Nómada: Que venga la lluvia

Por: Tatiana Restrepo, estudiante de sexto semestre de la facultad de derecho. Miembro del Consejo Editorial.
“Próximas paradas: Museo del Oro y Calle 19”.
Así suena la ruta del B74 desde Las Aguas. He optado por partir de la universidad desde esa estación: me cansé del transbordo que tenía que hacer desde Universidades en La 26 en cualquier Volvo que volteara por la Caracas en frente de las Torres Atrio, para coger el mismo B74 hacia el norte. ¿Mejor cogerlo de una vez desde su punto de partida, no? Además, en esa estación usualmente hay pocas personas esperando la misma troncal, y es fácil conseguir una silla para el tramo hasta el Virrey. Una silla para descansar de estar sentada en mis clases. Y para leer, leer lo que fuera. Cualquier novela que coincidiera con algún título en mi lista de libros-por-leer y los libros en la biblioteca de la casa. Por ahora, ‘La Casa Grande’ de Álvaro Cepeda Samudio.
Conversaba de esto con mi abuelo y de los libros que había terminado desde que empecé a usar la ruta de Las Aguas. ‘La Tierra de los Tesoros Tristes’, había precedido el de Cepeda. Precisamente, mi abuelo me había recomendado este cuento, le encantaba la historia del oro en Colombia, particularmente por las figuritas y las artesanías de oro que tanto admiraba. Trató de armar una colección de ellas, pero resultaron réplicas nada más. Igual pudimos tertuliar bastante sobre ellas, y sobre el libro. Incluso habíamos planeado ir a la charla que tendría el autor del libro, Simón Posada, en la FILBO con el antropólogo amigo de mi abuelo, Carl Henrik Langebaek. Lastimosamente, en aquella sala de espera en la clínica donde conversábamos caímos en cuenta tácitamente que no llegaríamos a la charla: imposible cuando su compañera estaba en cuidados intensivos.
Le conté de ‘La Casa Grande’.
‘Cepeda Samudio, ¿no es así? Sí, él era un gran periodista en Barranquilla. De hecho me entrevistó cuando vivimos ahí. Ahí yo hice la interventoría de la pista del nuevo aeropuerto, bueno, ya no tan nuevo, nuevo para esa época.’
Me contó cómo Cepeda Samudio llegó a su oficina con cuaderno y grabadora en mano, luego de que se empezó a esparcir por la ciudad el chisme de que había llegado ese rolo a trabar la construcción del aeropuerto, rumor que surgió pues el contratista inicial de la pista quería reducir costos en la obra de una manera que mi abuelo identificó como insegura. ¿Qué hacía un cachaco como él diciéndoles a los costeños cómo hacer su propio aeropuerto? Cepeda se interesó en conocer el objeto de los rumores: mi abuelo. Y lo entrevistó para entender qué ocurría: nada, solo cumplía con su trabajo de ingeniero.
‘Me recuerda a tu abuelita, esa época en Barranquilla. También esta situación, aquí nuevamente en una UCI, esperando la recuperación de la persona que me acompaña.’
Se me sentó al lado, como si fuese el lugar seguro para hablar de sus angustias.
‘Cuando la vi el viernes pasado, tenía la misma fisonomía que tuvo tu abuelita antes de que, tú sabes, se fuera. Era como amarilla: la bilirrubina que le recetaron tiñó así su piel. Me recordó mucho a esos últimos días con tu abuela que fueron tan, tan duros.’ Suspiraba. Hablaba con cansancio, como perturbado por atravesar la misma situación otra vez.
Siguió relatando: ‘Justo antes de que se fuera tu abuelita, viajamos a Costa Rica, y ahí se cayó. Fue eso: eso fue el detrimento total de su enfermedad. Estoy convencido que los medicamentos para ese golpe fueron los que interrumpieron el tratamiento que había empezado a funcionar para el cáncer de tu abuela. Esos, esos remedios -jadeo- fueron esos.’
Y como un diluvio momentáneo, se me salieron las lágrimas. Gota tras gota se deslizaba, arrastrando silenciosamente la pestañina por mi ojera derecha. Qué sentimiento tan familiar: recordar un duelo al prepararse para vivir otro.
Nos quedamos hablando ahora de su compañera actual: la que en esta ocasión estaba en la clínica. ¿Habría el mismo desenlace que tuvo mi abuela, similar al que ya atravesó mi abuelo? No lo sabíamos, sólo interesaba el hecho que justo antes de que se enfermara ella, habían llegado juntos de un viaje a Costa Rica. Qué curioso, lo mismo que hizo con mi abuela años antes. Ninguno sabía interpretar eso, ¿sería un presagio? Nos quedamos callados, pensando, con voces opacas de fondo relatando sobre la vida de la compañera de mi abuelo.
Así suena una sala de espera: a duelo ajeno y anticipado, a jadeos cansados, salpicados de gotas, abrumados por la tormenta entrante, como a un nómada deambulando por la intemperie.
Nómada: así suena Spotify en el B74. A Nómada (Lado B) por la Banda del Bisonte, mientras me acordaba de mi abuelo, mientras leía a Cepeda. Al Cepeda que lo entrevistó. Recordé también dónde conversé con mi abuelo: en la clínica de color blanco, llena de familiares y amigos antiguos que no habían aparecido en años. Venían y se iban, como nómadas, produciendo altibajos de emoción de verlos, y tristeza de recordar el porqué de su reunión. Así suena la angustia y expectativa: a saludos y dudas de qué dicen los médicos. A llamadas sorpresivas sonando a altas horas de la noche, llamadas que nadie quería contestar por miedo a las noticias que podrían traer.
‘Próximas paradas: Héroes y Virrey.’
Ya sólo queda una estación más para bajarme. ¿De dónde cayó esta gota? Miré hacia arriba, como si hubiera nubes grises en el techo del Transmilenio. Claro que no había. Otra gota. ¿Será que las gotas vienen de mis ojos? Me di cuenta que se me escurría una lagrimita por mi cachete izquierdo. Volteé: la ventana se veía estrellada con pequeños destellos de agua: estaba empezando a llover. ¡Dios!, preciso cuando me voy a bajar para caminar a casa. La última vez que empezó a llover cuando llegué a la estación cercana a mi casa terminé lavada: sabía del destino que me esperaba al bajar la rampa metálica. Me mentalicé, ¿así hará un nómada? Sabe lo que el futuro deparará, y aunque le avecina un sentimiento incómodo, lo afronta. Que venga la lluvia.
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