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El privilegio: el creador de milagros en la Facultad

Por: Sofia Ossa Zúñiga. Estudiante de cuarto semestre de Derecho.             s.ossaz@uniandes.edu.co

Durante una entrevista, me describieron la Universidad como el lugar donde los milagros ocurrían, y cómo no creerlo cuando esa persona había conseguido una oportunidad en el momento y lugar menos esperado: una conferencia —a la que pocos asistieron— sobre un libro que había leído recientemente. Durante su conversación con el invitado, se le ofreció la posibilidad de dar una conferencia en la Universidad de Harvard sobre lo que discutieron aquel día, por la que posteriormente la misma Universidad le dio una beca de investigación. Y, si bien no podríamos atribuirle a alguna deidad aquel “milagro”, sí podemos hacerlo a las condiciones especiales que ha creado la Facultad.

Tiempo después, tratando de comprender en qué se traducían esos “milagros”, llegué a la conclusión de que la palabra más acertada era privilegio. Los estudiantes de la Facultad de Derecho de Los Andes nos encontramos constantemente con oportunidades como las de estudiar en un espacio en el que todos, con un poco de voluntad, pueden ser monitores, entrar en un semillero de investigación e, incluso, publicar su propio texto académico —todo esto con la guía y acompañamiento de un profesor experto—. Pero no somos conscientes de lo escasas e incluso inalcanzables que suelen ser estas circunstancias para un externo. Así que, ¿cuál es la verdadera experiencia uniandina en nuestra Facultad si no son los 180 créditos a cargo de una multitud de profesores con doctorado y el prestigio de nuestros egresados?

En Colombia, acceder a la educación superior se ha convertido en un privilegio. Los números dejan en evidencia nuestra vergonzosa condición de minoría: de los 12,768,157 de jóvenes entre 18 y 24 años en el país, el 62 % de los que terminaron el bachillerato no pudieron ir a la universidad y, entre quienes lo lograron, sólo el 0,0114 % (14.603) estudia en Los Andes. En el caso específico de Derecho, en el país hay cerca de 100 facultades formales con aproximadamente de 138.000 estudiantes, de los cuales sólo 39.600 (28,7 %) estudian en programas de alta calidad. En Los Andes hay 1007 estudiantes de Derecho, que no representan ni el 1 % de aquel total.

Según lo anterior, me atrevo a afirmar que el beneficio más pronunciado de estudiar en Los Andes es la situación de igualdad entre privilegiados: nos convertimos automáticamente en polos de atracción de oportunidades a las que el 99,9 % de los jóvenes no tiene acceso. Sin mayor esfuerzo, podemos aspirar a todo aquello que solemos atribuirles a los genios, a los que están bien relacionados o los que tienen un futuro profesional asegurado por tradición familiar: prestigio y riqueza. Podemos pagar para tener más oportunidades de ganar o, en pocos casos, tener la fortuna de conseguir una beca.  Podría decirse que el privilegio genera logros per se —ya que genera que el conocimiento y el crecimiento profesional sea accesible a una comunidad que representa a una escasa porción del país—, pero, como privilegiados, nos rehusamos a hacer uso de nuestra posición para para generar condiciones en las que sea posible compartir ese beneficio.

En primer semestre, cuando nos preguntaron cuáles eran las razones que nos llevaron a estudiar Derecho, la mayoría contestó “para ayudar a muchas personas”. No sé si habrán sido sinceros en aquella ocasión, pero al menos unos pocos sí lo fuimos. Entonces, ¿desde qué semestre se empieza a perder la visión del derecho como una función social? Esto es incierto, pero está cerca al momento en el que tanto profesores como estudiantes empezamos a limitar el éxito de nuestra vida universitaria a una fórmula entre calificación obtenida y créditos inscritos, obtener una maestría en una costosa universidad extranjera, para luego aplicar a un puesto en una prestigiosa firma de abogados, todo esto con la expectativa de ganar una suma exorbitante. Se adhiere con ímpetu la idea de la profesión como una actividad lucrativa, en la que el privilegio circunstancial se convierte en una herramienta más para la satisfacción individual.

Mientras seamos conscientes de la decadencia en la que se ha sumido la profesión, podemos recuperar aquello que hemos perdido —o que nunca tuvimos—: la inocencia del adolescente recién graduado. Debemos dejar de medir el desempeño en parámetros como: “en cuanto mejor —o más vivo— el abogado, más gana”, porque hay valores que trascienden lo simplemente material, y que dan pasos mayores hacia una sociedad más digna que lo simplemente cuantificable. Galeano dice que “la utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar”.  Por lo tanto, la verdadera experiencia uniandina debería consistir en hacer uso de las oportunidades que se nos presentan solamente por pertenecer a la Facultad, compartir los milagros que disponemos, para caminar juntos —como dice Galeano— hacia una utopía en la que todos seamos privilegiados y no sólo quienes tengan la capacidad de comprarlo.

Imagen: https://www.google.com.co/search?q=law+students&source=lnms&tbm=isch&sa=X&ved=0ahUKEwjG5IjyzpjeAhUE1lkKHchUBaIQ_AUIDigB&biw=1040&bih=696#imgrc=_W_Xc3aUUrMPOM:

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Universidad

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