Mi noche con una puta: Un relato a la Bukowski

Por: Diego Patiño, estudiante de derecho. Miembro del periódico Al derecho, sección cultura.
Mis pies tenían callos. Unos sucios, otros pequeños, otros grandes, pero todos dolían como el demonio. Miraba al techo color cal, dónde volaba una polilla en círculos, alrededor de un bombillo. Destapé una cerveza del six-pack que había comprado en la cigarrería. Primero una, dos, tres (…) hasta que se acabaron. Resolví salir a la calle, la “Calle del Porvenir”, una calle sucia, ruidosa, plagada de prostitutas, proxenetas, jíbaros y extranjeros. ¡Ah! Esos malditos extranjeros.
En la entrada del hostal se me acercó una puta y me preguntó:
– ¿Usted tan lindo y tan solo? ¿Ese es su hotel? Más bien subamos a hacer el amor.
-Lo siento, no gracias.
-Uy, ¿y por qué tan serio?
– ¿Quiere la verdad o la mentira?
– ¿Cómo así? —sonaba desconcertada.
-Le diré la mentira. Es usted muy hermosa.
-A parte de todo amable —se despidió con un beso al aire. Vaya idiota.
Continué caminando por la acera. Pasé al lado de un bar. Me detuvo un jayanazo de metro ’90, gordo, sudoroso, con una barba que disimulaba sus cicatrices por el acné. La persona menos indicada para incentivar la entrada a un local, repulsivo en todo el sentido de la palabra.
– ¿Quiere divertirse rey?
– Puede ser, “rey” —sonreí condescendientemente—.
– Entre, bien pueda.
Dudé por dos segundos, luego pensé: ¿Por qué no? Entré al antro con fachada de bar. Bueno, ni siquiera, pues el nombre “Olimpo” era el presagio de la entrada al submundo, o underground como dicen los gringos. Esos malditos gringos. El nombre presagiaba sexo, alcohol, drogas…
¿El alcohol no es una droga? No creo. Mi padre dice que no, que es preferible una resaca a ser un marimbero hijueputa.
¿Cuál será la diferencia entre un marimbero normal y un marimbero hijueputa? No lo sé.
Luces neón rojas me golpean al entrar—qué cliché, hasta eso copiamos de los foráneos—. Podrían colocar luces neón amarillo, azul, y rojo; exaltar la riqueza cultural del país, pero no, rojo sangre, rojo fufurufa según los envases de esmalte Masglo. Dentro, el bar lo componían cerca de 50 furcias bien emperifolladas, varios gringos que no sabían que les decían “care monda y bobos hijueputas” en sus caras, una panda de jamaiquinos que alquilaron una hookah por 3 millones de pesos y yo.
Se me acercó un negro lánguido con cara apacible.
-Ey, ¿qué más hermano? ¿Quieres coca?
-Sí, ¿a cuánto el pase?
-Papi, 40 pesos.
-Tenga —le pasé dos billetes de veinte mil—.
Sacó de su riñonera una caja pequeña con dos compartimentos, abrió el primero, pero lo cerró inmediatamente: cayó en cuenta que ese era el de las pepas. Luego abrió el segundo compartimento, sacó una cucharita de madera con la “nieve” encima, me la acercó a la nariz y aspiré. Una segunda cucharadita. Una tercera cucharadita. No sentí absolutamente nada; no sabía si era porque era la primera vez o porque me acababan de dar leche en polvo. Me empezó a sangrar la nariz. Era talco de pies.
– ¿Qué tal esa nievecita, mi hermano?
– La mejor que he probado.
– Venga, ¿y tú de dónde nos visitas?
– De Bogotá.
– Mierda, para ser rolo (…) —se detuvo porque supo que un comentario así le valdría un puño en su cara— y, ¿cómo te llamas?
-Me llamo Diego. ¿Quiere una cerveza…este…su nombre es…?
– Gracias mi pana, Yerson Kendo, para servirle.
¿Kendo? ¿Cómo Kendo Kaponi? Su mamá debe de estar orgullosa, casi un reggaetonero, solo que, sin la fama, sin el dinero, y sin lo blanco. Pedimos un petaco, como buenos boyacenses, unos sachiquenses ejemplares. A la décima cerveza empezaba a sentirme contento, ligero, excitado. ¿Cuántas iba? ¿Dieciséis? Mi récord antes de regurgitar medio hígado eran dieciocho.
– ¿Sabe qué don Kendo? Me entraron ganas de follar. Le regalo mi cerveza. Me piso.
Busco raudamente a la primera puta que me parezca menos usada, algo bastante difícil.
Una rubia de ojos verdes, lozana, tez perfecta, caderas elefantiásticas, se me queda mirando. Me acerco, caminando con seguridad, imitando los tutoriales de masculinidad de Andrew Tate. ¿Que si Andrew traficaba personas? No lo sé. Solo sé que es un macho, un Humphrey Bogart alopécico y fumador de puros.
-Hola, linda. ¿Cómo estás? ¿Cómo te llamas? —viéndola de cerca luce más joven. Ay de la maldita oscuridad de los antros—.
-Hola amor, ¿bien y tú? Me llamo Isabel.
-Bien. Mira, sin rodeos, ¿cuánto cobras por dos horas?
-Lindo, eso te sale en seiscientos mil.
Saqué mi billetera. Adiós dinero de los próximos días. Le dije que fueramos a mi hotel, que quedaba a 15 pasos del Olimpo. Una vez fuera del bar, le pregunté por su edad.
-Dieciocho, amor ¿No me ves de dieciocho pues?
-La verdad no. Te pagaré cien mil pesos más si me dices tu edad.
-Amor, no creo que…
-Mira, no soy policía, ni un pervertido, ni un gringo de mierda…no soy nadie. Tampoco te causaré problemas, solo quiero saber cuántos años de cárcel pagaría si no fueras una…tú sabes —intenté ser lo más empático posible—.
Tomó un largo respiro, y luego me espetó el horrible dato de que tenía dieciséis años. Puta madre, ¿dieciséis?
-De acuerdo. ¿Qué te parece si ahora sí vamos a mi hotel?
-Perfecto, amor.
Caminando, agarrados de la mano, intenté disimular el asco que sentía por ella y por mí mismo. Atisbé un señor vendiendo cervezas, cigarrillos, puros y, ¿helados? Sin pensarlo lo paré, compré dos Polets de frutos rojos, y vorazmente me comí mi paleta. Isabel no encontraba sentido a esta situación. Yo tampoco.
Entramos al hotel, subimos las escaleras, abrí la puerta de doble cerrojo —definitivamente el cuarto de hotel más seguro del mundo—, y la hago pasar. Isabel mira de reojo todo el cuarto. Mi primera hipótesis es que me va a robar algo. Aunque, ¿qué hay de valor por acá? Cinco libros, dos mudas de ropa, un computador, y unas botellas de cerveza vacías.
-Veo que te gusta leer, amor.
-Algo así. ¿Y a ti? —que pregunta tan estúpida. Ella, una put… digo, una prostituta, ¿leer? ¿Por lo menos sabrá leer?
-Pues, sí…no tanto como quisiera. En el colegio leí Relato de un Náufrago y por curiosidad compré Scorpio City, de un colombiano, no sé si lo conoz…
-Sí, Mario Mendoza.
-Ese.
Estoy consternado, aunque aún no se si es por el hecho de su edad o porque haya leído algo que no sean los mensajes de texto de extraños, preguntando por sus tarifas de sexo y sus adicionales. Una luz en medio de tanta mierda. Una cándida luz al lado de este mojón enorme que está trasegando un helado. Un destello noble debajo del techo de este cochambroso hotel.
-Te propongo algo. No tendremos sexo, pero sí atenderás otros servicios.
-Mmm, ¿cómo cuáles? —no me dijo amor. Claramente ella no había planeado esto y yo tampoco.
No respondo nada. Me quedo en silencio, cavilando. De repente recuerdo que traje otra pertenencia conmigo, un CD con una película. Prendo el computador, inserto el CD, programo el idioma en español, y pongo a correr Casablanca. Isabel me mira desconcertada, mira la hora en su reloj Casio dorado, se encoge de hombros y dice:
– ¿Por qué no?
Destapa su Polet y se acomoda a mi lado, sin abrazarme. Son las 1:30 am, empiezo a cabecear, a perder la conciencia, y lucho con todas mis fuerzas para que eso no pase.
Me despierto. No recuerdo nada. Son las 10:00 am y no hay nadie en el cuarto excepto yo, ¿me habrá drogado la maldita puta?
Hay una nota a mi lado que dice:
Diego,
Me encantó la película. Lloré al final. Te devuelvo tus seiscientos mil pesos y me robé tu libro “Memoria de mis putas tristes”.
XO – I.
¿Cómo demonios sabía mi nombre?
Categorías