Las últimas monjas uniandinas
Por: Redacción Universidad
En el principio era la palabra, y las monjas ya estaban allí. “Cuando Mario Laserna y sus amigos fundaron la Universidad de Los Andes, nosotras ya vivíamos aquí. Las Aguas era nuestro hogar” afirma la Hermana Aliria Montañez, una de las monjas que habitan Las Aguas. Y es que Uniandes tiene una historia poco conocida: desde sus inicios hasta hoy, las religiosas han sido compañeras de viaje permanentes en esta travesía de educación laica y liberal.
Esta relación, quizás poco conocida, es de larga data. La Biblioteca de Arquitectura y Diseño era una iglesia en donde asistían a misa las Hermanas del Buen Pastor, que dirigían el Asilo San José. Allí funciona ahora “El Campito» de Música. El Bloque I, apodado “La Capilla”, alberga una gruta “de la Virgen” de acceso público donde un grupo de católicos solía reunirse a rezar el rosario antes de la pandemia.
El colofón de este recorrido es el Bloque Monjas, como aparece registrado en el directorio de Gerencia del Campus, que lista las dependencias universitarias que integran la planta física. En este edificio de seis pisos comparten espacios un grupo de monjas católicas y funcionarios uniandinos de la dependencia de Recursos Humanos. Como si de compañeros de piso se tratara, unos y otros celebran juntos Navidades, Pascuas, misas y hasta colaboran en actividades sociales.
“Yo sé que la Universidad de Los Andes es muy laica, poco dada a las cosas religiosas. Los Andes tiene su fama. Pero mire usted: incluso en las instituciones más laicas, algo de Dios se puede encontrar” declara la Hermana Aliria, antigua superiora de las Religiosas de la Comunicación Social, conocidas como las ‘monjas periodistas’. Eran las dueñas de la imprenta que producía El Catolicismo, el periódico más antiguo de Colombia en el que escribía Rufino Cuervo. Toda su actividad la despliegan, aún hoy, desde su sede en el Barrio Las Aguas, en los últimos tres pisos del edificio propiedad de su fundador, Emilio Sotomayor, párroco del barrio durante más de 26 años.
Aunque para la hermana es evidente que Los Andes es completamente aconfesional, se sienten heredera de una tradición católica y religiosa que ha caracterizado el barrio a través del tiempo. “Nosotras no somos las primeras y probablemente tampoco las últimas. Cuando iniciamos éramos muchas: estaban las hermanas del Asilo, arriba casi en la montaña. Donde está artesanías era un convento y nosotras, aquí abajo, junto a la parroquia” rememora.
Ve las huellas de la devoción y la religiosidad en toda la planta física: “Algunas cosas ya no son como antes. Puede que la capilla de las hermanas ya no lo sea, pero para el que mire bien, siempre será una iglesia” reflexiona refiriéndose a la Biblioteca Satélite de Arquitectura y Diseño, una iglesia desacralizada convertida en un templo de libros que conserva sus frescos originales con ángeles barrocos sobre un cielo azul.
“Nuestra labor es silenciosa, pero siempre presente. Llevamos tantos años aquí que todos nos conocen” afirma. Tan silenciosa, que existen muchas historias sobre monjas fantasmas que deambulan por callejones desiertos en mitad de la noche. Ellas conocen las leyendas y se ríen con ellas: “Una señora de Casa Limpia estaba arreglando el piso de abajo. A una de nosotras se le cayó algo y se escuchó un alarido de puro terror. La pobre pensaba que estaba sola y había venido el patas por ella. Pero no, éramos nosotras, que estamos muy vivas” remata entre risas.

“Llegamos a ser 50 en esta casa, eran seis pisos de puro bullicio. En el primer piso teníamos la imprenta y en el segundo un teatro. Todo eso se acabó, cerramos. Ahora somos solo 4, pero nos negamos a irnos. Este edificio es todo para nosotras” narra con nostalgia la Hermana Aliria, quien como superiora general tomó la drástica decisión de volverse “roommates” con Los Andes. “Firmamos un contrato, que se renueva cada año: ellos tienen los tres primeros pisos y nosotras los tres últimos. Nos pagan un canon de arrendamiento, que en estos tiempos tan duros nos ha permitido comprar los medicamentos de las hermanas enfermas y sostenernos” cuenta la monja, refiriéndose al vínculo jurídico que elevó su relación con la universidad de simples vecinos a compañeros de edificio.
Al igual que en 1948, fueron primero las monjas que la universidad. Ellas son las dueñas del edificio, los uniandinos sus inquilinos. Son conscientes de representar una institución milenaria, la Iglesia Católica. Ellas mismas son prueba de que pueden encontrarse sus representantes en los lugares más inesperados, en los que incluso pueden pasar inadvertidos. Ellas, símbolo de lo que nunca cambia, esperan continuar ahí por mucho tiempo más. “La Iglesia está en los sitios más extraños, los más alejados. Nosotras llevamos aquí 75 años, vimos nacer la Universidad y rezamos todos los días para que tengan éxito” dice segura la Hermana Aliria.
Testigos de excepción del desarrollo del Campus, vieron con frustración el golpe que supuso la pandemia. “Esto es una soledad total. Los estudiantes eran el alma de esta zona. Cómo será que ni nos mandan a hacer cuarentenas, porque no hay nadie aquí que salga” narra la religiosa, que desde su terraza en el sexto piso ha observado a los únicos vecinos que tuvieron en la pandemia: los obreros que construyen el nuevo Centro Cívico. “Los obreros a veces nos ven y nos saludan. Son los únicos que continúan. Esta calle, que era de papelerías y restaurantes, está toda cerrada. Los negocios quebraron” exclama al hablar de su calle, la 19 Bis, detrás del Edificio Aulas, convertida en la pandemia en un cementerio de antiguos negocios que se llevó consigo el virus.

Mientras tanto, las hermanas continúan con su rutina, entre oraciones y cantos. Esperando un futuro mejor. Esperan… quizás más vocaciones, más obras de apostolado, quizás la parusía. Mientras tanto, ellas envejecen en su espera, en un optimismo nostálgico más parecido a la saudade portuguesa que a la amarga espera del Coronel que no tenía quien le escribiera. “Dios es eterno, nunca pasa de moda. Los vecinos van y vienen, pero las monjas seguimos en nuestra casita. Hoy somos nosotras, mañana quizás otras. No importa, la Iglesia seguirá” termina, convencida. Ellas mantienen viva la esa presencia en el centro histórico de Bogotá, rodeadas de edificios modernos y las construcciones constantes de un campus en expansión. Son las últimas monjas “uniandinas”.
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