El valor del lenguaje

Por: Lorenzo Riaño, estudiante de derecho y filosofía en décimo semestre. Miembro del periódico Al derecho, sección cultura.
El lenguaje en su forma diaria toma muchos caminos. A veces es abogado, otras veces médico, a veces es literato y físico, aunque cuando se siente bien, es poeta y fotógrafo. Vemos todas sus formas y hasta lo concebimos como profesión o padre. Es un error no ver el lenguaje y no dimensionar sus efectos. Omitimos lo que no queremos ver aún con la certeza de verlo. Sin embargo, pocas veces lo reconocemos y otras menos, lo valoramos. Lo usamos y nos jactamos de su ligereza, no reconocemos su peso. Qué decir del juez que emite sentencia o del artista que expone su trabajo. ¿no hay lenguaje? O ¿sólo concebimos el lenguaje por el gesto o la escritura? Si fuera así, las reglas del lenguaje serían sencillas: participar de una convención hablada o escrita, que está determinada socialmente y debe ser cumplida por los agentes para que exista. Si no fuera así, el lenguaje debería ser experiencia. La experiencia podría llamarse “el camino recorrido” o “lo aprendido en cada circunstancia particular”, aunque en últimas, la mejor definición de experiencia es la propia.
Si me preguntaran ¿Qué es la experiencia? respondería, mar, risa, libro. Si le preguntaran a la persona que tengo al frente diría: amor, descanso, rutina. Y así, todas las respuestas serían diferentes, aunque su propósito en sí siempre sería el mismo, reconocer que experiencia es historia. De acuerdo, pero ¿es universalizable pensar que la experiencia siempre sea historia? Al respecto, hay personas que viven de la historia y personas que crean la historia. Sin certeza sobre esto, parece que las primeras hablan desde el recuerdo lejano, reescriben las experiencias ajustándose a sus preferencias o prejuicios: hablo de la vejez o de la enfermedad. Dichos personajes buscan ser héroes, directores o narradores de recuerdos que en principio están disgregados por el contexto, llamase reunión o fiesta. Aquellos que viven aquí, que se gobiernan por el dominio de la fantasía, pueden llegar a ser felices, nunca del todo. Al contrario, los segundos, prefieren no dedicarse a recordar, sino asumir el recuerdo como una acción que les permite vivir siempre bien. Es el caso del joven o el aventurero. El joven en su descaro olvida la historia, diría el viejo. El viejo en su cercanía a la muerte recuerda que alguna vez fue joven, entiende al joven y a su algarabía, sin embargo, lo condena, por joven, además le dice que él, nunca será viejo. Por eso, el hijo es joven y el padre es viejo.
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