Entre el polvo y las notas al margen

La Merlín es quizás un referente de las librerías de lo usado en el centro de Bogotá. Consta de tres pisos donde conviven los libros, la música y el arte de todo tipo. Esta crónica es una exploración de esa librería y un recuento de lo que la hace tan atractiva al público.
Por: Maria Camila Pepín Soto. Estudiante de sexto semestre de Literatura. mc.pepin@uniandes.edu.co
A las diez de la mañana, el callejón de los libreros, en el centro de Bogotá, comienza a tomar vida. Los vendedores ambulantes se disponen a organizar su mercancía en el suelo. Son ejemplares relucientes, empacados y “a precio de huevo”, quizás piratas. Alrededor, los locales con nombres míticos como “Atenea”, “Afrodita” o “Torre de Babel” abren sus puertas. Estos se vanaglorian de sus volúmenes usados, baratos y cargados de historias. Las tiendas a lo largo del callejón sacan sus letreros ofreciendo textos jurídicos, escolares, o “literatura general”.
Al pasar las horas, los transeúntes se hacen más frecuentes. Con ellos, llega una masa de vendedores de toda clase. Las ofertas de los libreros se mezclan con quienes ofrecen frutas, películas piratas o pulseras. Las librerías se pelean los clientes con tiendas, peluquerías y restaurantes aledaños.
– La gafa, la montura, pase, pase.
– Vendo libros, vendo literatura. ¿Cuál quería?
– ¡La auténtica arepa de huevo costeña!
A mitad del callejón, la sinfonía comercial se torna abrumadora. Las voces se confunden y se pierden entre el ruido de los carros que bajan por la carrera octava o las distintas canciones de todos los géneros que inundan los locales. Hay demasiado para ver y mucha gente alrededor. En medio de esta agitación se encuentra Merlín, tal vez la librería más famosa del callejón.
Es una casa muy grande, con tres pisos rebosantes de libros usados. Los estantes ya no son suficientes para sostener la cantidad de volúmenes que ofrece. En ella, entre su rusticidad y su calma, pareciera que la vida se tomara un descanso. El tic-tac de los dos relojes de pared que decoran el segundo piso marcan el paso de un tiempo que desaparece entre letras e historias. La conmoción de la calle es un ruido lejano, silenciado por la música clásica o las guitarras españolas que resuenan de los parlantes.
No hay luz en la Merlín. A pesar del inconveniente, la librería abre sus puertas de par en par. Aún en la oscuridad, algunos clientes se dejan seducir como moscas a una lámpara. Y es, precisamente, con una lámpara de mano con la que Don Célico Gómez, el dueño de la librería, y los usuarios de la misma se ven obligados a bucear entre un sinfín de títulos y autores. Es así como Sebastián, un joven que rodea los veinte, busca en un estante del primer piso.
El primer piso de la librería está tan atiborrado que da la impresión de ser muy angosto. Las rejas de la entrada conducen a un pasillo estrecho con repisas a punto de reventar. Los libros en el suelo evitan distinguir algunas baldosas rotas. Al llegar al fondo, enclaustrada entre ejemplares, está la mesa de Don Célico, en la que se distingue un computador, un teléfono y una caja registradora. A mano derecha, al lado de una escalera de madera, hay una pequeña estancia paralela al corredor de la entrada.
En ella, Sebastián, linterna en mano, lleva un rato escarbando entre libros masónicos y esotéricos. Sus manos registran un título tras otro sin encontrar algo digno de sacar de su lugar en el estante. Quizás no busca nada en particular, pero realiza su tarea con meticulosidad quirúrgica. Parece sentirse como un verdadero mago medieval envuelto en las tinieblas.
De repente, una mujer camina hacia él. Es morena y robusta. Su cabello negro va cediendo ante las canas y el contorno de sus ojos está plagado de arrugas. Viste un pantalón de licra roja. Sobre la camisa, del mismo color, lleva una chaqueta de jean. Al verlo tan concentrado, frunce el ceño y cruza los brazos.
– Sebas, ¿ya? –, le pregunta impaciente.
– No –, le responde este sin apartar los ojos del estante. La mujer lanzó un suspiro frustrado. Sin decirle nada más, se dio la vuelta y retornó a su silla de plástico en la entrada. Llevaba ahí el mismo tiempo que Sebastián buscando en esa estancia y, al parecer, lo consideraba excesivo. A los pocos minutos se volvió a acercar.
– Sebas, las 12 –, le advirtió en un tono que intenta ser conciliador.
– Ya voy –, respondió Sebastián, irritado.
–Llevamos aquí como dos horas –, continuó ella, queriendo razonar con él.
– Ajá.
– A tu hermana la deja la ruta a la 1. Tenemos el tiempo justo para irnos –, dijo la mujer casi suplicante.
Ante la falta de respuesta de Sebastián, quien no dejó de mirar libros durante toda la conversación, la mujer estalló.
– ¡No puedo dejar a la niña sola!
Sebastián la miró con cara de aburrimiento y tomó el libro que tenía entre manos en ese preciso momento. Se lo entregó a la mujer con un gesto brusco.
– ¿Este? –, preguntó ella con aire de júbilo.
– Sí –, le respondió el muchacho sin rastro de emoción.
La mujer se acercó a don Célico, quien le pidió veinticinco por el libro. Mientras se hacía la transacción, Sebastián reanudó brevemente su tarea de mago medieval. La mujer lo llamó cuando le entregaron el libro empacado en un sobre de manila. Él, reacio, dejó la lámpara y se dirigió hasta la salida.
– Otro día volvemos con más calma –, le ofreció ella, intentando contentarlo. Él no le respondió.
– ¿Cuánto cuesta este libro? –, preguntó un joven de camiseta roja. A pesar de que llevaba un buen rato bajo techo, todavía conservaba una gorra del mismo color de la camisa. Ambas estaban considerablemente raídas.
Don Célico, que se escondía detrás de una montaña de libros sobre su mesa, tomó el volumen que le extendía el joven. Era grande, de pasta dura y tapas color vino tinto. El borde de las hojas era dorado. Al abrirlo, el color amarillento de la primera página instaba a apreciar la resistencia del libro ante el paso de los años. Volvió a cerrarlo con cuidado.
– Ciento ochenta –, respondió mientras se lo devolvía.
El joven frunció el ceño. Miró el libro con un aire triste, quizás un poco desesperanzado, y le dirigió esa misma mirada suplicante al librero.
– ¿En cuánto me lo deja? –, preguntó con una voz que hacia juego con su gesto –, para llevármelo de una vez.
– Hasta ciento cincuenta puedo llegar. Es lo máximo que le bajo.
El joven se sacó la billetera del bolsillo y la abrió poco convencido.
– ¿Y ciento veinte? –, intentó el muchacho.
El librero dejó escapar una risa discreta, como si la propuesta de su futuro comprador fuese un absurdo.
– Ni loco –, respondió enseguida –, si solo la restauración me costó ochenta.
El joven vacilaba, quizás indeciso entre sacar el dinero o dejar el libro en su estante. El librero se quitó sus gafas redondas, las limpió con su camiseta y se las volvió a poner. Miró al joven con impaciencia o tal vez fastidio; su indecisión tenía en espera a otros clientes que se acercaban hacia la mesa. El librero recuperó el ejemplar de las manos del muchacho titubeante. Acarició la portada con la yema de los dedos y sonrió para sí. Luego lo abrió y se lo mostró a su futuro dueño.
– Mire estos grabados tan antiguos. Son cosas que ya no se ven en cualquier libro. Valen mucho –, le explicó entre brusco y emocionado.
– Será llevarlo –, murmuró el joven tras un suspiro.
Después de la transacción, el librero le sonrió al joven, como si hubiese recordado que una de las cualidades de un buen vendedor es su amabilidad.
– ¿Quiere que se lo empaque? –, preguntó.
– No señor, así está bien –, respondió el joven antes de desaparecer.
Con ese mismo trato, entre agradable y tosco, don Célico, atendió a otros clientes. Es un hombre desgarbado. Entre las sudaderas, la barba incipiente y el cabello descuidado da la imagen de quien apenas está saliendo de las cobijas. A veces es hermético e indiferente. Otras veces sonríe y saluda a sus clientes como si los conociera de toda la vida. Entre libros se desenvuelve con soltura. Mira su librería (y cada uno de los libros que ofrece a sus clientes) con los ojos que debía tener Alejandro Magno al contemplar su imperio.
Las escaleras de madera dan a un pasillo decorado con posters de películas como Los girasoles ciegos y El amor en los tiempos del cólera. Junto a estos, hay retratos de escritores colombianos del siglo XIX. Quien pasa por ahí, bañado por un chorro de luz proveniente de una claraboya alta, se enfrenta a la mirada severa de personalidades como José Rufino Cuervo y Rafael Pombo. El crujir del piso de madera anuncia la llegada a la segunda planta.
La estancia está dividida en dos partes. Por un lado, está la literatura “universal”, donde los continentes y las tradiciones literarias se reconcilian y conviven en orden alfabético. Hay novelas, ensayos, libros de historia. Los más grandes autores se codean en ediciones de antaño y unas un poco más nuevas. La sala contigua está dedicada a Colombia. En ella se agrupan desde biografías de Bolívar hasta las antologías de crónicas de Samper Pizano, pasando por la poesía de Carrasquilla y los escritos de Cepeda Samudio.
Acompañada de una sinfonía que sale de un parlante, una mujer rubia carga libros de un lado al otro. Tiene un trapo viejo en la mano. Un tapabocas le cubre las facciones, pero parece una mujer joven y muy seria. Lleva unas botas desgastadas y un suéter marrón. Se mueve por toda la estancia sacudiendo y ordenando. Se agacha para organizar las montañas de libros que se forman en el suelo. Carga una escalera de un lado de la sala al otro para acercarse a los estantes más altos. La sala da un aire de tranquilidad. La música es suave y hay poco movimiento. Su trabajo, por otro lado, va a un paso mucho más agitado. Aún en medio de la calma, ella parece ir a otro ritmo.
Suena su celular. La mujer se sienta sobre un baúl y contesta con voz alegre. Se distrae tanto con su llamada que no se da cuenta de un compañero suyo que sube corriendo. Es un hombre alto y moreno. Tiene un corte militar y usa gafas gruesas.
– Pero qué belleza. Recién llegadita y ya está cansada –, le dice en tono de complicidad.
– Como si esto fuera muy fácil –, murmura ella sin quitarse el teléfono del oído.
El hombre se ríe y desaparece en el pasillo que conduce al tercer piso. La mujer retorna a su trabajo. A los pocos minutos, el hombre regresa.
– Oiga, ¿usted sabe quién estaba mirando los libros de verso en inglés?
– No, ni idea… ¡Ah sí! Ayer un extranjero. ¿Los volvió nada?
El hombre respondió con una mueca de disgusto antes de bajar al primer piso. Ella suspiró con frustración. Dejó de sacudir e hizo el mismo recorrido de su compañero hacia la tercera planta.
Tres jóvenes, al parecer universitarias, vagan por la librería. Caminan despacio, como si el suelo se fuera a romper. Miran hacia todas partes. Parecen extrañadas, sorprendidas de todo lo que hay. Van de sala en sala registrando y comentándolo todo. Por su actitud, parece que fueran uno de los muchos grupos que se acercan a Merlín a “hacer el tour”. Sin embargo, comentarios como “antes no estaba tan lleno” o “esto no estaba aquí antes” indican que conocen la librería.
Caminan por las distintas salas. Suben hacia el tercer piso entre acuarelas, cuadros abstractos y caricaturas. Se chocan, maravilladas, con una máquina de escribir puesta justo en frente de las escaleras. Intentan seguir hacia el cuarto piso, al que, como varios otros pisos de la casa, no hay acceso. Optan por quedarse en la escalera un rato, comentando los libros que están puestos ahí “muy en desorden”.
Obvian el ala derecha del tercer piso, reservada para documentos históricos, revistas y libros de ciencias sociales. Se dirigen al otro lado, en el que se encuentran los libros en idiomas extranjeros.
– Literatura en inglés, literatura en francés…y yo no sé ni inglés ni francés –, dice una de ellas. Tiene un marcado acento paisa.
– ¡Ay qué estúpida! –, exclama otra de ellas mientras señala un estante – aquí pude haber conseguido lo de Shakespeare.
– Aquí consigues todo lo que necesitas –, dice la otra, quien se acomoda las gafas y hojea una novela de Dan Brown.
– Yo tengo que hacer una lista y venir –, comenta la joven de acento paisa.
– Yo también –, conviene la que usa gafas, – con lo que me gustan los libros viejos.
– Sobre todo leer las anotaciones que dejan algunos en los márgenes, ¿si o no? – dice la joven que sigue observando el estante con los libros de Shakespeare.
Al tercer piso no llega la música. Los estantes del lado derecho, destinados a las ciencias sociales o a ejemplares viejos de revistas colombianas conviven en relativo silencio. La calma es casi absoluta, interrumpida por el ruido intermitente de los carros pasando por la carrera octava.
Allí, en una sala plagada de libros de diseño gráfico y junto a un televisor que parece sacado de Los supersónicos, hay un atril con un cuaderno. A simple vista, no parece nada más que una simple libreta cuadriculada. Al acercarse, el contenido deslumbra: tiene anotaciones en español, en inglés e incluso una en mandarín sobre la experiencia de los clientes en la librería. Todas ellas son expresiones de gratitud. Resaltan la magia de la casualidad, del encuentro entre culturas, del choque del silencio y la algarabía. Entrar a la Merlín es como encontrar un rincón alejado del mundo, insertado en todo el centro de Bogotá.
Imágenes obtenidas de: http://www.semana.com/cultura/articulo/librerias-en-bogota/506749
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