La temprana normalización de la corrupción

Ser estudiantes de derecho es un privilegio y una responsabilidad. Quizá no seamos conscientes de esto todo el tiempo, pero nuestro privilegio implica también una enorme responsabilidad con la sociedad. Y no es una pretensión de superioridad, todo lo contrario: es un llamado a ser conscientes de nuestro rol como servidores. Es cierto que este discurso parece intangible durante los años que estudiamos, pues cosas más importantes como la fórmula para tasar intereses, el método para aplicar un juicio de proporcionalidad o los elementos esenciales del contrato de franquicia se interponen en el camino. Ahora bien, el contexto nacional nos ha prestado una herramienta para poner sobre la mesa ciertos comentarios al respecto.
Recientemente hemos presenciado reprochables acontecimientos en diferentes esferas del poder público. Este no es el espacio para desagregarlos ni asignar culpas; ello ha sido ampliamente cubierto por la prensa nacional. Lo que llama la atención es la respuesta de la sociedad civil. Con el riesgo de incurrir en una falacia, es claro que esto en un país con instituciones sólidas y funcionarios respetables nunca sería siquiera imaginable. Incluso se podría ir más allá y afirmar que ante la duda razonable, los funcionarios deberían apartarse de su cargo por honor a este, no agarrarse con pezuñas de animal codicioso a su posición bajo excusas abiertamente ilógicas y groseras.
La respuesta de la sociedad civil frente a estas situaciones se ha caracterizado por su pasividad, pues se limita a escribir afirmaciones atrevidas por redes sociales, que poco o nada aportan a la solución del problema. Pero, ¿qué hacemos nosotros como estudiantes de “una de las mejores facultades de derecho del país”? Lo cierto es que no nos inmutamos, repetimos como loros viejos que la justicia ya tocó fondo, que no da espera una reforma estructural a la rama, que esto viola cuanto principio recordamos de nuestra clase de Constitucional. Pero seamos honestos, a la hora de la verdad, aceptamos comportamientos como estos en nuestro diario vivir.
Hay estudiantes que falsifican su título profesional día a día cuando se copian en un examen, o cuando copian una tarea, con la conciencia –o no– de ser parte de este grupo de personas que tanto daño le hacen a nuestro país. Normalizar estas conductas donde el interés privado prima sobre las normas –porque está dura esta semana, porque esta clase vale huevo, porque el trabajo está mal pensado– es lo que nos tiene jodidos, y nos seguirá hundiendo más y más hasta que nuestros hijos y nietos se sienten en una facultad como esta, o como cualquier otra, a discutir horas y horas sobre soluciones que les pudimos dar, pero no quisimos por mediocres e hipócritas.
Si bien cambios como que estos procesos sean prioritarios dentro los despachos de los encargados de fallarlos (para que las condenas no lleguen siete años después) o que las sanciones para quienes sean corruptos sean mucho más severas (inhabilidad permanente para practicar la profesión o para ejercer cargos en el sector público) podrían llegar a ser importantes, la verdadera solución a este mal que nos aqueja como sociedad no es otra de tantas reformas estructurales a la rama. La única solución verdadera y duradera al problema más grande de Colombia es que la sociedad civil, los jóvenes, y nosotros, estudiantes de la única profesión que se ejerce dentro de La Rama, volvamos a sorprendernos, a realmente indignarnos y a exigir de Colombia unas instituciones sólidas, compuestas por intachables profesionales con unos estándares éticos y morales incuestionables e inamovibles. Tenemos que ser permanentemente consecuentes con ese reclamo para que desde las universidades nos enseñemos los unos a los otros que la corrupción no está bien y no es la respuesta en ningún escenario posible.
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