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La emancipación del hombre postmoderno

Muchos de los grandes nudos culturales que enfrentan los ciudadanos de occidente en la cotidianeidad encuentran su máxima representación en el estadounidense y su estilo de vida. Estos nudos o cargas de identidad que median nuestro estilo de vida sin duda están interconectados y funcionan en constante diálogo por las condiciones socioeconómicas de una sociedad de consumo desenfrenado. Si se piensan las diversas caras de una realidad colectiva, pero inconsciente, podemos concebir el tallo de una planta trepadora, creciendo, agazapándose contra los troncos de la tradición, la madera vieja del pasado reflejándose en el fruto de la planta y determinando la suerte de una sociedad, para bien o para mal, obstinada a crecer bajo los productos de otro tiempo. Lo que florece de aquella planta tiene diversos colores y se complementa a través de todo tipo de fenómenos que determinan el estilo de vida del ciudadano actual. 

Por ejemplo, es difícil pensar algún otro país que pueda gozar de la abundancia de alimentos que ha tenido Estados Unidos de forma ininterrumpida por décadas y que se refleja tanto en las manzanas grandes y rojas, del tamaño de un corazón adulto, como en los niveles de inflación que rara vez llega a ser mayores del uno por ciento. Paradójicamente, cada año aumenta en la población del país el número de casos de trastornos alimenticios relacionados con la ansiedad, desordenes de alimentación y otras enfermedades como la bulimia, a tal punto que se estima que más de 30 millones de norteamericanos han sufrido durante su vida alguno de estos padecimientos. Mientras tanto la educación del país y la formación de profesionales es constante, esto ligado al hecho de que los mejores centros de investigación y las mejores universidades del mundo están en Estados Unidos. Sin embargo, para el 2020 la deuda estudiantil en el país alcanzó la cifra récord de 1.7 trillones de dólares acumulados en 44 millones de estudiantes, superando la deuda nacional en bienes raíces y el sector automovilístico. 

Las dimensiones de la meta deseada, aquella que tanto se han empeñado las empresas en mostrar como una oportunidad que compete a todos los ciudadanos, se ha convertido paulatinamente en un desierto de abundantes espejismos, donde el pobre extraviado se alimenta de los elixires prometidos con el fetiche y efervescencia que caracteriza a los orgasmos reprimidos. El costo del deseo ha llevado a que la serpiente mude tantas veces de piel que para el momento de recoger su presa prometida se habrá olvidado de las condiciones mínimas, de dignidad, para disfrutarla. Esta carrera con un destino, pero sin un final encuentra su mayor expresión en el país americano, tierra grande y esplendorosa, pero naturalmente no es un problema que solo compete a este país. Todo el hemisferio de occidente y desde hace décadas un gran número de países asiáticos han sentido las oleadas del deseo como un estilo de vida, del anhelo como una condición que hace mucho tiempo dejo de ser un estado de transición y que se ha desplazado desde su lugar reservado al ensueño para convertirse en un estado de apetito inabarcable y la pauta para interactuar con los recursos del mundo, tanto humanos como naturales. El estilo de vida capitalista ha mermado en lo hondo del proyecto de vida, en tanto que se ha convertido, por medio de una intersubjetividad, en el referente al que constante y frustradamente aspiran los países.

Los valores aparentemente morales se han absorbido por los valores de mercado, reflejándose de forma ilusoria y errónea en la casa grande, el cuerpo delgado, la piscina y los trofeos. El concepto de éxito se ha convertido en el mejor producto de la economía de consumo, de tal manera que lo que concebimos como nuestra vocación en el mundo y aroma espiritual se ha convertido en el campo de explotación de los monopolios. Esta asociación de los valores morales y los valores de mercado han acercado a la sociedad occidental a la falsa idea de que los primeros son accequibles, es decir, transables, bienes que se compran o enajenan y, por lo tanto, fáciles de alcanzar. La propaganda complementa este anatema a través de oleadas continuas de información, deseadas o indeseadas, pero inevitablemente reales, puestas frente al paisaje urbano, patrocinando los deportes, financiando el transporte público, efímeras pero incansables. Ofertas únicas para comprar carro o casa, hamburguesas sumergidas en gasolina para que resplandezcan en la foto que brilla toda la noche en la autopista, mujeres de cuerpo perfecto en la entrada de los gimnasios. La cultura del deseo y la falsa ilusión de que los proyectos de vida están al alcance de la mano han llevado a que el individuo viva en un constante estado de vergüenza y desgracia, los mejores mecanismos de control en una relación de explotación con los bienes que nos presenta el mundo. Y digo que son los mejores pues subyacen tan profundos en nuestra percepción que no hay necesidad de ninguna coacción para imponerlos más que nosotros mismos. Así se ha diseñado con el tiempo una especie de segregación social interna del espíritu, avergonzado y distraído de sus posibilidades. Un murmullo que no conoce fronteras ni costas aparentes, náufragos de una sed incontrolable. Las soluciones ante estas realidades tan poderosas se han convertido en el mismo reflejo de nuestras fuerzas, de tal manera que nuestra única resistencia contra la implacable manipulación ha sido una nostalgia colectiva y lastimera, encerrada en la misma cápsula del oasis imaginario que hemos encontrado en este desierto que, resignados, hemos ido labrando. 

En el marco de este panorama que a mis ojos solo puede ser gris, las crisis climáticas, económicas y políticas que se han cernido sobre el planeta se han convertido, a su propio modo retorcido, en nuestra mejor oportunidad para el cambio, ¿Qué mejor momento para cambiar que cuando las cosas no funcionan? La pregunta de cómo dirigir ese cambio depende de cada uno de nosotros y solo así, cuando el espíritu humano descienda nuevamente sobre cada uno de nosotros y el peso de las decisiones regrese al individuo, es que encontraremos un sentido del proyecto humano como un fin, no como un medio.

En muchos tiempos de la humanidad se ha hablado de su emancipación frente a distintas ataduras. Los extensos trabajos teóricos, las incontables discusiones y proyectos políticos que existieron al respecto nos hablan de una fe histórica en la humanidad como un proyecto inacabado, repleto de vicios y fallas, pero con una capacidad de mejoramiento imperecedera. Creo que el desvanecimiento de la creencia de las ideas, o al menos su aislamiento de los círculos de discusión comunes (esa manía de negarnos de hablar de política), ha ido erosionando la fe en el proyecto humano entre un hilo peligroso de creer el espíritu como un proyecto realizado o sin remedio. Los dos son errores intolerables y más que nunca es preciso recuperar esa fe basada en el convencimiento de poder cambiar al servicio de una virtud fraternal desde el reconocimiento del individuo, de sus diferencias y pasiones y la diversidad desde una perspectiva de posibilidad.

Innumerables veces (y aún cada de vez en cuando) se emplearon páginas y gritos insondables para reclamar la separación del estado y la iglesia, para derrocar a tiranos y devolver al pueblo el ejercicio de moldear al estado. Esas batallas nos hacen eco en las decisiones que se toman en las sociedades contemporáneas, pues como cualquier proceso social o político, sirvieron para múltiples propósitos, rara vez cumplieron la ecuación A=B sin bifurcarse en consecuencias inimaginables y difícilmente conocieron un inicio, mucho menos conocerán un final. La división necesaria y analizada en dimensiones distintas por una línea de pensamiento trazada desde los griegos hasta el romanticismo de separar la esfera privada del ciudadano respecto a la política, han llevado a la falsa idea de que la libre asociación de empresa y la propiedad privada son los máximos exponentes de la libertad. La emancipación del hombre postmoderno radica precisamente en eso; en reconocer la libertad como una virtud cambiante. 

La nefasta asociación entre una economía de explotación y unos miedos tradicionales han servido en manos de pocos como mecanismos de control para perseguir la autocensura de nuestros proyectos de vida y nuestras vocaciones. Mi propuesta de hoy es un llamado a lo desconocido, a lo crítico: tomar las riendas de la razón y permitir el crecimiento de interacciones plenas, donde la moda y las presiones sociales no se piensen a través del miedo y muchos menos obstaculicen la capacidad de un individuo para pensarse y concebirse de formas distintas. Acercarnos a un compromiso privado, pero social con el amor místico del mundo, transformado en formas de vivir dignas a través de metas diversas y posibles, de una dieta saludable, de un consumo circular, una sexualidad plena, un ejercicio balanceado y un compromiso por el respeto y la búsqueda del proyecto político y religioso desde las manos colectivas. Interacciones fuertes por la riqueza que permiten las diferencias. Pero esto solo es posible reconociéndonos por lo que somos, liberándonos de las ataduras de concebirnos como algo por mejorar, como una versión indigna respecto a un futuro brillante. Es preciso pensar el hombre como un fin en sí mismo, no una herramienta para un negocio, no un cuerpo por mejorar. Solo así podremos liberarnos de la vergüenza pública que acosa nuestra sociedad. Celebrar la vida constantemente como aquello que es venerable y, en ese cambio de perspectiva, cuando el presente se convierta en un estado suficiente y rico, encontraremos la libertad. La vida pensada no como un edificio, sino como un río.  

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