentativa. Pretendemos enterarnos de la realidad política leyendo un titular en Instagram. Pretendemos tener las posiciones claras con un tweet de 280 caracteres de nuestro político favorito. Somos usuarios bombardeados por la información y además irresponsables en su consumo: calificamos como particularmente deficientes en definir la veracidad de la información que captamos.
Al otro extremo de la relación electoral tenemos a los políticos, esos que dejaron de serlo, en esencia, por convertirse en personajes carismáticos, en un tipo peculiar de celebridades. En consecuencia, se comportan como tal: los shows, escándalos, comentarios tendenciosos, chistes, hipocresías y carismas son elementos perfectamente diseñados dentro de una campaña de mercadeo que nosotros vemos ya no como votantes, sino como consumidores de productos cuidadosamente diseñados. Los políticos ya no se esfuerzan en convencernos, sino en seducirnos.
En virtud de lo anterior, he venido a pensar que somos el resultado de una sociedad inmersa en una política que ya no sobrevive sin la imagen ni los medios. Hoy no somos espectadores del político de las plazas públicas, sino del de las campañas de neuromarketing. Lo interesante es que esta superficialidad argumentativa no corresponde con la complejidad administrativa del Estado. Entonces, el mandatario que ganó con campañas de marketing, tweets polémicos y frases con dosis de carisma hipócrita dotado de absurdo populismo, consigue hacerse cargo del poder Ejecutivo. Y después, ¿qué viene?
Después es el momento de evaluar su ineficacia como mandatario, su falta de seriedad, su pésima ejecución. Y es ahí que le depositamos la culpa al político como único causante, pero nunca evaluamos nuestro mediocre método de elección. La culpa del electorado no se hace pública, no sale en las noticias, no es polémica. Pero eso no hace que seamos menos culpables. Cuando se dice que somos culpables de quién elegimos, no se dice por decir: se dice porque nuestro proceso de voto se volvió tan bajo y superfluo que somos como ciudadanos soñadores seducidos por políticos que mutan en estrellas del medio cultural. La profundidad argumentativa no hace parte de nuestra jerga política, como ya escribí. Entonces, ¿cómo pretendemos salvaguardar a nuestra nación si ni siquiera estamos dispuestos a examinar rigurosamente sus complejidades?
Pienso que esa es la razón por la que después desconocemos al político por el que votamos: su personaje cesó de existir tan pronto cruzó las puertas de la Casa de Nariño. El «mesías» resultó siendo un clientelista más (o incluso peor). Tómese el tiempo de analizarlo en cualquier político o escenario de elección política de nuestro país (o de su gusto). Piense cuántas veces ha sido defraudado (o se auto-defraudó). Y no se preocupe, tiene total derecho a cuestionarse el por qué: su propio por qué. Le sugiero que lo haga, porque posiblemente no tenga una segunda oportunidad.
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